Quizá ninguna marcha había generado tanto miedo y expectativa como la convocada para este 21 de noviembre. Después de ver en televisión cómo las multitudes se han tomado las calles en varios países para expresar su indignación, el turno le llegó a Colombia. Las protestas lejanas se han venido acercando. Luego de los ‘chalecos amarillos’ en Francia y los libertarios en Hong Kong, el estallido social llegó a América Latina. En Ecuador, por las drásticas medidas del Fondo Monetario Internacional, y en Bolivia, por acusaciones de fraude electoral que terminaron con la renuncia de Evo Morales. Pero la movilización social que más impresionó –por lo masiva, agresiva y sostenida– fue la de Chile, hasta ese momento considerado un país modelo, cuyo desenlace ya va en referendo para cambiar la Constitución. Ante ese panorama, muchos colombianos están con los pelos de punta.
Más allá de los detonantes de cada país –el precio del metro o de los combustibles–, los analistas se preguntan por qué tanta rabia si en los últimos 20 años se ha reducido la pobreza, hay más gente educada y con mejores servicios básicos. Y quizá tanta indignación tiene, paradójicamente, un denominador común que resulta de ese avance: una clase media empoderada, con conciencia política, que no quiere perder sus conquistas, está cansada con las élites y se conecta al instante por las redes sociales.
En Colombia, la movilización del 21 se ha convertido en una gran confluencia de quejas, frustraciones y reclamos de sindicalistas, estudiantes, indígenas, profesores, artistas, etcétera. Unos hacen paro, otros solo marchan. Unos van a agitar consignas ideológicas contra el Gobierno, otros van a enarbolar pañuelos blancos en favor de la defensa de los líderes sociales. Ese desahogo colectivo, en el que cada cual va a salir por una causa, no ha estado exento de falsas noticias, manipulación y polarización, como es usual en el territorio apache de las redes sociales. Y quizá Carlos Vives lo sufrió más que nadie cuando en un tuit se sumó a la marcha. ¡Y quién dijo miedo!
Pero más allá de las razones, ciertamente, ese día planteará una prueba ácida para el Gobierno porque medirá la temperatura social del país con solo año y medio de mandato. El descontento en Colombia tuvo una manifestación institucional en las elecciones a alcaldes y gobernadores: los extremismos sufrieron una gran derrota, y la centroizquierda se convirtió en la nueva protagonista del mapa político regional. La democracia activó sus válvulas de escape que, sin duda, ayudarán a moderar la rabia. El Gobierno debe conectarse mejor con el país y tener una interlocución más efectiva con las nuevas dinámicas políticas y sociales. Los organizadores convocaron al paro con argumentos en su mayoría de corte económico (“Contra el paquetazo de Duque, la Ocde y el FMI, por la vida y la paz”), aunque muchos colombianos, artistas y hasta reinas de belleza se están sumando porque tienen otras razones para protestar. Entre ellas, el rechazo al continuo asesinato de líderes sociales, indígenas y excombatientes de las Farc; el reclutamiento forzado de niños por parte de grupos ilegales y la desigualdad. Y el último evento que le dio un nuevo impulso a la protesta fue la muerte de ocho menores en el bombardeo al campamento de las disidencias de las Farc en Caquetá.
Cada uno de los sectores que impulsan las marchas tienen unas justificaciones oficiales. Las diez quejas de los sindicatos y organizaciones sociales incluyen desde reparos a las privatizaciones anunciadas por el Gobierno, las reformas laboral, pensional y tributaria, el incumplimiento de los acuerdos con Fecode, el aumento del salario mínimo y la constitución del holding financiero público hasta la defensa de la protesta social y la lucha contra la corrupción.
El meollo del asunto está en las cantadas reformas pensional, laboral y tributaria. Sobre las dos primeras, el Gobierno ha sido claro en que no ha decidido nada, y que ha adelantado unas mesas de concertación. Por lo tanto, en ese aspecto no habría motivos para protestar. “Ni una sola letra se ha escrito sobre ellas”, ha dicho la ministra del Trabajo, Alicia Arango.
Sobre la reforma tributaria, sí hay textos y algunos avances porque, luego de que se cayó la Ley de Financiamiento en la Corte Constitucional, el Gobierno volvió a radicarla en el Congreso. El presidente Iván Duque y su ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, la defienden y aseguran que está inspirada en bajar la carga tributaria a las empresas para que puedan crecer y generar más empleo. Duque ha insistido, además, en que conciliarán las reformas laboral y pensional con varios sectores y que algunas preocupaciones resultan infundadas. Pero los sindicatos tienen una lectura antagónica. Consideran que el Ejecutivo trata de desmarcarse de declaraciones del pasado reciente que dejaron en claro para dónde van las reformas. Curiosamente, las dos partes tienen razón. De qué se quejan Para el presidente de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), Diógenes Orjuela, “Es necio y tardío que el Gobierno trate de convencer al país de que no ha dicho lo que ha dicho”. Su afirmación se basa en los comentarios de la ministra Arango sobre la necesidad de flexibilizar los contratos de trabajo, que han tenido eco entre empresarios y gremios. Han atizado el fuego iniciativas polémicas lanzadas por gremios como Anif, que propuso pagar el 75 por ciento del salario a los jóvenes para facilitar su ingreso al mercado laboral. O Fenalco, que planteó acabar con la indemnización por despidos, las horas extras, y dominicales y festivos, así como establecer un salario mínimo diferenciado por regiones o sectores.
