En la primera boleta —en realidad era una carta de pocas palabras mal escrita— que recibió Gabriel Velasco, le dieron un plazo de dos horas para comunicarse con el líder de la banda criminal que controla la zona norte de Quibdó, Chocó. Le comunicaba oficialmente que su pequeña tienda entraba a formar parte de la nómina de extorsión, que golpea con fuerza a esta ciudad. Gabriel se negó. No solo desestimó el llamado, sino que arrojó el papel a los pies de quien se lo entregó: un niño menudo, descalzo, de apenas 12 o 13 años. Al otro día, tres sicarios entraron a su negocio, decididos a matarlo.
Gabriel se salvó, pero su hijo de 14 años no. Los pistoleros encontraron solo al menor, que quiso refugiarse entre los barrotes negros del pequeño establecimiento, sin embargo, no fue suficiente. Cuatro balas lo mataron: dos en el tórax, una en el brazo izquierdo y la restante en la cara.
El segundo mensaje fue entregado con sangre, aquí nadie desafía a los que tienen el control de la ciudad, y para quienes lo hacen hay dos caminos, la muerte o el exilio. Gabriel sufrió la muerte de su hijo y cerró la tienda, no había una razón más para luchar.
La zona norte de Quibdó tiene 23 barrios, en su mayoría invasiones de grandes migraciones de otras poblaciones del Chocó cuando el conflicto armado se ensañó con ese departamento entre 1990 y 2004. Las calles de muchos sectores aún están sin pavimentar, no hay acueducto y mucho menos alcantarillado. Por las calles de cada barrio solo caminan los residentes conocidos o quien tenga permiso de la banda criminal dueña del territorio. No se pueden saltar barreras invisibles, ni invadir, así sea con medio paso, el terreno de otros.
Eso quedó claro el miércoles 21 de abril, cuando la pandilla del Loco Yam retuvo, asesinó y desmembró a tres niños recicladores en el sector Los Claveles, del barrio Buenos Aires, también de la zona norte. El reporte de las autoridades dice que los tres menores –de 17, 12 y 11 años– se dedicaban al reciclaje y quisieron entrar al barrio sin permiso.
Los abordaron alias Ganya, Andresito, Carlos Mario, Járlinson y seis miembros más de la pandilla del Loco Yam, los llevaron a una quebrada, los golpearon, atacaron con arma de fuego y luego los desmembraron con machetes. Una sevicia que es apenas la punta del iceberg de lo que sucede en Quibdó.
El personero de esa ciudad, Domingo Ramos, cuenta que lo que está ocurriendo es producto de la incubación del delito por varios años. Asegura que Quibdó está dominada criminalmente por los Urabeños, que tienen varias pequeñas estructuras a su servicio, como la pandilla del Loco Yam; y los que se hacen llamar Mexicanos, que tienen el padrinazgo del ELN.
Estas dos macroestructuras se han repartido la ciudad para tener el control del microtráfico y, lo más importante, disponer de los establecimientos comerciales para exigir extorsión en cuotas mensuales, algunas millonarias. En Quibdó no se salva nadie, ni el tendero de barrio, ni las multinacionales como Postobón, que cerró sus puertas tras varios pedidos de extorsión, ataques con disparos en la fachada y un robo de mercancía en la sede principal del centro de la ciudad.
“Ellos mandan una boleta con un niño y si uno no llama empieza un proceso de intimidación hasta que el comerciante cierra o cae asesinado”, cuenta un miembro de la Asociación de Comerciantes de Quibdó.
El más reciente caso de intento de homicidio a un comerciante ocurrió en el centro de la ciudad dos días después de la muerte de los niños en Buenos Aires. Un sicario llegó hasta un negocio e intentó asesinar al propietario, las balas rozaron el cuello y la mejilla derecha de la víctima. Se salvó de milagro, dicen otros comerciantes. Hoy ese negocio está cerrado.
Según cálculos de la Asociación de Comerciantes de Quibdó, en el último año se han cerrado al menos 100 negocios, que no aguantaron la presión de las extorsiones. “Aquí se piden vacunas de hasta 100 millones de pesos, ¿qué comerciante en medio de una pandemia tiene esa plata?”, agregan.
En el caso de las tiendas de barrio, muchas han optado por no vender ninguna clase de licor, porque eso representa pérdidas. En una muestra superior de poder, los líderes de las bandas exigen a los tenderos proveerlos de aguardiente, ron o whisky cuando están de celebración. “Aquí mandan a un muchachito y nos dicen que fulanito manda a decir que le mande dos o tres botellas para la fiesta, ¿y entonces a uno qué le toca hacer?, enviárselas para evitar problemas”, denuncia el propietario de un pequeño establecimiento en el barrio Kennedy, centro de la ciudad.
Los menores como escudo
Al menor que le entregó la boleta extorsiva a Gabriel lo capturaron días después. Por su edad no procedía judicialización alguna, tampoco estaba obligado a declarar para dar con el paradero de los asesinos del hijo de Gabriel. El caso, hasta ahora, no ha avanzado mucho.
Eso precisamente es lo que buscan quienes los reclutan: tener soldados que no puedan ser judicializados. “Ellos utilizan estos niños de campaneros, también para que lleven los panfletos de extorsión a los establecimientos comerciales y, en muchas ocasiones, son ellos los que disparan a estos negocios para poder intimidar y que se produzca el pago de las vacunas. Los niños son instrumentos y ellos los llaman sus soldados”, cuenta el personero Ramos.
Los niños son instrumentos activos de esta nueva ola de violencia en Quibdó. De acuerdo con el grupo de veedores Transparencia por Chocó, en los últimos 18 meses han sido asesinados más de 157 jóvenes en esa ciudad.
