Desde hace años se viene presentando en la estructura y manejo de las cárceles de Colombia una crisis a la que el Estado no le ha puesto suficiente atención. Se trata de una problemática que lleva muchos años en gestación, pero el debate parece permanecer en el congelador mientras no se presenten situaciones extremas. Solo cuando estalla un escándalo por una fuga, por los privilegios de los presos de alto perfil, por las redes criminales que operan desde las cárceles o por los casos de corrupción de quienes las administran, el debate público se centra por unos días en qué hacer con la población carcelaria. Y cuando pasa, el asunto vuelve a quedar en el olvido. Esta vez, la insólita fuga de la exsenadora Aída Merlano abrió de nuevo la puerta de la discusión sobre este tema. Varios expertos han propuesto acabar el Inpec. Hecho esto, la policía asumiría el control y la vigilancia de las cárceles. Nadie puede entender que una presa tan importante como la ahora prófuga excongresista pueda escabullirse así como así para eludir la condena de 15 años de cárcel. Evidentemente, la fuga requirió todo un andamiaje de coimas para comprar conciencias y de situaciones irregulares aún por descubrir. Por cuenta de lo sucedido, ya corrieron las cabezas del general William Ruiz, director del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec); y de Diana Muñoz, directora de la cárcel El Buen Pastor. Pero lo cierto es que la salida de los dos funcionarios resulta, de alguna manera, un paño de agua tibia que en nada va a cambiar el problema de fondo.
La grave crisis de las cárceles colombianas tiene muchas ramificaciones. Por un lado, hoy existen muy pocos cupos disponibles para reclusos. Los Gobiernos por lo general andan cortos de plata, y si toca escoger entre hospitales, colegios o cárceles, estas últimas llevan las de perder. Por ello el Estado ha sido incapaz de construir las prisiones que necesita y el hacinamiento ha llegado a condiciones infrahumanas. De acuerdo con las cifras de la Defensoría del Pueblo, hoy supera el 50 por ciento. Basta con entrar a cualquiera de los penales del país, que parecen campos de concentración, para apreciar ese fenómeno. Los presos pelean por una hamaca, por un catre o por un rincón en el piso, y tienen que dormir por turnos.
En algunas regiones de Colombia, el hacinamiento carcelario alcanza niveles hasta del 80 por ciento. Según las estimaciones del Ministerio de Justicia, solucionar el problema del hacinamiento podría costar unos 12 billones de pesos. En la práctica, eso equivale a casi dos reformas tributarias. El presupuesto actual del Inpec y la Uspec, entidades que operan y gestionan los centros carcelarios, es de 2,6 billones de pesos al año. Con estos recursos atienden 133 centros penitenciarios, 13.620 guardianes y 133.722 internos de los 193.000 que tiene el país. El resto está en prisión domiciliaria. Esto significa que cada interno le costaría al país cerca de 19 millones de pesos al año. Solo para tener una dimensión del tamaño de los recursos, los programas educativos Ser Pilo Paga, Generación E y el Icetex tienen un presupuesto de 1,6 billones de pesos.
Esto ha llevado a que los establecimientos que deberían servir como centros de resocialización terminen convertidos en auténticas fábricas de reincidencia criminal. Es muy posible que alguien preso por un delito como inasistencia alimentaria termine su condena convertido en un delincuente mayor por las situaciones que tuvo que afrontar para sobrevivir la cárcel. Así mismo, buena parte de los privados de la libertad aún no han sido condenados y están en condición de sindicados. La corrupción en el Inpec y la imposibilidad para efectuar una reingeniería de fondo a esa entidad también han impedido poner en marcha un sistema racional. Hoy, esa entidad tiene más de 80 sindicatos, lo que dificulta enormemente depurarla; y ha logrado que defiendan sus intereses lobistas en el Congreso, que frenan cada intento de reforma. Para solucionar la situación del Inpec y de las cárceles en general, varios Gobiernos han puesto en marcha estrategias parciales, pero ninguna de estas ha tenido resultados. En consecuencia, la estructura del Inpec permanece intacta; los proyectos para construir cárceles nuevas se pierden entre la limitación de recursos, la burocracia y la negativa de los alcaldes que no quieren penales en sus regiones. La salida facilista se traduce en excarcelaciones masivas que llenan las calles de delincuentes y no tienen un efecto real en las cifras de hacinamiento.
Con la fuga de Merlano ahora, y con otras situaciones similares en el pasado, varios expertos han propuesto acabar el Inpec. Hecho esto, la Policía asumiría el control y la vigilancia de las cárceles, y terceros privados se encargarían de la parte administrativa de las mismas. Esa podría ser una salida. Pero, en todo caso, ha llegado la hora de que el Estado se ocupe de un problema que desde hace años ha ignorado y que solo se agrava con el paso del tiempo. Colombia necesita más cárceles, depurar o acabar con el Inpec, diseñar programas de resocialización bien estructurados, y llevar a cabo una reforma a la justicia que descongestione el sistema. Para que, al menos, las cárceles del país no estén llenas de personas aún no condenadas.