En materia tributaria, los críticos consideran que el Gobierno busca rebajar los impuestos a las grandes empresas y multinacionales e imponer más tributos a la clase media y a los trabajadores. Una especie de Robin Hood, pero al revés. Fecode, por su parte, mediante un comunicado ha rechazado tres puntos centrales: la reforma laboral, que en su opinión busca eliminar algunos beneficios y “legalizar la inestabilidad y la informalidad”; la reforma pensional porque asegura que implicaría “la privatización de Colpensiones”, y “la regulación, criminalización y restricción del derecho a la protesta”.
Alberto Carrasquilla, ministro de Hacienda, y Alicia Arango, ministra del Trabajo, han tenido que lidiar las razones económicas que argumentan los organizadores del paro: las reformas pensional, laboral y tributaria. Los estudiantes insisten en que marcharán contra la corrupción en algunas universidades públicas y para pedir más recursos para la educación superior. Más allá de que se estén cocinando unas reformas, lo cierto es que no hay ningún proyecto laboral ni pensional en trámite. Sí existe la presentación de una reforma tributaria al final de este año que busca recuperar el camino del crecimiento y generar empleo. Es decir que solo en 2020 el país conocerá y discutirá los proyectos de reforma pensional o laboral. En materia de educación, los presupuestos de los últimos años han venido creciendo, y para el próximo año llega a 41,4 billones de pesos, la cifra más alta en la historia. Y en la negociación que lograron los estudiantes con el Gobierno el año pasado luego de las protestas, alcanzaron 4,5 billones para educación superior en los próximos cuatro años. Frente al argumento del salario mínimo para salir a marchar, el Gobierno ha dicho que en 2018 ese rubro ha recibido uno de los mayores incrementos en esta década, 6 por ciento. Y frente al reclamo de las privatizaciones, las extraordinarias utilidades de Ecopetrol –que podrían darle este año unos 6,2 billones de pesos sumadas a las del Banco de la República, por otros 7,4 billones–, sin duda, enterraron cualquier posibilidad de que el Gobierno enajene activos. El juego de la política El paro también mide el pulso de las fuerzas políticas. El Centro Democrático, el partido de Gobierno, señala que los organizadores están convocando las marchas a punta de mentiras y engaños, pues las reformas no se han presentado y no existen. Para otras fuerzas políticas, como la Alianza Verde y Cambio Radical, las iniciativas de reforma en pensiones y trabajo se han discutido, pero hay más razones para salir a protestar: la inconformidad por el rumbo del país, y el cansancio y agotamiento de un modelo que viene de hace años. Duque ha dicho que la protesta social pacífica es un derecho democrático y un mecanismo para expresar un sentimiento que debe recibir todas las garantías. Sin embargo, hizo una advertencia: hay quienes “quieren pescar en río revuelto y aprovecharse de la expresión pacífica de la protesta social para ejercer el vandalismo y la violencia”. Las autoridades han encendido las alertas, y esta semana Migración Colombia deportó a nueve ciudadanos chilenos, españoles y venezolanos. Pero ha dicho que al menos 20 extranjeros tendrían el propósito de sabotear la jornada de manifestaciones, provocar caos y vandalismo. La protesta será na prueba ácida para el Gobierno y medirá temperatura social. Sin duda, habrá fuerzas radicales, infiltrados y encapuchados que quieren aprovechar la protesta y convertirla en una jornada de tensión y miedo. Y aunque Nicolás Maduro debe estar frotándose las manos por lo que pasa en la región, pensar que lo que ocurre es solo una conspiración del castrochavismo significa no entender las realidades de unas democracias y clases dirigentes, que deben resolver flagelos como la corrupción y la desigualdad. La tormenta perfecta El paro nacional está enmarcado en medio de una coyuntura paradójica para el país. El jueves salió la cifra de crecimiento económico para el tercer trimestre de este año: 3,3 por ciento, el valor más alto registrado en los últimos 15 trimestres. En 2019, Colombia será una de las estrellas de la región en materia de crecimiento, por encima de 3,3 por ciento, como lo estima el FMI, cuando la zona apenas crecerá en promedio 0,2 por ciento. Sin embargo, el desempleo se mantiene en doble dígito –10,9 por ciento–, no cede y se ha convertido en uno de los principales dolores de cabeza del país y en el segundo más alto de la región.
