“Vamos donde Harry”. Hasta hace apenas unas semanas, empresarios, diplomáticos y congresistas decían esa frase a la hora de cuadrar un almuerzo o una cena en Bogotá. El restaurante Harry Sasson era uno de los sitios más concurridos y apetecidos del poder. Pero su sede, esa emblemática casa, ubicada en la carrera novena con 75, ahora luce con una soledad que duele.
Los restaurantes fueron los primeros en cerrar y serán los últimos en abrir. Muchos no resistirán al enemigo microscópico.
Para entrar hay que cambiarse de ropa, rociarse desinfectante y ponerse traje de seguridad, gorro, polainas, guantes. Las mesas –en donde solían discutir en voz baja asuntos cruciales del Estado– están arrumadas en una esquina y el enorme salón central –donde de una mesa a otra se saludaban personajes clave del país– es ahora un centro de empaque lleno de cajas de todos los tamaños.
"Somos una familia y la familia hay que cuidarla": Vea la entrevista con Harry Sasson
La ciudad a su alrededor está casi vacía, pero el restaurante opera a todo vapor. Decenas de personas van de un lado a otro, casi en silencio, a gran velocidad. “Pienso todos los días cómo no me di cuenta de que esto se venía, si el virus estaba en varios países y el mundo hoy no tiene fronteras. Pienso qué será de nosotros. ¿Qué va a pasar con un comedor como este?”, se pregunta el empresario con la voz entrecortada y un gesto de melancolía.
“Aquí nadie se está reinventando. Estamos apenas sobreviviendo”, dice el chef, el primero en hablar de la desesperanza y los miedos que invaden los restaurantes. Decidió abrir domicilios solo para resguardar a sus 180 empleados. “Son mi familia. Y a la familia hay que cuidarla”, agrega. Tiene abierto solo uno de sus siete restaurantes y allí trabajan 40 personas, por ahora. Los demás esperan en casa. “Solo me queda respirar. Respirar profundo”, agrega.
Los restaurantes fueron los primeros establecimientos absorbidos por la parálisis súbita que provocó el enemigo microscópico que resetea al mundo, y todo indica que también serán los últimos en salir de la postración. Ese momento llegará demasiado tarde para muchos establecimientos cuya historia ya habrá concluido para cuando exista una vacuna o el miedo de salir quede atrás. Según Acodrés, la Asociación Colombiana de la Industria Gastronómica, de los 90.000 establecimientos solo el 18 por ciento opera, el 24 por ciento cerró definitivamente y el 58 por ciento resiste cerrado.
El final de un restaurante no solamente se lleva 1,5 millones de empleos en Colombia, según cálculos. También produce una agonía sentimental, un sinsabor, porque en cada una de esas mesas los colombianos tienen muchos de sus mejores recuerdos. ¿Quién no atesora un momento en el que se mezcló un aroma exquisito con una escena inolvidable? Una pedida de mano, un cumpleaños, un aniversario o simplemente ese compartir cotidiano con los seres queridos. “Cuando llegó la pandemia sentí un frío en el pecho. Tuve miedo. Pensé en Picaflor, en Cyrano, en los que no resistieron. Y supe que tenía que darle un revolcón a esto, porque Yanuba ha sobrevivido a todo y no se podría esfumar con el coronavirus”, cuenta Fernando Sáenz, gerente de este familiar restaurante capitalino abierto en 1947.
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Los empleados de Yanuba hicieron carteles con mensajes para sus clientes que pegaron en las ventanas. "Nos reinventamos por ti", dicen. Foto Juan Carlos Sierra
Hay quienes ya perdieron o están a punto de perder esa lucha de la subsistencia. “Yo no tenía cómo aguantar”, dice el chef Juan Felipe Camacho, dueño de Donjuán y María, en el centro histórico de Cartagena. Pagaba arriendos a precios de las mejores ciudades del mundo, pero con la pandemia el solo canon se lo llevó en dos meses. Esta semana comenzó, en medio del desasosiego, a desmontar para cerrar en definitiva después de 11 años. “Nuestros clientes eran los turistas y sin turistas no hay cómo seguir. Para ser más claro, el turismo para Cartagena es como el petróleo para Colombia, una dependencia total”, asegura.
