En apenas seis meses el contralor general, Carlos Felipe Córdoba, logró presentar, tramitar y sacar adelante una reforma constitucional que implica ocho debates en el Legislativo, cuatro en Cámara y cuatro en Senado. La iniciativa es, por un lado, el revolcón de más hondo calado que haya tenido la Contraloría. Y de otra parte, el más significativo ajuste al Estado en lo que va del Gobierno de Iván Duque, quien ha visto naufragar prácticamente todos sus proyectos tras no lograr que el Congreso le camine. Varios factores explican el sorprendente éxito de Córdoba. Parte de su triunfo proviene precisamente del estancamiento que el Gobierno tiene en el Congreso dada la determinación del presidente de no dar mermelada. El contralor aprovechó ese ‘desierto’ con habilidad política y un carisma que le permite tener buena llegada entre los legisladores. Es decir, Córdoba vio la sed por la que pasan los parlamentarios y se acercó para socorrerlos. Según una investigación de La Silla Vacía, al menos 24 de 52 contralores provinciales son fichas de congresistas y el contralor general ordenó sus nombramientos entre enero y mayo.
También influyeron las bondades del proyecto de reforma. A primera vista la iniciativa resulta taquillera porque se trata de robustecer la Contraloría, modernizarla y dotarla de verdaderos dientes. Nadie puede afirmar que esta entidad sea eficiente cuando el año pasado, con 4.000 empleados y un presupuesto de 570.000 millones de pesos, detectó robos por 23 billones de pesos pero solo pudo recuperar el 0,4 por ciento, es decir, 94.000 millones de pesos. “Eso significa que de cada mil pesos que se come la corrupción solo se recuperan 40 pesitos”, explica el exministro Luis Felipe Henao. Evidentemente, tal como está la Contraloría no sirve. Córdoba logró aglutinar varias fuerzas políticas en torno al propósito de hacer de su entidad un duro mazo contra la corrupción. Y una veintena de congresistas se montaron al bus (8 del Partido Liberal, 5 de Cambio Radical, 4 del Centro Democrático, 2 de La U y 1 Conservador). Muchos otros se sumaron por el camino, seducidos por algo de mermelada, convencidos de la reforma o influidos por el lobby que los ocho sindicatos de la Contraloría desplegaron en el Capitolio. Todos esos ingredientes hicieron que la compleja reforma saliera adelante en tiempo exprés, un logro que el Gobierno quisiera para sus proyectos. La reforma definitivamente robustece a la Contraloría. A pesar del hueco de desfinanciamiento del Estado y los recortes, el Congreso aprobó duplicar su presupuesto diferido a tres años así: el primer año 250.000 millones de pesos, el segundo 250.000 millones y 136.000 millones en el último. Cuando Felipe Córdoba termine su periodo en 2023 la entidad tendrá un presupuesto de 1,2 billones de pesos.
En los últimos debates la reforma tuvo momentos críticos. Muchas voces cuestionaron que el aumento del presupuesto generaría un engorde burocrático a favor de Córdoba y que por lo tanto la reforma debería operar solo a futuro. El contralor rechazó este cuestionamiento. Explicó que los funcionarios de carrera, no de libre nombramiento, ocupan el 96 por ciento de la planta de la entidad, y que los nuevos recursos permitirían profundizar ese esquema. Además, consideró inconcebible que la entidad no contara con expertos como grafólogos, documentólogos o ingenieros ambientales.
