Cuando Pedro, un joven migrante de 17 años, abre los ojos, siente el frío bogotano de las madrugadas. Ni sus cuatro cobijas ni el colchón sobre el que duerme debajo del puente de la calle 68 con carrera 30, lo alcanzan a proteger. Bajo el mismo ‘techo’, despiertan otros muchachos y adultos, en su mayoría hombres, y de vez en cuando algunas mujeres. Sus carretas y bultos copan el espacio debajo de este puente, escena que se repite en muchas otras de estas obras de la capital.
El joven está solo en Bogotá y no tiene cuatro paredes entre las cuales resguardarse. Debajo y al lado del puente, Pedro y otros tantos como él, colombianos y venezolanos, se dedican a separar residuos y buscar material aprovechable que puedan vender y así ganarse lo del día; 20.000 o 30.000 pesos diarios es lo que esperan, casi siempre, obtener por una jornada, después de recoger los residuos de Chapinero Alto.
José Mario Cabezas y Marisol González son una pareja joven que lleva más de 12 años dedicándose al reciclaje. Conocen bien cómo funciona el trabajo en la capital, pues la mamá de ella también era recicladora y desde muy niña la llevaba en su recorrido.
“A veces llega la Policía a molestar, porque algunos hacen mucho reguero y a los policías les da rabia”, dice él y explica que se esfuerza por no dejar residuos tirados en los andenes y debajo del puente, pues sabe que a los transeúntes les incomoda.
A diferencia de Pedro, esta pareja hace parte de una de las 117 asociaciones de recicladores de la capital y está registrada en la Unidad Administrativa Especial de Servicios Públicos (Uaesp). Además, son papás de dos niños, pagan un arriendo en Ciudad Bolívar y duermen solo unos días de la semana en la calle, debido a la distancia entre su área de trabajo y su casa.
Luz Amanda Camacho, directora de la Uaesp, aclara que los carreteros siempre han existido y su labor no es nueva, pero sí muy importante. Sin embargo, hay algunas diferencias en cuanto a lo que los bogotanos ven ahora, después de casi dos años de pandemia, y se preguntan si hay una degradación del espacio público por cuenta de ellos.
Antes de la pandemia, la Alcaldía de Bogotá los tenía identificados y detectados, sabía cómo se movían, cuáles eran sus rutas y había cierto orden. Ahora, con la crisis migratoria, el contexto cambió. Cientos de venezolanos se dedican al reciclaje porque no tienen ninguna otra opción. Ronald Grisales, por ejemplo, era técnico de sonido en su país, pero ahora debe sostener a sus hijos de 2 meses y 11 años y a su esposa con lo que gana reciclando.
Lo anterior se suma a la emergencia que se generó por la pandemia. Ciudadanos que antes vivían de otras labores, como la construcción, tuvieron que buscar alternativas y dedicarse a reciclar.
La directora dice que los nuevos no conocen a profundidad cómo funciona el proceso en la ciudad, pues “se paran en cualquier parte, dejan lo que les queda o les sobra y siguen avanzando”. Esto, teniendo en cuenta que de todos los materiales que recogen en la calle, les sirve entre el 30 y el 50 por ciento, el resto lo desechan.
Entre extranjeros y connacionales nuevos en el oficio, la Uaesp calcula que suman cerca de 2.000 personas informales, en contraste con las 25.000 carnetizadas. Sin embargo, entre cientos de recicladores se camuflan otros que utilizan las carretas para delinquir. Camacho dice que venden y compran drogas, se roban las tapas de las alcantarillas y cestas de basura, pues les sirven para que sus bultos pesen más y les den más plata por la venta. Es decir, según la directora, la gran distinción existe entre quienes se dedican al oficio del reciclaje y buscan hacerlo de manera organizada, sabiendo lo que significa para Bogotá, mientras que otros aprovechan para delinquir y conseguir lo que sea para sobrevivir, a como dé lugar.
