“Uno se muere cuando lo olvidan”, decía el escritor antioqueño Manuel Mejía Vallejo. La frase no podría caer mejor en el momento actual. A pesar de que Colombia ha soportado durante muchos años una guerra sin cuartel, puede decirse que es un país de poca memoria: sin grandes monumentos, sin relatos heroicos y de espaldas a su pasado. En las grandes ciudades de Estados Unidos y Europa hay en cada esquina un arco, una estatua o un museo que recuerdan incluso los hechos más traumáticos de su historia: el 11 de septiembre, el Holocausto nazi o la Guerra Civil española, y estos hitos sobreviven en el imaginario en gran parte gracias a estos monumentos. En Colombia, por el contrario, ese pasado no tiene formas tangibles. Ni la toma y destrucción del Palacio de Justicia, ni las bombas de Pablo Escobar, ni masacres como la de Bojayá han merecido algo semejante. Del Bogotazo, que dio paso al período de La Violencia, apenas sobrevive una placa en la carrera Séptima con el lacónico mensaje: “Aquí cayó Jorge Eliécer Gaitán, caudillo del pueblo”. Por eso, el lanzamiento del Museo de la Memoria que hará el presidente Juan Manuel Santos tiene tanto significado. Su construcción fue ordenada por la Ley de Víctimas y tiene como fin retratar la “historia reciente de la violencia en Colombia”, “restablecer la dignidad” de quienes la sufrieron y “difundir la verdad sobre lo sucedido”. Se construirá en un lote de 20.000 metros cuadrados en la calle 26 con carrera 30 y estará listo en 2018. El terreno fue aportado por el distrito, uno de los principales socios del proyecto. El museo va a estar en el corazón del Eje de la Memoria que ha desarrollado importantes proyectos por la calle 26 alrededor de este tema. Esa idea ha articulado los cementerios alemán y judío, el cementerio Central, el Centro de Memoria Paz y Reconciliación del Distrito y el monumento al soldado caído. En ese mismo sentido se piensa hacer un lugar especial en el aeropuerto El Dorado para recordar allí a líderes caídos como José Antequera, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro. La misión de construir el nuevo museo de la memoria será difícil, pues este es un tema sensible políticamente. Solo basta recordar que Elvira Cuervo de Jaramillo, cuando era directora del Museo Nacional, propuso llevar allí la mulera que Manuel Marulanda siempre llevaba en su cuello porque, según ella, “la historia también hay que contarla con objetos. Pero me cayeron rayos y centellas porque la gente pensaba que era una apología a Tirofijo”. Estas críticas podrían repetirse porque se trata de hacer un museo sobre una guerra que no ha terminado. En otras experiencias del mundo, como el Holocausto judío, estos museos han aparecido varias décadas después cuando la gente “ya ha metabolizado el horror”, señala Lina Rondón, psicóloga de la Unidad de Víctimas. A eso se suma que en Colombia no hay una versión única de lo que pasó, ni un acuerdo sobre quiénes son los victimarios, como sí lo hay por ejemplo en Argentina o Chile, donde los museos giran en torno a dictaduras arbitrarias. En Colombia, ni los historiadores se han logrado poner de acuerdo en puntos básicos como el inicio de la guerra. El informe ¡Basta Ya!, del Centro de Memoria Histórica, que es el más completo hasta el momento, dice que la guerra actual comenzó con la llegada del Frente Nacional en 1958; la Ley de Víctimas escogió el año de 1985, y los 12 expertos de la Comisión de Historia del Conflicto y sus Víctimas dieron cada uno su propia fecha. El reto, por lo tanto, es grande. Martha Nubia Bello, directora del nuevo museo, señala que este no podrá tener un relato oficial pues “aunque hay verdades irrefutables como que las víctimas de esta guerra son de la población civil, el museo tendrá que estar abierto a otras versiones, incluso a las de los propios victimarios, no para exaltarlas sino para cuestionarlas”. Esa idea que puede sonar atrevida hizo parte del diseño del museo del 11 de septiembre en Nueva York, que le dedica un espacio importante a Osama bin Laden y a la responsabilidad de Estados Unidos en el crecimiento de Al Qaeda. Algunas víctimas han sugerido, por ejemplo, que exista un muro de la infamia con los nombres de los grandes victimarios, como Salvatore Mancuso y Pablo Escobar. Y más que un museo de objetos o de archivos y documentos, se pretende crear un espacio para las experiencias. Quienes trabajan en el proyecto también piensan que no solo debe mostrar la crudeza de la guerra sino las iniciativas de paz, las apuestas políticas y los ejemplos de resistencia. “Debe reconocer el horror y debe llevar a cuestionarnos por ese horror, pero también reconocer que las víctimas son portadoras de modos de vida y de nuevas propuestas”, sostiene Bello. Pocos creen que un museo sea capaz de sanar pues la teoría es que hay que primero solucionar las necesidades básicas y pasar la página de la historia sin mayor reflexión. En Perú, por ejemplo, el expresidente Alan García rechazó una donación de 2 millones de euros del gobierno alemán para un museo sobre la guerra con Sendero Luminoso. El premio nobel de Literatura Mario Vargas Llosa tuvo que encabezar un movimiento nacional para que este fuera realidad. “Los museos son tan necesarios para los países como las escuelas y los hospitales. Ellos educan tanto y a veces más que las aulas… Ellos también curan, no los cuerpos, pero sí las mentes, de la tiniebla que es la ignorancia, el