espués de la masacre de Bojayá, en la que 79 personas murieron asesinadas en la iglesia por la explosión de un cilindro bomba lanzado por guerrilleros de las Farc, el pueblo sufrió una diáspora total. En cuestión de horas quedó deshabitado y los sobrevivientes desaparecieron sin que el Estado supiera de ellos durante un buen tiempo. Muchos navegaron el río Atrato y llegaron hasta Quibdó, donde construyeron sus casas como pudieron. Tumbaron selva u ocuparon lotes baldíos en los que levantaron ranchos con tablas o trazas de árboles caídos.Hoy, en barrios como Bahía Solano, Itsmina, Yesca, Yesquita vive la primera generación de los hijos de Bojayá, pero también de otras violencias; niños y jóvenes de padres desplazados por tomas guerrilleras, masacres paramilitares. Otros llegaron allí muy pequeños porque sus padres dejaron sus territorios ancestrales empujados por historias aterradoras. Según el Registro Único de Víctimas (RUV), en Quibdó hay 89.000, pero las autoridades consideran esas cifras por debajo de la realidad, ya que hay muchas más víctimas. La cifra preocupa si se tiene en cuenta que en la ciudad viven 250.000 habitantes.Le sugerimos: Salvados del crimenUna parte de esos jóvenes, en medio de una enorme pobreza, no pudieron terminar el colegio ni encontrar un trabajo digno, más allá de la minería, y mucho menos tener una educación superior. A falta de sitios de esparcimiento, canchas, bibliotecas, se refugiaron en corrillos de amigos que se reunían en cualquier esquina para compartir historias, gustos y penurias. Los jóvenes y sus grupos, con los que improvisaban canchas de fútbol y marcaban territorios como propios, se sentaban a charlar, a burlarse de cualquier desprevenido. Con el tiempo, los llamaron pandillas.John Palacios Mosquera, politólogo y secretario privado de la Alcaldía de Quibdó, dice que en este municipio las pandillas constituyen “una manifestación social, el encuentro de un grupo de muchachos que se reúnen en un entorno común para compartir”. Y aclara que pertenecer a una “no es un delito, el posible delito está en las acciones que pueden cometer algunos de sus individuos, por lo que no se puede ni generalizar ni mucho menos estigmatizar”.Klaus Cólver Rey Arriaga, coordinador de Juventud de la Alcaldía de Quibdó, dice que después las pandillas empezaron a armar algunas peleas, desórdenes; salían a atracar por las calles de Quibdó. Pero cuando hace más de diez años el microtráfico se volvió una empresa criminal organizada por grupos de desmovilizados, una parte de las pandillas se transformaron. Pasaron de usar palos y cuchillos de cocina en sus atracos a portar trabucos, pistolas, revólveres y, en algunas ocasiones, hasta fusiles AK-47 y granadas.Puede leer: Oportunidades, el gran reto“Quienes tenían acceso a esas armas influenciaron todo: los grandes ejércitos ilegales que los iban empleando. Yo en las pandillas veo jóvenes que no tuvieron oportunidades ni otras alternativas. Veo jóvenes padres de apenas 14, 15 o 16 años. Jóvenes que tienen una necesidad importante en sus casas y nadie las suple. Veo también a esa primera generación de víctimas que no han sido reparadas o que no han sido registradas en el RUV. Cuando empezó la violencia, uno revisaba los judicializados y veía que eran jóvenes víctimas o que salían de prisión a volver a la conducta delictiva”, dice Rey Arriaga.Guido Perea*, de 26 años, tuvo pandilla: un grupo de amigos con los que se reunía en la esquina del barrio a jugar fútbol. Él tenía algún talento y terminó en la Sociedad Deportiva Aucas de Quito (Ecuador). Sin embargo, los negocios ilegales que sus hermanos tenían con el Clan del Golfo lo llevaron a la cárcel como supuesto cómplice de extorsión. “Yo estuve preso, la primera vez fue complicidad, pero no había prueba, era un montaje. Ya la segunda vez sí andaba en lo mío. En esa primera vez aprendí del bandidaje, eso fue en 2013, tenía 22 años. Cuando salí, lo hice como comandante de los Urabeños en Quibdó. A los 7 meses me capturaron cuando estaba cuadrando una extorsión a un tipo que le estábamos cobrando 100 millones de pesos”, dice Perea, que ahora es rapero.Después de su primera visita a la cárcel, volvió, pero a la de Bellavista, en Medellín, donde aprendió que sus jefes tenían todas las comodidades en prisión mientras que él comía casi sobras. Se hizo capo en la cárcel y después de pagar condena volvió a su tierra para formar su propia banda y no servirle a nadie. Pero en 2016 le mataron a su mano derecha.Le recomendamos: Ahora construyen su futuro en la cancha“Duré 16 meses con mi propia banda, sin trabajarles a otros. Teníamos fronteras invisibles en todos los barrios de Quibdó. Esos fueron días difíciles porque aquí se mataba a diario, hasta que nos llamaron a hacer una vuelta y yo estaba confiado, cuando empecé a llamar a mi pana y no me contestaba, hasta que finalmente me dijeron que se estaba muriendo en el hospital. En el velorio un compañero me dijo que ya habíamos hecho muchas maldades. Me puse a reflexionar, me fui sin seguridad para mi casa y empecé a planear cómo salir del crimen”. Un tío diputado le dijo que tenía que dejar el delito de inmediato y sacar a los muchachos bajo su mando, pero Perea sabía bien que era necesario suplirles necesidades, darles para comer. Buscó unos cuantos patrocinadores para el sostenimiento del combo, y entonces los atracos bajaron y se acabaron las peleas con otros combos. “Yo veía que la única forma de sacarlos era que todos estuvieran bien. El pueblo se fue calmando. Porque antes se mataban dos y tres cada día, y la gran muestra de que todo iba por buen camino fue cuando logramos que las bandas se desarmaran para las fiestas de San Pacho de 2017. En esos días, tradicionalmente violentos, no hubo ni un asesinato. Todo el pueblo se dio cuenta de que estos muchachos querían una segunda oportunidad, pero ellos necesitan atención, porque usted no me ha preguntado, pero a esta hora del día muchos de ellos no han comido”.El 17 de septiembre de 2017 se reunieron en un coliseo de la ciudad –donde estuvieron como garantes líderes del Comité del Paro Cívico, un represente de la Arquidiócesis, hombres de la Policía y miembros de Colombia Joven– más de 300 jóvenes que hasta ese momento pertenecían a alguna pandilla. Se comprometieron a no volver a sus actividades delictivas; mientras tanto, la Alcaldía asumió el deber de ofrecerles alternativas reales de educación, salud, empleo. Según el alcalde de Quibdó, Isaías Chalá, ahora concentran todos los esfuerzos en encontrar una oferta institucional para construir una paz duradera en la ciudad. “Para esto, contamos con el apoyo de la Fiscalía y de la Presidencia. Hay que recordar que esos jóvenes no tuvieron un futuro y que ahora se lo debemos brindar”. Desde la Alcaldía han entendido que las pandillas nacen para divertirse, para pasar el tiempo. Pero también que los problemas llegan cuando estructuras armadas dedicadas al narcotráfico o la delincuencia les ofrecen un futuro inmediato con dinero, motos y droga a cambio de un trabajo. Por eso, Chalá aclara: “Estos muchachos pueden volver a su esencia, pero debemos ofrecerles oportunidades y esa es nuestra gran apuesta”.• *Su nombre fue cambiado para proteger su seguridad.