Lea la entrevista completa del dueño de Don Juan y María: "Sin turistas no hay negocio"
Después de 11 años de trabajo, Juan Felipe Camacho cerró sus dos restaurantes en el Centro Histórico de Cartagena. No pudo seguir pagando el alto costo de los arriendos.
A 1.000 kilómetros de distancia, a una cuadra de la plaza de Bolívar, uno de los mayores íconos del centro de Bogotá también se desvanece. La Puerta Falsa, abierto en 1816, asegura que no tiene cómo resistir. Ya despidieron a sus 14 empleados. “Pudimos pagarles hasta el mes de mayo con la liquidación. No tuvimos de otra”, cuenta Carlos Sabogal, dueño del negocio. Ni siquiera intentaron entrar a domicilios porque sin ingresos no tenían cómo comprar para comenzar a vender. “Podíamos tener más pérdidas. Por ejemplo, si yo compro diez tamales y solo vendo uno, al siguiente día voy a tratar de vender los nueve restantes, pero no van a estar frescos. El problema es que no los puedo botar a la basura porque no tengo dinero”, agrega Sabogal. A sus 84 años, dice que nunca en su vida había sentido tanta angustia. Lea la entrevista completa
La Puerta Falsa no ha abierto desde que comenzó la cuarentena. Después de casi dos siglos de ser testigo de la vida de Colombia está agonizando. Foto: Juan Carlos Sierra.
El coronavirus cortó de un tajo y sin compasión una tradición entrañable de la sociedad. En el mundo de ayer –hace un par de meses– ir a comer afuera era tal vez una de las experiencias más placenteras. Implicaba departir con amigos una comida rica. El gran plan. Ahora los restaurantes que aspiran a subsistir se ven obligados a transgredir su esencia. “No hay nada como ir a un negocio que te trae recuerdos, nostalgia de tantos años, eso es imposible trasladarlo a las casas”, cuenta Carlos Contreras, la tercera generación a cargo del Tony, un restaurante en Bucaramanga que abría las 24 horas. “Todo lo que está sucediendo va en contrasentido a lo que queremos y sabemos hacer”, dice resignado José Augusto Pajares, socio y fundador de Pajares Salinas, otro de los emblemas de la alta cocina en Bogotá.
Pajares Salinas no ha salido a domicilios porque sienten que lo que hacen en el restaurante es ireemplazable. Pero están llegando a un punto insostenible financieramente. Foto: Karen Salamanca.
Los restaurantes han encontrado en el servicio a domicilio un salvavidas. Pero apenas significa unos paños de agua tibia. “Las ventas no superan el 10 por ciento. Pedí un préstamo para poder pagar la nómina. Siempre le he dicho a este sitio ‘mi barquito’. Es mi vida. No lo voy a dejar hundir”, dice Nelly Morales, dueña de la pescadería La Subienda, al frente de las altas cortes.
Nelly Morales es la dueña de la pescadería La Subienda, justo frente de la puerta del Palacio de Justicia. Cuando en 1985, el M-19 hizo la toma del edificio, ella se quedó dos días repartiendo comida a los soldados. Foto: Karen Salamanca.
Muchos de los mejores restaurantes, deliberadamente, no ofrecían domicilios porque ellos ofrecen, sobre todo, la experiencia de ir al restaurante y la atención en la mesa. “Yo no podía poner en desechable lo que servíamos acá, por la presentación, por las salsas, todo iba a llegar mal”, explica María Adelaida Moreno, dueña de La Provincia, en Medellín. “Los camareros son vendedores de felicidad”, reza la famosa frase del chef español Joan Roca. Las circunstancias apremiantes convirtieron a muchos de ellos en domiciliarios.