prejuicio, la superstición y todas las taras que incomunican a los seres humanos entre sí y los enconan y empujan a matarse”, escribió en una columna en el diario El País de España. La construcción se demoró más de seis años y será inaugurada en los próximos meses. Como explica Javier Ciurlizza, director de América Latina del International Crisis Group, “la verdad, y a través de ella la memoria, representa una profunda reparación moral para las víctimas, quizás la más importante”. Tanto que las sentencias de la Corte Interamericana obligan a levantar esos monumentos como piezas claves de la “verdad” porque se da a conocer lo que pasó, de la “reparación” porque se consideran medidas simbólicas y de las “garantías de no repetición” pues permiten no olvidar. Stalin decía que “Una sola muerte es una tragedia, pero un millón de muertes es estadística”. Cuando las víctimas que acumula una guerra como la colombiana son millones, un museo se convierte en un elemento fundamental para devolverle a la sociedad parte de la humanidad que ha perdido. Colombia ha vivido desde hace muchos años esa búsqueda. Mucho antes de que existiera la ley las propias comunidades afectadas construyeron sus propios museos con las uñas. El parque monumento de Trujillo es el más antiguo del país y surgió por un fallo de la CIDH que condena a Colombia por la masacre más prolongada hasta ese momento: 300 víctimas durante cinco años. “Allí se dignifica a los seres queridos, especialmente en el caso de los desaparecidos que no tienen un lugar físico hacia dónde dirigir el dolor”, dice el psicólogo Juan David Villa. Los psicólogos dicen que el impulso de no olvidar es innato y cada comunidad lo expresa de manera diferente. Auschwitz, quizás el peor campo de concentración de la Segunda Guerra, es hoy un enorme museo. En Washington hay monumentos para los caídos en las guerras de Corea y Vietnam, y en Nueva York el Museo 9/11 estaba ya planeado dos años después de los atentados. Según su directora, Alice M. Greenwald, la impresionante construcción busca crear un lugar seguro para explorar una historia difícil. “La idea era transformar una abstracción anónima del terrorismo en una experiencia personal de pérdida”, explica. En las experiencias colombianas este tipo de procesos ha puesto a prueba la creatividad. En Puerto Berrío, Antioquia, la memoria está ligada a un animero, el señor que cuida las ánimas benditas, que una noche al mes camina por las calles bautizando a los N.N. que llegaron por el río sin identidad ni familia. En Mampuján, Bolívar, han sido los tapices. En la Chorrera, Amazonas, el lugar donde funcionaba la Casa Arana, las comunidades indígenas tienen una maloca que funciona como un “centro para el pensamiento”. “El arte –dice el artista Juan Manuel Echavarría- es comunicación y existen hoy día muchas herramientas y caminos para visibilizar temas tan delicados como la violencia”. Para Villa estas propuestas deben partir del pueblo pero tener el soporte del Estado. Destaca el caso del Museo Casa de la Memoria de Medellín, en el que se invita al visitante a reflexionar a través de dibujos, fotos y los relatos hablados de las víctimas. Cuenta con un auditorio para conferencias sobre la historia del conflicto y los diálogos de paz pues, como dice su directora Lucía González, los museos deben contribuir no solo con la memoria sino con la construcción de la paz. “Colombia ha hecho ejercicios para sanar, reparar y honrar a las víctimas y así contribuir a construir una memoria histórica, aún en medio del conflicto”, dice González. Aunque estos museos buscan reparar a las víctimas, resignificar la violencia es importante para toda la sociedad, especialmente en un país como este, que tiene información fragmentaria sobre el conflicto y no ha calculado la dimensión ni el costo que ha tenido la guerra. “Es muy difícil hacer memoria en un país con una ignorancia tremenda sobre su historia”, dice el colombianista francés Daniel Pécaut. “La mayoría de la sociedad colombiana se mantiene de cierta manera indiferente y hasta indolente frente a ella y no siente incluso que atraviese su propia vida ni la de su país”, agrega Bello. Los museos de la memoria son como un espejo creado para reflexionar sobre un pasado oscuro que no puede volver a ocurrir, dicen los expertos. Y cumplen otro objetivo fundamental: enseñar. Ayudan a romper estereotipos y a complejizar la lectura de los hechos, y en últimas a lograr la reconciliación. En sus recorridos se espera que la gente se eduque moralmente contra la indolencia y el olvido. Eso es lo que han intentado hacer estos espacios después de la Segunda Guerra Mundial. “En Alemania son cuidadosos de no volver a ser los monstruos que fueron. Saben que cualquier pueblo puede llevar a la barbarie, y como ellos cayeron tan hondo, se cuidan más”, dice el escritor Héctor Abad. El Museo de la Memoria es el legado de indignación que le dejarán las víctimas de esta guerra a esta generación y a las del futuro. Debe evocar la clemencia, la piedad, la compasión y hasta la admiración por la resistencia que tuvieron los sobrevivientes. Como dice Ciurlizza, “Los lugares de memoria sirven como referente de lo que fue la banalidad del mal (en palabras de Hannah Arendt) para recordarnos que los seres humanos –puestos en especiales circunstancias– pueden cometer atrocidades sin nombre, pero que también son capaces de historias de esperanza y de resistencia”.