Unos 70 hombres armados entraron a la comunidad indígena de Buena Vista, en Juradó, al anochecer del 22 de abril. “Cruzaron por el mar y luego por la montaña hasta donde nosotros, y dijeron que eran de las autodefensas gaitanistas”, cuenta un líder de ese pueblo emberá–katio. El siniestro grupo pasó la noche entre la comunidad asustada. Dijeron que estaban buscando a los colaboradores de la guerrilla. Al día siguiente cogieron camino hacia las comunidades La Victoria y Dichardi Caimito, hasta llegar a El Cedral, donde acamparon. La tensión crecía al máximo, pues en los alrededores pululaban hombres del ELN. Los gaitanistas exigieron a la gente entregar sus gallinas, sus chivos y cerdos y prepararles comida. Pero los pobladores se negaron decididos a cumplir su propósito de no transar con ningún grupo armado. Entonces comenzaron los gritos y las amenazas. Los criminales buscaron al jefe del cabildo mayor para asesinarlo. Decían que él había ordenado negarse a colaborar. Pero los indígenas supieron esconder a su líder. Sin saber qué rumbo coger, las comunidades vecinas se reunieron en El Cedral para concertar. Cuando estaban en la discusión comenzó un tiroteo. Elenos y gaitanistas se enfrentaron toda la noche, y todo el día siguiente también. Las personas que habían llegado de los poblados aledaños quedaron encerradas en medio del fuego. Los niños de las otras comunidades, a quienes sus papás habían dejado para asistir la reunión, pasaron hambre porque sus madres no pudieron regresar a amamantarlos. El 26 de abril llegó el mensaje definitivo. “Nos dijeron que teníamos que irnos o nos levantaban a plomo”. Dos mil personas se desplazaron hacia la comunidad de Dos Bocas, en una zona más accesible para las autoridades, para sentirse más protegidos.
Quienes conocen la dinámica de esta guerra creen que Juradó podría volver a quedarse vacío. Y no solo por el miedo a la muerte, también por el terror de los indígenas a que los criminales se les lleven a sus hijos. El año pasado, solo en este pueblo, el ELN reclutó a 9 menores de edad, casi todas niñas desde los 12 años, según la Personería local. En todo el departamento decenas de menores de edad han sido forzados a enrolarse. “Los convencen diciendo que los ponen a vivir bien, que tienen plata. Así los van involucrando poco a poco, hasta que se los llevan. Ya estando allá, ya ven que no es lo que les prometían. A las niñas las violan, hacen todo lo que quieran hacer con ellas”, cuenta un miembro de la comunidad. Otro líder relata un episodio concreto ocurrido el año pasado: “A dos niñas se las llevaron. Una tenía 12 años. Esos hombres celebraban porque decían que había llegado carne fresca. Imagínese el trabajo que pasaron esas niñas la primera noche”. Pero los indígenas no se han quedado quietos al ver cómo se llevan a sus jóvenes. Decenas de hombres y mujeres, desarmados, se metieron a un campamento eleno en Santa Marta de Curiche para rescatar a esa niña de 12 años. Los guerrilleros los recibieron con requisas y acusaciones de trabajar para la inteligencia del Ejército. Primero los amenazaron e intimidaron, y luego comenzaron a disparar. “Nos tocó salir corriendo por la loma, las mujeres se caían y se golpeaban”, cuenta uno de los que estuvo allí.
Los alrededores de estos territorios se están llenando de minas, como advierte la Defensoría del Pueblo. El Clan del Golfo y el ELN las siembran para defender sus posiciones. Hace dos meses, un indígena de 17 años pisó una en la vereda Cabo Marzo. Perdió una pierna. Por el miedo a estos explosivos, y por el miedo de cruzarse a esos hombres armados, las comunidades chocoanas están confinadas. “Con la presencia de esos dos grupos la gente teme ir a cazar, a trabajar, porque no saben si han dejado por ahí una mina mal puesta. Las mujeres, como costumbre indígena, van a buscar los camarones, el plátano. Ya no lo hacen porque temen que alguien las esté esperando por ahí para llevárselas o para violarlas. Y hay otros que han sido tildados por los grupos, y temen andar libremente, pensando a qué horas los frenan por ahí o se los llevan”, dice un líder embera katio. El confinamiento también mata a las personas en sus propias casas. Entre diciembre y enero, solo en la comunidad wounaan de Buena Vista murieron cinco niños de diarreas y vómitos, causados por la pésima calidad del agua. Los padecimientos, aunque de cuidado, no tenían por qué matarlos. Pero no hubo quién los atendiera. Esa población del Bajo Baudó queda a más de seis horas de una cabecera municipal, y por los ilegales, las brigadas de salud tienen muchas dificultades para llegar. Además, los jaibanás, los médicos tradicionales, viven confinados y no pueden salir a buscar plantas medicinales ni a atender a los enfermos.
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