María Adelaida Moreno abrió su restaurante hace 27 años, pese a que ha encontrado maneras de seguir trabajando, el panorama es preocupante.
Han tratado de usar empaques que conservan el calor y protegen los alimentos de los vaivenes. Sin embargo, no todas las cartas son susceptibles de llegar en la misma calidad y nadie está exento de que se le riegue una sopa en el camino, se desbarate una pizza o le llegue tarde el pedido. Por eso, muchos les han apostado a las comidas congeladas. “Tomé la decisión de cerrar y apagar de verdad. Hice el duelo y sané”, cuenta Álex Salgado, dueño del restaurante Ocio, que traía a Bogotá los sabores del Pacífico y el Amazonas. Ahora manda cosas para hacer, incluso tiene una línea de air fryer. Una reinvención similar hizo el afamado chef Leo Katz, que tiene un paquete de comidas para preparar en casa.
Álex Salgado, dueño del restaurante Ocio, se especializó en trabajar con proveedores del Pacífico y el Amazonas. Muchas familias de esas regiones dependen de las ventas de este restaurante frente al Museo Nacional en Bogotá.
Pero ese proceso de domicilios ha sido titánico, agotador y triste. Doña Segunda Fonseca, dueña del piqueteadero que lleva su nombre, llevaba 63 años ininterrumpidos. A las 6:00 a. m. estaba en la planta y al mediodía en el puesto de venta de la plaza 12 del Octubre, donde los clientes hacían filas de cuadras para comprar su gallina y su fritanga. “Nunca había hecho un domicilio y ahora parece que es el futuro del negocio”, cuenta sin mucha esperanza. La cuarentena obligatoria para los mayores la tiene encerrada en casa. Sus hijos y nietos atienden. Y doña Segunda confía en que puedan mantenerlo con una operación en unas redes sociales, a las que ella nunca se ha metido. Lea la entrevista completa
Doña Segunda nunca había faltado a su piqueteadero en 63 años de trabajo. Por la cuarentena para mayores de 70 años le toca quedarse en su casa. Sus hijos y nietos manejan el negocio en domicilios.
Pero hay un encanto especial en ir a comer a una plaza que difícilmente llega al público que pide por internet o por teléfono. Luz Dary Cogollo, más conocida como ‘Mamá Luz’, tiene un puesto en el bogotano barrio de La Perseverancia con el que ha ganado varios premios. Dice con resignación que nada será como antes. “Vendía al día 100 ajiacos y ahora si logro despachar siete es una bendición. Pero hay días que hago una olla entera y solo vendo dos”, cuenta. Se ha metido de lleno en Facebook e Instagram. “Comencé a recibir fotos de la gente feliz comiendo y eso es lo que me motiva a seguir adelante porque a veces digo, ah no… voy a cerrar totalmente”, se lamenta.
La Perseverancia
En Cali, Basilia Murillo, ganadora de tres premios La Barra, entre ellos el de mejor comedero de plaza de mercado, tiene este mismo miedo. Tenía 15 empleados y apenas puede mantener tres. “Estamos pasando por la dura. Yo voy a luchar hasta el final. Pero llevo 37 años en esto y estoy como volviendo a empezar de cero. A veces me siento bastante nostálgica y bastante triste, pero me doy fuerzas acordándome de que cuando arranqué también me tocó muy difícil”, cuenta.
Basilia Murillo es un emblema de la comida del pacífico. Dice que no va a tirar la toalla en sacar adelante su negocio ahora. Le está apostando a los domicilios.
