Esta semana llegaron a la Corte Constitucional las fallidas objeciones del presidente Iván Duque a la ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP),  después de su accidentado trámite en el Congreso de la República. El expediente contiene el contundente rechazo de la Cámara a los peros oficiales y el limbo en que quedó el asunto en el Senado. En este, las bancadas que defienden con vehemencia a la JEP aseguran que las objeciones quedaron hundidas, mientras que el Gobierno y su partido, el Centro Democrático, insisten en que no. El Centro Democrático sostiene que al haber contradicción entre lo decidido en Cámara y lo ocurrido en Senado (donde, aseguran, no hubo decisión), la consecuencia es que los seis artículos objetados deben desaparecer del proyecto de ley. Del otro lado están las bancadas que respaldan el acuerdo de paz, que consideran que los 47 senadores que votaron contra las objeciones son mayoría decisoria. De tal forma que, tanto en Cámara como en Senado, el Gobierno salió derrotado, y que ahora procede que el presidente firme la ley íntegra y se olvide de sus objeciones. Le recomendamos: Opciones de las objeciones en la corte La Corte debe determinar quién tiene la razón y definir la suerte final del asunto. Se anticipa que hay dos caminos y ambos conducen a las objeciones a la tumba. Los magistrados tienen una alternativa expedita que consistiría en analizar lo ocurrido en el Senado; el otro camino es más complejo, prolongado y doloroso. El camino de Caperucita Una vía consiste en analizar el quorum real en el Senado para determinar si las objeciones no llegaron moribundas a la Corte, sino ya muertas. El planteamiento mezcla filigrana jurídica con matemáticas. Consiste en que el Senado se compone de 108 curules, a las que hay que restar 14 parlamentarios que presentaron impedimento para votar las objeciones. Así quedaría un quorum de 94. De allí restarían otra curul que sería determinante: la de la electa senadora Aída Merlano, contra quien la Fiscalía profirió orden de captura antes de posesionarse por “corrupción al sufragante agravado”. Le puede interesar: Fin del novelón en el Senado con la JEP Esa circunstancia penal determinaría que opera la silla vacía y el escaño no debe tenerse en cuenta para establecer el quorum. Entonces este sería de 93 y –por ser número impar– la mayoría decisoria sería el número entero siguiente a la mitad matemática. Como esa mitad exacta es 46,5, la mayoría sería 47. Esos son justamente los votos en pro de hundir las objeciones en el Senado. Con esa argumentación, la Corte concluiría que las objeciones hundidas en Cámara y Senado ya no existen y el presidente debe firmar la ley sin más. El camino del Lobo El otro camino, más culebrero, implicaría que los magistrados aborden la pregunta de fondo sobre si las objeciones que Duque envió al Congreso podían ser tramitadas. El quid allí es que si bien el presidente tiene la facultad de objetar, sus reparos frente a una ley estatutaria que ya pasó por la Corte Constitucional deben referirse estrictamente a razones de inconveniencia política, social o económica. Para algunos magistrados, esa restricción no se cumplió y Duque realmente presentó seis objeciones de inconstitucionalidad bajo el rótulo de objeciones de inconveniencia. EL presidente asumió un costo alto, se echó encima al Congreso, a la Corte y a la Comunidad Internacional. además, cohesionó a la oposición. Para llegar a esta conclusión, la Corte tendría que analizar una a una las seis objeciones y enfrentarlas a los múltiples fallos que tocan esos temas, a fin de sustentar que, efectivamente, los reparos ya fueron objeto de análisis y aprobación constitucional. Este camino podría implicar que la Corte haga aclaraciones jurídicas sobre algunos puntos, pero lo más trascendental sería el choque político que generaría. Reviviría el discurso del uribismo según el cual no hay real división de poderes, pues la rama judicial no respeta la facultad del Ejecutivo para objetar proyectos de ley e invade las competencias del Legislativo. En virtud de ello –dice el uribismo–, habría que pensar en una Asamblea Nacional Constituyente. Está muy claro que ya sea por el camino llano de las cuentas en el Senado o por la trocha azarosa de la improcedencia de las objeciones presidenciales, la Corte dará sepultura definitiva al asunto. Otra salida es inviable, ya que dejar vivas las objeciones implicaría anular la jurisprudencia que han expedido los magistrados constitucionalistas en los últimos años sobre el acuerdo de paz. El gran interrogante es si para el presidente Duque valía la pena sufrir el desgaste que ha tenido por el trámite de las objeciones para volver al punto de partida. La respuesta es que políticamente no tenía alternativa. Al ser él el candidato de Uribe, del Centro Democrático y del No en el plebiscito, no podía hacer otra cosa. En realidad, algunas de las objeciones a la ley estatutaria de la JEP eran constructivas y podían haber llegado a mejorar el acuerdo. Pero ya el momento del debate había pasado, y el Gobierno no tenía las mayorías en el Congreso. Además, había un elemento de costo-beneficio. Pulir unos artículos del acuerdo no justificaba poner en riesgo la seguridad jurídica de 7.000 desmovilizados, que de por sí consideran que el Estado no les ha cumplido. Esa percepción es, en gran parte, el origen de las disidencias de las Farc. En todo caso, Duque, sin lugar a dudas, asumió un costo político muy grande. Se echó encima a la Corte Constitucional, al Congreso y a la comunidad internacional, los cuales consideran que los acuerdos son un compromiso de Estado que el Gobierno tenía que respetar. Los temas relevantes que dependen de la Corte son la fumigación con glifosato, las demandas a la Ley de Financiamiento, la ley del Plan Nacional de Desarrollo y las objeciones a la ley estatutaria de la JEP. Todos estos son fundamentales para el Gobierno de Duque y por cuenta de las objeciones pueden estar en el limbo. Con el Congreso el problema era de gobernabilidad. La mayoría de los congresistas había apoyado el proceso de paz durante el Gobierno de Santos, y sin mermelada no era fácil voltearlos. Duque hizo honor a su palabra de no entregar contratos y puestos a rodo para lograr su cometido, lo cual le generó un gran costo político en el Congreso. Las objeciones a la JEP lograron no solo unir la oposición, sino que los independientes, como Cambio Radical y el Partido Liberal, votaran en contra y que se dividieran partidos de Gobierno como La U y los conservadores. En cuanto a la comunidad internacional, la respuesta a favor de la JEP fue unánime. La Unión Europea, las Naciones Unidas y los países garantes se agruparon en una sola voz para pedir respeto por lo pactado en La Habana. Incluso Estados Unidos, cuyo embajador en Colombia apoyaba al Gobierno en ciertos aspectos de las objeciones, acabó desautorizado por su embajador ante las Naciones Unidas, quien se sumó al resto de los países del Consejo de Seguridad en el respaldo a la JEP. Pero como no hay mal que por bien no venga, y la derrota del Gobierno le va a servir al presidente de alguna manera, él le puede decir a sus tropas que trató e hizo lo que pudo, lo cual es verdad. También puede argumentar que el hundimiento de las objeciones marca un punto de inflexión en las relaciones del Ejecutivo con el Congreso. Hace décadas que un Gobierno no era derrotado en el Parlamento en un tema simbólico que se había convertido en un punto de honor. Ante la nueva realidad, al presidente se la abre la oportunidad de implementar un nuevo esquema de relación con el Legislativo. Esto debe partir de distinguir entre los conceptos de mermelada y de representación política, algo natural y esencial en cualquier democracia.