Además de la incertidumbre que generan las altas tasas de desempleo, la protesta llega en medio de la discusión de la reforma tributaria que volvió a presentar el Gobierno ante el Congreso, que no pasará en limpio e incluirá nuevas propuestas de los parlamentarios. También coincidirá con el inicio de la discusión del salario mínimo. La tensión es tal que la ministra Arango ha advertido que el Gobierno no está de acuerdo con bajar el salario mínimo, y que si le tocara hacer eso, preferiría renunciar. Pero la medición de fuerzas no solo dejará en claro la popularidad o impopularidad del Gobierno, sino que fijará el derrotero para el futuro cercano. Por una parte, en torno a las reformas mismas –laboral y pensional– y lo que pase con ellas. Si el ambiente sigue caldeado no solo en Colombia, sino en la región, difícilmente iniciativas en torno a estos temas tan sensibles van a prosperar. Más aún cuando el Gobierno tiene un margen de maniobra política muy limitado, y posibilidades cada vez más distantes de lograr respaldos en el Partido Liberal o Cambio Radical. Hacer una reforma estructural, por ejemplo, del sistema pensional requeriría tocar temas delicados, como aumentar la edad de pensión, ante una mayor expectativa de vida de los colombianos, o subir el valor de las cotizaciones. También definir qué pasaría con el régimen de prima media, la mayor fuente de inequidad social, pero con poderosos beneficiarios: magistrados, congresistas, militares, policías, magisterio. El Gobierno ya ha anunciado que no va a tocar estos temas.
Además de las razones económicas, el continuo asesinato de indígenas también es una motivación. La CUT, dirigida por Diógenes Orjuela, y la CGT, encabezada por Julio Roberto Gómez, esperan que participen más de 3 millones de personas. La preocupación radica en que las calificadoras de riesgo han estado atentas a las propuestas del Gobierno para la sostenibilidad fiscal. Estos organismos esperan estas iniciativas, como también la Ocde, el club de las buenas prácticas al que accedió Colombia. Si la marcha del 21 es masiva y pacífica, le daría ejemplo a un mundo incendiado. Pero más allá de que no hacerlas pueda poner en riesgo la calificación, los expertos consideran inaplazables esas reformas. El año próximo, el país tendrá que destinar alrededor de 43,29 billones de pesos para pagar las pensiones estatales, el 20 por ciento del presupuesto. No obstante, benefician a muy pocos, pues, paradójicamente, el sistema público subsidia más a quienes tienen las mayores pensiones.
Las discusiones sobre estas reformas no solo incluyen un fondo de sostenibilidad fiscal y de equidad, sino también un alto contenido político. Más aún después de las elecciones regionales en las que mayoritariamente las tendencias se volcaron hacia la centroizquierda. Las reformas pensional y laboral, principalmente, marcarían una agenda política de cara a las elecciones de 2022. Aquello que han llamado algunos expertos la política económica contra la economía política, en un complejo escenario de pesos y contrapesos, y con inamovibles –hasta la fecha– del Gobierno como el de mantener una relación con el Congreso sin ningún tipo de prebendas ni ‘mermelada’ para sacar adelante los proyectos y con poca representatividad política. En este nuevo escenario, los discursos de centro o izquierda, que promueven un papel más activo del Estado, resultarían más atractivos para un electorado que busca cumplir sus expectativas educativas, laborales y de salud, que otros que incluyan una férrea disciplina fiscal, nuevos ajustes de cinturón y tranquilizar a las calificadoras y organismos internacionales. En medio de reclamos sociales históricos, y frente al clamor de los países vecinos, no se puede desconocer el avance de Colombia con el pacto social de la Constitución de 1991, una de las más progresistas del mundo. Tampoco el liderazgo del país en defensa de los derechos de las minorías y la población LGBTI en América Latina, y la firma del acuerdo de paz que, a pesar de las dificultades, ha ayudado a disminuir la violencia. Los organizadores esperan este jueves más de 3 millones de personas en la calle, en la que, según el presidente de la CUT, será solo un día de protesta y no se convertirá en paro indefinido. Sin duda, esta jornada envía un mensaje claro y contundente que debe escuchar el Gobierno: debe conectarse mejor con el país y tener una interlocución más efectiva con las nuevas dinámicas políticas y sociales. Ahí ha fallado. Además, una facción radical del partido de gobierno ha estigmatizado el discurso y ha dificultado los espacios para dialogar al intentar apagar el incendio con gasolina. Esa circunstancia ha puesto contra los palos a la administración Duque. La oposición siempre es implacable, y el imperio diabólico del Twitter, fiel a su esencia, ha inoculado una agenda de confrontación y ha exaltado un sentimiento de rabia. Esta será, sin duda, una semana tensa y compleja que medirá la temperatura social del país y le tomará el pulso al Gobierno. Si por alguna circunstancia la marcha del 21 es masiva y pacífica, le daría ejemplo a un mundo incendiado.