A pesar de los esfuerzos, para algunos restaurantes el servicio a domicilio no es una opción viable. “No lo hemos considerado. Somos más que un restaurante. Somos un museo y un centro cultural que quiere recuperar la identidad de eso que siempre ha sido”, cuenta Heriberto Fiorillo sobre La Cueva, el lugar que enamoró a Gabo, Alejandro Obregón, Enrique Grau y Cecilia Porras. Por eso, pide que el Estado ayude a ese patrimonio del país.
Además de restaurante bar, la cueva es un centro de encuentro cultural en la ciudad de Barranquilla.
“Intenté hacer domicilios, pero no funcionó”, cuenta Rémy Villiers, del restaurante Chez Rémy, en Villa de Leyva. Como no hay turistas en el pueblo, le tocó cerrar y entregar el local. Ahora intenta hacer platos franceses en la cocina de su casa, para quienes pasan la cuarentena en el corazón de Boyacá.
Rémy Villiers está en Villa de Leyva desde el 2005.
A los que estaban comenzando esto también les llegó como un baldado de agua fría. “Este iba a ser nuestro mejor año y nos llegó esto. Los costos fijos son 200 millones mensuales. Entonces dejar de facturar un día es la quiebra”, cuenta Álvaro Clavijo, chef del restaurante El Chato. “Volver a abrir hoy me da más miedo que estar cerrado”, dice.
El Chato era el restaurante de moda en Bogotá. El 2020 prometía ser el mejor año. Había reservaciones de varias semanas. Ahora el panorama es incierto. Su chef, Álvaro Clavijo dice que en este punto le da más miedo abrir que seguir cerrado. Foto: Karen Salamanca.
En las grandes ciudades los restaurantes se organizan para crear su propia red de entregas, ya que para muchos las tarifas de Rappi y otras empresas, el 25 por ciento del servicio, significa un costo muy alto en tiempos de crisis. Por otro lado, no pueden controlar la cadena de entrega. “Tenemos 90 empleados. Aquí todos pusieron algo para ayudar: una bicicleta, el carrito de la familia o la actitud para repartir a pie”, cuenta Elsa Martínez, dueña de la pastelería Florida.
En la Florida decidieron hacer ellos mismos los domicilios para poder mantener los 90 trabajadores. Cada uno ha puesto lo suyo: el carro de la familia, la bicicleta o incluso se han ofrecido para ir a pie. Foto: Juan Carlos Sierra/SEMANA.
El piqueteadero Don Jorge, en Kennedy, decidió, por miedo a arriesgar a su gente, contratar una empresa especializada. “Nos preocupaba la salud de nuestro personal y de nuestros clientes. Si no sabíamos cómo llevarles la comida de una forma segura, eso también los iba a afectar a ellos”, cuenta Alexánder Bermúdez, el hijo del fundador.
El piqueteadero Don Jorge en Kennedy también se lanzó a domicilios. Contrataron una empresa para hacer los envíos y por eso ahora llegan incluso hasta los municipios vecinos de Bogotá.
El gran dilema de los restaurantes es que deben seguir cubriendo muchos costos fijos, el mayor, el de los locales, aunque en estos meses esos salones son solo bodegas apretujadas de mesas y sillas. El Gobierno estableció que deben pagar completos los arriendos y que cualquier alivio es una concesión del arrendador. Y eso ha sido el punto de quiebre de los que se han asfixiado. En las zonas T y G, en la capital, o en el centro histórico de Cartagena los precios pueden estar entre 30 y 70 millones de pesos mensuales.
El coronavirus cortó de tajo, y sin compasión, una tradición entrañable de la sociedad. No se sabe si la cambiará para siempre.
La semana pasada, el restaurante de Rey Guerrero, el afamado chef del Pacífico, estaba ya lleno de cajas empacadas. Sin haber logrado un descuento no le había quedado otra opción que entregar las llaves. Con las cuentas creciendo, decidió cerrar. Lloró varios días seguidos. “Pensé en empezar de cero en la cocina de mi casa, pero cuando llamé a decir que estaba listo, el dueño me dijo: hablemos. Eso me salvó”, agrega.