Las principales figuras y adversarios de la política se alineron para acabar con las contralorías territoriales, pero ni aún así lo lograron. Los gremios se preocuparon mucho por la posibilidad de que el contralor consiguiera poderes absolutos que le permitieran coadministrar cada uno de los rubros del Estado. Expertos como Jorge Humberto Botero, Guillermo Perry y Armando Montenegro encendieron las alarmas. Perry escribió una columna en la que enumeró cinco peros al proyecto. El primero: que la Contraloría por medio de la figura del control ‘preventivo y concomitante’ en la práctica entraría a coadministrar. Generaba gran temor que cada acto administrativo tuviera que venir acompañado de la firma aprobatoria de un contralor. Hace años la Corte Constitucional eliminó ese requisito porque detrás de cada firma había una mordida. “Antonio Hernández, el mejor contralor de los últimos 30 años, utilizó en dos oportunidades la ‘función de advertencia’ para evitar grandes errores. Pero Sandra Morelli libró más de 1.000 que paralizaron la administración, antes de que la corte declarara inconstitucional esta competencia”, señaló Perry. Así recordó que Felipe Córdoba fue vicecontralor de Morelli. Con la reforma aprobada la entidad duplicará su presupuesto en los próximos tres años. El contralor Córdoba también le salió al paso a esa crítica. Celebró varias reuniones con los gremios para convenir una serie de claridades que quedaron incluidas en el texto del proyecto. Eso apaciguó un poco las aguas y despejó el camino. “Después de grandes debates el proyecto queda incluyendo un control preventivo, no previo, no coadministrará, será excepcional, no tendrá poder vinculante y estará en cabeza del contralor general”, explicó el alto funcionario.
Quienes respaldan el nuevo instrumento del control preventivo aseguran que este le permitirá a la entidad intervenir oportunamente y no después, cuando ya solo quedan los platos rotos. En palabras del representante César Lorduy: “Hoy la Contraloría puede afirmar que todo lo que se haya hecho mal, fue a sus espaldas. Al final de todo proceso ella solo llega a recoger las cenizas que dejaron los corruptos, que se transportan en Lamborghini, mientras la entidad lo hace en bicicleta. Con esta reforma eso cambia”. Pero la más memorable de las batallas que enfrentó el proyecto de reforma giró en torno a las contralorías territoriales. Verdaderos pesos pesados de la política, normalmente adversarios entre sí, se pusieron de acuerdo para eliminarlas por costosas e ineficientes. En el país de la polarización existe un raro consenso: que las 64 contralorías territoriales que dependen de los Concejos y Asambleas son un ente paralelo, costoso e ineficiente como ninguno otro en el Estado. Germán Vargas Lleras escribió en su columna en El Tiempo que “la Contraloría General cuesta anualmente 570.000 millones y las regionales, cerca de 400.000. Estas últimas solo recuperan el 0,02 por ciento de los recursos involucrados en procesos de jurisdicción coactiva”. Y pidió “aprovechar esta oportunidad para eliminar de tajo las contralorías territoriales, como lo he propuesto por años”. Con el exvicepresidente se alinearon figuras del Senado como Álvaro Uribe, Gustavo Petro, Rodrigo Lara y el ponente del proyecto Roy Barreras, entre otros. Pero resultaron derrotados. Una serie de congresistas, como los liberales Miguel Ángel Pinto y Julián Bedoya, y Juan Felipe Lemus, de La U, cerraron filas en pro de mantener las territoriales. Lograron mover la maquinaria del Congreso y se impusieron con el controvertible argumento de que “todo lo que tenga que ver con control hay que mantenerlo”. Frente al punto, el contralor Córdoba jugó la carta de la prudencia estratégica. Afirmó guardarle respeto a la independencia de los congresistas y que acataría lo que decidieran. “La Contraloría presentó un proyecto y su labor se circunscribió a defenderla con argumentos. No le pusimos límites al Congreso, porque no tenemos esa facultad. Ni mucho menos planteamos trueques, porque no solo es antidemocrático sino que no es la forma como actuamos nosotros”, le dijo Córdoba a esta revista. El contralor general sabía que si se la hubiera jugado por eliminar los entes regionales, cómodo fortín de los políticos, habría perdido la posibilidad de sacar adelante su proyecto. La iniciativa habría caído de inmediato en un limbo antes de terminar hundida Sin la oposición del contralor, la maquinaria hizo lo suyo: dejó intactas las territoriales al aprobar y votar el proyecto en su octavo debate. Le corresponde ahora a Córdoba probar, en los tres años que le restan con una entidad repotenciada, que solo de ese modo el país podía dar el salto hacia un control fiscal contundente, oportuno y eficaz. Y que este va a funcionar como espera la opinión pública.