Algo similar sostiene Fernando Herrera, asesor del despacho de la Secretaría de Seguridad de Bogotá, quien reconoce que cuando se dan concentraciones en los puentes de la ciudad no solamente hay desaseo y basuras que quedan en la zona, sino también se incrementan los fenómenos de inseguridad, el microtráfico y el hurto a personas.
Sin embargo, es evidente que el problema es complejo. Por eso, la Secretaría de Seguridad y la de Gobierno, de la mano con la Defensoría del Espacio Público, la Policía, la Uaesp, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), Migración Colombia, y otras, intentan llegar a un acuerdo con los recicladores.
La pedagogía
En las últimas semanas han hecho pedagogía con los carreteros sobre manejo de residuos y las rutas de reciclaje. Lo que busca la administración distrital es que, si van a ocupar los puentes, lo hagan entre las nueve de la noche y las cinco de la mañana, para que en horas del día los transeúntes y otros habitantes puedan usar ese espacio público.“Antes, acá no dejaban hacerse a nadie. Uno llegaba y nos sacaban hasta la Boyacá, pero ahora nos están dejando trabajar, hacer nuestra labor”, dice Gian Luis, un joven de 20 años que recicla en la calle 127.
Un jueves a las seis de la mañana, después de varios días de conversación y oferta institucional, las autoridades, en un operativo de recuperación del espacio público, se acercaron al puente de la calle 127 con Autopista Norte, uno de los lugares más concurridos por los recicladores.
A su llegada, la mayoría de ellos se dispersó enseguida. Prefirieron tomar sus carretas y marcharse con rapidez, cuando notaron la presencia de estas entidades. En general, debido a la sensibilización previa, la respuesta es positiva.
Sin embargo, se dan casos como el de personas –en ocasiones menores de edad– que, bajo el efecto de alguna sustancia, agreden a los funcionarios lanzándoles piedras. Aunque intentan huir, los agarran y la Policía se los lleva. Si son menores y extranjeros, el trabajo conjunto del ICBF con Migración es fundamental. Este tipo de situaciones se presentan con cierta frecuencia en los operativos, aunque el Distrito pretende e insiste en sostener las recuperaciones de los espacios.
Los recicladores se preguntan por qué si a las autoridades les molesta tanto su presencia, no les dan un lugar para pasar la noche cuando están lejos de sus casas o, en algunas ocasiones, cuando no tienen una. Al menos en esta administración no van a tener esa posibilidad, ya que en ese caso la Alcaldía tendría que responder por los menores de edad, los animales, un estacionamiento para las carretas y otros factores adicionales a los que no están dispuestos ni la Uaesp ni el Distrito.
Sin embargo, hay ideas sobre la mesa que se pueden concretar. Por ejemplo, uno de los objetivos de la unidad es abrir una bodega en cada una de las 22 localidades de Bogotá, que sea un Centro Transitorio de Cuidado al Carretero, en donde puedan estar, separar, clasificar y montar en su carreta lo que necesiten, además de tomar algo caliente.
En el barrio María Paz, localidad de Kennedy, ya hay una bodega alquilada con este fin. Ahí está la Uaesp, la Secretaría de Integración Social y el Idipron, como entidades que atienden a los carreteros y a los habitantes de calle con oferta institucional. Aun así, no pueden dormir ahí. El proceso en las otras localidades avanza, dice la directora de la Uaesp, pero no hay una fecha específica para la cual deberán estar abiertas todas las bodegas.
Mientras tanto, lo más probable es que los recicladores continúen ocupando los puentes en las noches y, si tiene éxito el esfuerzo distrital, no durante el día. Las miradas que juzgan y los celulares que capturan las imágenes del desorden seguirán también, a falta de una solución inmediata. “Yo les diría a las autoridades y a los vecinos que se pongan la mano en el corazón, porque todos somos personas y queremos salir adelante”, dice Pedro.