Pocas veces en la historia reciente de Colombia las Fuerzas Armadas habían estado en medio de un debate nacional tan candente. El último episodio, el de un soldado que abre fuego en un retén violando todos los protocolos y mata a una mujer en Miranda (Cauca), es solo el epílogo de una cadena de excesos en el uso de la fuerza de algunos miembros de la Policía y del Ejército.
Ya el país había quedado consternado con la violación de una niña indígena embera a manos de seis soldados del Ejército hace unas semanas, y los abusos de varios policías han desencadenado violentas protestas sociales: desde la muerte de Dylan Cruz a manos del Esmad hasta la de Javier Ordóñez en un CAI.
El debate sobre cómo se comportan y reaccionan las fuerzas de seguridad del Estado ha tenido profundas implicaciones políticas, jurídicas e institucionales. La Corte Suprema de Justicia, por ejemplo, profirió un fallo en el que le ordena al Gobierno, en cabeza del ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, pedir perdón públicamente por los excesos de la fuerza pública. Se refiere a los cometidos por el Esmad durante las protestas del 21 de noviembre de 2019 y le dice cómo debe actuar, en una sentencia no exenta de controversia que provocó un duro choque de trenes con el Ejecutivo.
En el ámbito político, el tema no puede estar más encendido. La oposición dice que los actos de brutalidad son sistemáticos y pide profundas reformas al Ejército y la Policía. Mientras tanto, el Gobierno advierte que el problema no es institucional y que los excesos son casos aislados que deben ser castigados con todo el peso de la ley. A esto se suma una moción de censura contra el ministro de Defensa en el Congreso liderada por los partidos de oposición.
El tema no puede ser más relevante y preocupante. En momentos en que el país enfrenta una de sus peores crisis económicas y sociales en décadas, cuando la conflictividad social está a flor de piel, la polarización política no da tregua y el posconflicto se está complicando en los territorios con disidencias, guerrillas y bandas criminales masacrando y asesinando a diestra y siniestra, la respuesta del Estado nunca había sido tan determinante.
Y ante estos múltiples desafíos, para que las fuerzas de seguridad puedan responder de la mejor manera ante las amenazas que acechan a la democracia, se necesita más empatía de los gobernantes, más legitimidad en las políticas y más castigo a los abusos de autoridad. Pero, también, más confianza en las instituciones y más respeto por la autoridad.
Sin duda hay grandes razones para que tanto la Policía como el Ejército estén en el ojo del huracán. Todos los colombianos han visto los excesos en todo tipo de videos. No obstante, hay que hacer el debate sin apasionamientos, con información cierta y con un criterio institucional. Porque hay muchos pescando en río revuelto.
Los vergonzosos hechos ocurridos en los últimos meses sin duda mancillan el uniforme, pero no deben comprometer a la mayoría de los policías y soldados honestos y profesionales que arriesgan su vida para proteger a los demás. No deben ser momentos fáciles para ellos cuando los abuchean algunos ciudadanos en la calle o hasta los agreden, como ocurrió con un policía en Cali la semana pasada.
Sin embargo, así como ha habido un rechazo casi unánime contra los abusos de autoridad que han ocurrido, la mayoría de la población mantiene su respaldo a las Fuerzas Armadas. Así lo reveló la última encuesta del Centro Nacional de Consultoría, donde 68 por ciento tiene una imagen favorable del Ejército, y 58 por ciento, de la Policía.
Es un tema que genera rabia e indignación en la ciudadanía, pero a veces no es fácil encontrar en estos casos un equilibrio que logre al mismo tiempo enviar un mensaje simbólico a la sociedad, que se haga justicia con las víctimas y que fortalezca a la institución cuestionada. La presión mediática por justicia muchas veces choca con el debido proceso y los tiempos de las investigaciones. Pero entre el vértigo de la indignación ciudadana y la lentitud de la Justicia hay un camino donde, cuando hay certeza del error, el reconocimiento del perdón y las medidas administrativas ejemplarizantes logran crear confianza y fortalecer la institución.
Si bien hay algo de oportunismo político al momento de pedir reformas de fondo, es innegable que hay que hacer cambios necesarios y urgentes, pero no a modo de tierra arrasada. Parte de la crisis actual en la Policía se debe a una falta de liderazgo reflejada en una ausencia de mando y control en las partes medias y bajas de la pirámide. Esta se traduce en el descontrol de algunas unidades que terminan por afectar el servicio a la ciudadanía y también en excesos por deficiencias en la formación.