"Pedir domicilios es ayudarnos a sobrevivir": Vea la entrevista con Rey Guerrero
Pero hay quienes no tienen una tabla de salvación. El caso de Tierras Amazónicas, en Leticia, es aún más complicado. Hace ocho años Jeiner Campaña y su esposa, Karen Rodríguez, tomaron las riendas de este restaurante. Los turistas nacionales y extranjeros tenían en este lugar una parada obligatoria. Su secreto es la autenticidad a fondo. Los productos salen de la selva o del río descomunal, mientras las recetas provienen de las comunidades étnicas. “Todo lo preparamos con los ingredientes de acá. Las bebidas son de nuestras frutas riquísimas: copoazú, arazá, camu camu, muroarí, cocona y carambolo”, explica Campaña. Pero ahora, sin visitantes de ninguna índole, en una zona remota y en el punto del país donde se registran las peores cifras de propagación del coronavirus, están a punto de desaparecer. “No podremos aguantar un mes más”, dice resignado este joven emprendedor, después de mil piruetas para tratar de salvar su restaurante en los confines de la selva.
Tierras Amazónicas está en el centro de Leticia, el municipio con las cifras de contagio más preocupantes del país.
“No estamos haciendo domicilios, no estamos haciendo nada. Entre semana le hacemos aseo general al local una y otra vez”, cuenta Teófila Betancourt, una líder comunitaria de Guapi, que maneja el restaurante Raíces de Tierra y Mar. En ese municipio, la puerta de entrada al ya escaso turismo que va a la isla Gorgona, la actividad se apagó del todo. “Vendíamos platos a la carta, pero ahora preparo ejecutivos y pasabocas”, cuenta Francisca Valderrama, de Brisas del Atrato, desde Quibdó. Antes vendía seis millones diarios y ahora no llega ni a uno. Tiene que lograr dos para mantenerse a flote.
El restaurante es un emprendimiento de Chiyangua, la fundación que Teófila creó hace 26 años con el fin de que las mujeres de su región pudieran convertirse en lideresas de la comunidad. Foto: cortesía Teófila Betancourt.
Así trabajan las cocineras de Brisas del Atrato. El movimiento en la cocina tuvo que ser reducido en un 70 %. Foto: cortesía.
Peor que el presente es la ansiedad y el miedo del futuro. Nadie sabe cómo volverán a abrir. Pero sí saben que los domicilios no alcanzan para sostener hoy ninguno de ellos.
Muchos de los pueblos que viven de la carretera también llevan una parte difícil. La bizcochería El Néctar, en Guaduas, vive con agobio la soledad. “Desde que la fundaron, en 1901, solo habíamos cerrado cuando murió mi abuelo y cuando falleció mi padre”, cuenta Vicente Enciso, quien heredó el negocio de su familia y que, al igual que los empleados, ha pasado allí toda la vida. “El más antiguo lleva más de 45 años y el más nuevo, 25. Uno que ya se pensionó, con más de 80 años, hace hoy mandados en moto en el pueblo”.
El local de El Néctar se conserva tal y como estaba en 1901, cuando Floro y Víctor Enciso lo fundaron.
Eso mismo vive La Casona, en Girón. “Las ventas se redujeron 97 por ciento y el desgaste de energía y esfuerzo ha sido enorme”, cuenta Liliana Pérez, su propietaria. “Aquí nadie sale. Nadie llega. Todo está estancado”, agrega Francisco Martínez, dueño de El Patio, en Socorro.
Aspecto del restaurante La Casona, en Girón, en el área metropolitana de Bucaramanga.