En esa dolorosa cifra están los tres menores brutalmente atacados en Buenos Aires. Todo apunta a que la pandilla del Loco Yam, que controla Buenos Aires, Los Claveles y Las Palmeras, al verlos en la zona, creyó que eran emisarios de otras estructuras que estaban pisando sus terrenos. Los amedrentaron, les cortaron las piernas, las manos y luego les dispararon en medio de una quebrada que pasa por la zona. La zona norte es una de las más vulnerables de Quibdó, la mayoría de personas son desplazadas y se dedican a labores informales. “Si llevan para el desayuno, difícilmente les alcanza para el almuerzo”, cuenta el personero Ramos.
Quibdó tiene una tasa de desempleo por encima de los 22 puntos porcentuales, ninguna otra ciudad de Colombia presenta números de desocupación tan elevados. “Aquí hay un círculo vicioso, los violentos tienen en jaque al comercio, el comercio cierra y eso genera más desempleo, el desempleo genera más violencia”, dice un veedor ciudadano que prefiere omitir su nombre.
En la zona norte no hay canchas, ni espacios propios para la recreación de los menores. Es un territorio hostil, de calles sin pavimentar y callejones que conducen a quebradas y zonas selváticas. El punto de encuentro para quienes deseen compartir un rato de esparcimiento es la esquina de la cuadra, porque en 23 barrios no hay un solo parque.
Quibdó tiene un atraso urbanístico marcado y un olvido estatal que ha contribuido a potenciar la violencia. Las autoridades tienen registro de ocho estructuras criminales que operan en Quibdó, y que se fortalecieron en los primeros días de la cuarentena de 2020. Estos grupos empezaron a impartir su autoridad declarando toques de quedas zonales y la multa para quien no cumpliera era la muerte.
La ciudadanía cumplió en nombre de la pandemia. Incluso algunos miembros de la administración local vieron con buenos ojos la autoridad en manos de particulares, pero, como era de esperarse, el monstruo creció y ahora es difícil de controlar. El mismo presidente Iván Duque fue informado de esta situación. Viajó con una comitiva en octubre del año pasado, recorrió algunas calles en la noche y prometió atacar la delincuencia para que “la tranquilidad retorne a los hogares chocoanos”. Al otro día se marchó y la violencia siguió su rumbo sin mayores contratiempos.
La otra pandemia
A Yajaira Palacios la llamaron dos días después del robo de su moto Yamaha Bws II. Los mismos ladrones que la intimidaron con arma de fuego y la despojaron del vehículo le exigían tres millones de pesos para devolver lo hurtado. “Nosotros no nos queremos quedar con esto, solo es que usted pague y tendrá lo suyo de nuevo”, le dijeron.
Ella no accedió al chantaje por una razón muy simple: ¿para qué recuperarla si en cualquier momento y en otro punto se la robarían de nuevo? El hurto con fines extorsivos se ha normalizado en Quibdó. La ciudadanía, temerosa, accede a pagar para recuperar lo que le fue arrebatado por la fuerza. Los ladrones no venden lo hurtado, lo renegocian con el mismo dueño.
Los líderes de las bandas delincuenciales estudian previamente a la víctima: saben dónde vive, con quién se relaciona y su capacidad económica para responder por lo que ellos mismos le quitan. Es un toma y dame, primero ejercen como verdugos y luego se presentan como salvadores, mediadores para que la ciudadanía recupere sus objetos hurtados. Crean un problema para inmediatamente aparecer con la solución.
El robo en todas sus modalidades está disparado en Quibdó, desde raponazos hasta grandes operaciones, como el atraco a la sede de Postobón, son pan de cada día. “Las mujeres no se pueden montar a un ‘rappi’ (mototaxi) con el bolso al lado, porque llega otra moto y se los arrebata. El comercio del centro debe atender con el cuchillo entre los dientes, porque en cualquier momento aparece una banda de muchachos y desocupa todo”.
El coletazo de la violencia
Quibdó tiene más de 126.000 habitantes y una posición geográfica rodeada de selva en medio del imponente río Atrato. Por años ese fue un fortín de las Farc para delinquir y transportar droga hacia el Urabá y el Pacífico chocoano. Luego llegaron los paramilitares y en el Chocó se vivió uno de los más intensos campos de batalla.
A Quibdó se trasladó esa disputa rural, además de centenares de desplazados de territorios golpeados como Bojayá. La ciudad se convirtió en un epicentro de la nueva violencia, cada vez más agudizada por la falta de empleo, intervención social y abandono estatal.
Con la salida de las Farc de la zona llegó el ELN, que mantiene el control de las rutas en sectores rurales, pero creó la célula urbana Mexicanos para adueñarse del microtráfico y oficializar el impuesto a la guerra para todo el comercio. Del otro lado, están los herederos del paramilitarismo: las pandillas sucursales del Clan del Golfo, que hace exactamente lo mismo que los Mexicanos en barrios y comercio del centro de la ciudad. Los quibdoseños financian un conflicto que no les pertenece.
Estas estructuras reclutan jóvenes en los barrios más vulnerables y los envían a entrenar por meses a zonas rurales, luego regresan para ser soldados de la criminalidad, cuidar los territorios y asesinar a quienes no paguen impuestos o a cualquier extraño que cruce una frontera invisible sin una justificación de peso.
El coctel delictivo en Quibdó tiene todos los componentes: poca fuerza pública, nula intervención social, abandono estatal, una ciudadanía atemorizada y el desempleo en niveles históricos, lo que les asegura soldados nuevos a los grupos armados. La ciudad transita por las sendas del dolor y la angustia. No hay paz, porque la violencia encontró todo para ser feliz allí.