De acuerdo con las cifras de la Inspección General de la Policía Nacional, actualmente hay 1.931 investigaciones vigentes por abuso de autoridad que han vinculado a 1.371 funcionarios. De esos, 69 procesos tienen relación directa con los hechos ocurridos entre el 9 y 10 de septiembre de 2020. Entre 2019 y septiembre de 2020 han sancionado a 277 funcionarios, de los cuales 48 fueron destituidos, 35 amonestados, 78 suspendidos y 116 recibieron multas. Pueden parecer cifras altas, pero en realidad para una institución con 160.000 integrantes es un número relativamente bajo. Esto claramente no justifica un solo caso de abuso. Y muchos se preguntan cuántos casos quedan sin denuncia ni investigación.
Otros cuerpos de policía de Latinoamérica tienen a la colombiana como un referente. No obstante, esta viene acumulando problemas estructurales que han crecido y se han agravado con el tiempo sin que nadie tome cartas en el asunto. Esa institución enfrenta un escenario muy complejo derivado del fallo del Consejo de Estado en 2018, que permitió a muchos uniformados retirarse al cumplir 20 años de servicio. Por cuenta de este lamentable fallo, en los últimos dos años más de 17.000 experimentados patrulleros abandonaron las filas.
Tapar ese inmenso hueco se ha convertido en una tarea imposible en cuanto a hombres, experiencia y formación. Hoy, pocos incentivos motivan a los jóvenes a vestir el uniforme. El sentimiento global anti establecimiento, el rechazo a la autoridad, los salarios bajos, los riesgos y las extenuantes jornadas sin duda influyen en el escaso interés de las nuevas generaciones por vincularse a la fuerza pública.Esa realidad ha llevado a medidas desesperadas, como una fallida convocatoria lanzada hace unos meses para llamar a agentes retirados a reintegrarse.
Ese déficit en el pie de fuerza implicó relajar los estándares de incorporación, lo que permitió entrar a las filas a personas que en condiciones normales la institución nunca hubiera aceptado. Mejorar esos procesos de selección y diseñar una estrategia que permita que solo los mejores y más preparados formen parte de la fuerza hacen parte de esas reformas urgentes.
Por el lado del Ejército, el panorama también inquieta. En los últimos años varios escándalos de corrupción a los más altos niveles han golpeado a esa fuerza. Tristemente, se ha vuelto cada vez más común ver generales investigados e incluso capturados por aprovechar sus altos cargos para engrosar sus patrimonios. Parte de ese dinero desviado sale de las arcas de la misma institución, en detrimento de los suboficiales y sobre todo de los soldados, base de la milicia.
Al igual que en la Policía, quienes ingresan o son reclutados por el Ejército no siempre son los mejor preparados porque generalmente provienen de familias con grandes limitaciones económicas que no les permitieron acceder a una educación mínima. Hace pocos años la Defensoría del Pueblo realizó un estudio en el que reveló que el 81 por ciento de los soldados del Ejército provenía de familias en condición de pobreza.
El Ejército, como la Policía, tiene problemas internos de graves injusticias que hacen que pocos quieran ponerse el camuflado. En promedio, cada año reclutan a 90.000 jóvenes para prestar el servicio militar obligatorio. Esa cifra representa el 45 por ciento del pie de fuerza de las Fuerzas Militares. Estos soldados, cuyo servicio a la patria dura 18 meses, no reciben salario. Les dan una bonificación de 8.700 pesos diarios, 263.000 pesos mensuales que los convierten en los funcionarios públicos peor remunerados del país. Justo uno de estos soldados disparó y mató a una mujer en Miranda, Cauca.
En 2017, el Congreso tramitó una ley con el fin de aumentar esa remuneración para pasarla del 14 por ciento de un salario mínimo al 30 por ciento, es decir, 173.000 pesos para soldado. Como el presupuesto del Ejército no aumentó, cumplir esa ley implicó recortar pie de fuerza en 14.000 hombres, el equivalente a nueve batallones. Esos soldados, que pasan meses internados en las selvas y montañas de Colombia, con alimentación e intendencia deficientes, son los mismos que observan que algunos de sus superiores se enriquecen con dinero que les haría la vida un poco menos dura.
Buscar los mecanismos que permitan perseguir y castigar más efectivamente esos casos de corrupción forma parte de las reformas pendientes en el Ejército. Al igual que buscar que los mejor preparados ingresen a esa fuerza, y no los más necesitados.
Hoy, como en pocos momentos de la historia reciente, el país necesita unas fuerzas armadas fuertes, efectivas y legítimas para enfrentar las amenazas que acechan la democracia.
El narcotráfico y la minería ilegal alimentan la guerra y fortalecen los grupos armados ilegales en varias regiones de la nación. Las crecientes masacres y asesinatos de líderes sociales y excombatientes de las Farc o la nueva violencia urbana con sus tentáculos de microtráfico son la expresión más palpable y dramática de la nueva violencia del posconflicto, que hoy, además, tiene a Venezuela como retaguardia. Por eso, Colombia necesita un Ejército y una Policía capaces de combatir y derrotar el crimen organizado con preparación, ética y profesionalismo.