Pero quizás, peor que el presente, es la ansiedad y el miedo del futuro. Las imágenes de los restaurantes en los países donde el fantasma de la covid-19 parece alejarse no ofrecen esperanzas. Los comensales solo pueden ocupar entre el 25 y el 40 por ciento de la capacidad del lugar, un golpe mortal a la recuperación económica. Las mesas habilitadas guardan la distancia obligatoria y las otras no están o las ocupan muñecos inflables. Los clientes reales reciben disparos de luz en la frente para medir su temperatura y deben lavarse las manos con gel antibacterial. Los meseros llevan tapabocas, guantes y caretas, e incluso en algunos lugares visten trajes de aislamiento completos como si no fueran a servir una cena sino a realizar un procedimiento de alto riesgo en un laboratorio.
La Gran Parrilla Boyacense piensa sacar un menú solidario para que las familias que están pasando momentos díficiles puedan almorzar por un precio más económico. Dicen que están dispuestos a todo con tal de volver a abrir.
“Me hago muchas preguntas, ¿desaparecerán los cubiertos de acero y los platos de porcelana?... al final no importa. Yo diría que estamos dispuestos a todo con tal de volver a abrir”, dice Fredy García, dueño de La Gran Parrilla Boyacense. Casi todos coinciden en que lo que viene será más duro que empezar de cero y que quizás lo más difícil es esa tremenda incertidumbre de no tener respuestas. “Me eriza. Esta vaina no tiene comparación a nivel existencial, a nivel económico, a nivel de lo que hay que volver a construir... Pucha, esta vaina es profunda”, dice Andrés Jaramillo, de Andrés Carne de Res. Para él, uno de los pocos optimistas, después de la cuarentena y el encierro muchas personas querrán volver a lo básico: “Mirar más suavemente, quererse más, tener vibraciones nuevas y volver a gozar. ¿Cómo será nada más ver bailando a una pareja en vez de ver a mil?”, se pregunta.
En medio de la pandemia, Andrés Jaramillo pidió apostar 12 de sus míticas vacas a la entrada del establecimiento, como guardianas protectoras del lugar. Foto: Guillermo Torres/ SEMANA.
Los buenos restaurantes, más que un lugar o un negocio, son una de las expresiones más completas de la cultura de las ciudades. Todavía nadie sabe si el coronavirus los puso en pausa o los va a cambiar para siempre.
“Somos una familia y la familia hay que cuidarla”
Harry Sasson, Bogotá. El ícono de alta cocina colombiana es hoy uno de los rostros de la desesperanza de los restaurantes. En su caso, apenas ha logrado reactivar la operación en tres de sus siete restaurantes. “Ya cumplí 50 años y cuando llegas a mi edad no quieres que te cambien las cosas. No te gusta cambiar”, cuenta, para explicar por qué su actividad no se puede trasladar ciento por ciento a domicilios. Su emblemática casa en la 75 con novena es hoy un meticuloso centro de operaciones donde, a todo vapor, y en medio de las más rígidas precauciones (trajes, guantes, tapabocas), producen sus platos para llevar a casa. Busca fundamentalmente mantener a sus 180 trabajadores mientras pasa la emergencia. “Pienso todos los días cómo no me di cuenta de que esto venía. Pienso cómo será el futuro. Le estamos poniendo el alma. Pero al final sé que solo me queda respirar. Respirar profundo”. (Entrevista completa)
Andrés Jaramillo. Chía y Bogotá. Antes del virus, Andrés Jaramillo, fundador de Andrés Carne de Res, recibía a sus clientes diciendo detrás de un megáfono: “A gastar que el mundo se va a acabar”. Hoy dice que el mundo no se acabó y que espera que su negocio tampoco. Le preocupan las deudas millonarias y los cerca de 3.000 empleados a los que les suspendió el contrato cuando cerró. “Me siento apenado, pero eso no sirve para nada”, asegura. El empresario ha pensado en fórmulas, como volver accionistas a los empleados, para “reinventar” la compañía.“Ellos (los empleados) se convertirían en multiplicadores del fuego. Ahí está la salvación”. (Entrevista completa)
José Augusto Pajares, socio y propietario de Pajares Salinas. El papá y el tío de José Augusto fundaron el restaurante en 1953. Con el tiempo, el lugar se consolidó como uno de los sitios icónicos de Bogotá, donde grandes dirigentes tomaban decisiones económicas y políticas. “No estábamos preparados para una situación como esta, ni habíamos dimensionado el impacto de la pandemia”, sostiene Pajares. El lugar no ha girado aún a los domicilios. “No nos sentimos cómodos. Lo nuestro es satisfacer a la gente en el restaurante y eso es irreemplazable”, agrega. Para él, la gente va a los restaurantes a disfrutar, pasar un tiempo agradable con quienes ama. Sin embargo, asegura que si esto se extiende no le queda otra que salir a producir. “Ya estamos llegando a un punto en que esto es insostenible estando nosotros aquí encerrados”, concluye. (Leer entrevista completa)
Carlos Sabogal. La Puerta Falsa, Bogotá. Desde 1816, este pequeño local, a unos metros de la plaza de Bolívar, es uno de los testigos de la historia del país. Habían sobrevivido a las revueltas independentistas, al 9 de abril, a la toma del Palacio de Justicia. Pero la pandemia los tiene casi en jaque mate. No han abierto un día. No tienen domicilios y, sin ingresos, tuvieron que despedir a todos sus empleados. A sus 80 años, sus dueños, Carlos Sabogal y su hermana Aurora, dicen que viven momentos de angustia y que piensan esperar a que todo pase para pedir un préstamo o una ayuda del Gobierno y arrancar de nuevo. Hoy no tendrían con qué reabrir. (Leer entrevista completa)
Juan Felipe Londoño. Donjuán y María, Cartagena. Dos meses sin poder abrir arrasaron con más de 11 años de esfuerzos personales y empresariales. Cerrar fue el único camino que le quedó a Juan Felipe Londoño para sus restaurantes Donjuán y María, en el centro histórico de Cartagena. El empresario confiesa que con la incertidumbre de no saber cuándo se reactivará el sector y con la ciudad bloqueada no tenían cómo aguantar el presupuesto para el funcionamiento de los dos negocios. Por su tipo de servicio y la calidad de los platos, los domicilios no eran una opción viable. “El 85 por ciento de la clientela eran extranjeros. Mejor dicho, para que podamos entender: el turismo para Cartagena es como el petróleo para Colombia, la dependencia es total”, dice. (Leer entrevista completa)
Luz Dary Cogollo, Tolú. Plaza de La Perseverancia, Bogotá. Luz Dary Cogollo, conocida como ‘Mamá Luz’, es una de las cocineras tradicionales más queridas de la plaza de mercado de La Perseverancia. En su restaurante Tolú, nombre en honor a las playas que la vieron crecer, prepara el mejor ajiaco santafereño de Bogotá. El Instituto Distrital de Turismo le otorgó este premio en 2016 y desde entonces cientos de nacionales y extranjeros la visitaban a diario. La pandemia se llevó esa gloria. “Antes vendía 100 ajiacos o más al día. Ahora, a veces preparo una olla entera y solo vendo dos platos”, cuenta. (Leer entrevista completa)
Rey Guerrero. Bogotá. Hace unos días, el restaurante de Rey Guerrero ya estaba lleno de cajas. El cierre y las cuentas andando le habían propinado un golpe mortal. Guerrero, que había comenzado su carrera como pregonero y mesero de las pescaderías del centro, es hoy uno de esos chefs con los que Colombia saca pecho en el mundo. Asiste a congresos y a ferias, además ha logrado que productores de Nuquí, Guapi y Buenaventura pongan sus productos en la capital del país. La pandemia casi esfuma de un plumazo el sueño de este restaurante que lleva nueve años en un local cerca de Unilago. “Llevo dos meses sin producir. Es muy fuerte”, dice. Su punto de quiebre fue el arriendo. Cuando el dueño del local le dijo que debía seguir pagando igual, decidió cerrar del todo. “Lloré varios días. Mi esposa también. Nos abrazamos. Pero luego el dueño nos dijo que iba a ser flexible y volvimos a desempacar. Yo solo le digo a la gente que dice que quiere ayudar que pida domicilios. Que nos ayude a sobrevivir”. (Leer entrevista completa)
Maríangela e Isabella Zito. San Giorgio Trattoria. Las hermanas Zito Boada llevan la historia de amor de sus padres, un italiano y una colombiana que se conocieron en la Fontana de Trevi en Roma, se enamoraron y, al instalarse en Bogotá, hace 25 años, fundaron San Giorgio, un restaurante con el mismo nombre del pueblo en la Basilicata italiana, en el que nació el patriarca. “El coronavirus fue un freno en seco”, cuenta María Ángela. El restaurante, en el que trabaja toda la familia, despacha domicilios por primera vez. Sin embargo, no han alcanzado a facturar más del 10 por ciento. El arrendador de la casa donde han operado por décadas les dio un salvavidas. “Nos dijo: si facturan el 10 por ciento, me pagan el 10 por ciento. Nos recuperaremos después”, cuenta Isabella. “La responsabilidad que tenemos de papá y mamá es gigantesca, porque esto es de ellos y ellos pusieron en nuestras manos esta casa, que es nuestra vida”. (Leer entrevista completa)
Fernando Sáenz. Yanuba, Bogotá. Desde 1947, el restaurante capitalino ha sido un testigo de la historia de Bogotá y ha sobrevivido a los embates del tiempo. Muchos lo conocen por una clientela cautiva que hoy es su salvación: los ‘abuelos’. La pandemia, que obliga a los mayores de 70 años a estar en casa, no hizo sucumbir al Yanuba, sino que lo hizo renacer en domicilios. De 80 pedidos diarios pasaron a casi 400. Hoy esa franja representa casi el 40 por ciento de los ingresos, lo cual los ha mantenido a flote. “Siento que nosotros no estamos en el pozo, estamos en un túnel negro, pero con salida. Es como una bomba que inflamos entre todos. Cuando explote vamos a salir desesperados a querer volver a vivir como vivíamos”, dice su gerente, Fernando Sáenz. (Leer la entrevista completa)
Jeiner Campaña. Tierras Amazónicas, Leticia. Desde hace más de 20 años, en el corazón de Leticia funciona el restaurante Tierras Amazónicas. Para cualquier turista que aterrice en el extremo sur de Colombia ir a comer allí era una parada fija. Pero todo eso ahora está en alto peligro de desaparecer. En Leticia surgió el peor foco de contagio del país en cifras proporcionales y este restaurante está en cuidados intensivos. “Este mes vamos a salir debiendo los parafiscales, eso a pesar de que logramos un arreglo con el dueño del local, que nos rebajó poco más del 50 por ciento. No podremos aguantar un mes más, si no subimos la venta local tendríamos que cerrar”, cuenta su dueño, Jeiner Campaña. (Leer entrevista completa)
Alexánder Bermúdez. Don Jorge, Bogotá. El piqueteadero Don Jorge es el “capricho” de quienes viven en Kennedy. Los fines de semana calculan que asistían 800 personas por hora al almuerzo. Los primeros días cerraron del todo, pero luego decidieron abrir en domicilio, por primera vez en su historia. “El encierro y el tiempo comenzaron a agobiarnos. Las cuentas comenzaron a llegar”, cuenta Alexánder Bermúdez. Para él la responsabilidad es enorme. Siente que sobre sus hombros está conservar el negocio de la familia. Cuando su abuela lo fundó era apenas un puesto de pasteles de yuca en una pieza. Los domicilios aún no alcanzan para cubrir los gastos, pero se acogieron a las ayudas del Gobierno para el pago de nómina y eso los ha aliviado. (Leer la entrevista completa)