Sentir el aroma de la carne asada sobre la brasa de una parrilla es algo que ha antojado a más de uno. “¿Quiere chorizo?”, es una de las preguntas más comunes que se escuchan en cada esquina de Bogotá, sin distinción de estratos socioeconómicos. Lo venden con papa, con arepa, con mazorca y el popular choriperro. Se consigue de 2.000 pesos en adelante. ¿Cómo han logrado mantener un precio tan bajo si todo está subiendo el último año, sobre todo los embutidos?
“Nos toca arreglárnoslas, igual el sabor lo da es el adobo”, dice un hombre de contextura gruesa de más o menos un metro setenta de estatura, que es dueño de diez puntos de venta de chorizos, que tiene ubicados estratégicamente: a las afueras del estadio El Campín, en la avenida Primero de Mayo, en la localidad de Suba, por los lados de Toberín y en las zonas de rumba nocturna. Él se niega a decir su nombre, porque sabe que lo que va a confesar puede afectar su negocio, pero en el fondo, como él mismo dice, “la gente igual siempre ha tenido duda de con qué carne se hace, pero el hambre puede más que la desconfianza”.
Compra la libra de “carne” a 1.200 pesos. Sí, aunque parezca increíble y los demás colombianos paguen por la misma cantidad 15 veces más, él sabe adónde ir para que su negocio no pierda rentabilidad. “¿Ha ido a las curtiembres?”, pregunta, y sin dar espacio a responder, continúa: “Es donde arreglan todo el cuero para hacer chaquetas y zapatos, allá motean todos los días, y cuando raspan todo ese cuero sacan la carnecita que me sirve a mí para preparar este manjar”.
El equipo periodístico de SEMANA llegó hasta San Benito, en el sur de Bogotá. El olor que se siente en al menos cuatro cuadras en las que hay bodegas y plantas de tratamiento de cuero es único: una mezcla entre sangre fresca y químicos. Entran y salen camiones de estacas de madera desgastada cargados de pieles. Hombres con delantales amarillos y blancos manchados de rojo y que cubren hasta sus botas de caucho miran con desconfianza a quienes pasan por el lugar.
Hay un grupo de extranjeros que se para en las tiendas, hacen las veces de guías, cada vez que alguien llega preguntando en baja voz si hay ‘mota’. Así llaman al tipo de carne que venden, los acercan a los puntos claves. Hay clientes fijos, salsamentarias que fabrican salchichón y chorizo y venden por mayor para puestos callejeros. “Tengo un pelado que viene todos los viernes y me lleva 50 kilos de una y 50 kilos de la otra”, dice uno de los jefes de la zona.
Explican que hay dos clases de carne, una que es prácticamente rilas, esa vale la libra entre 900 y 1.500 pesos, según el cliente. La otra es una que presentan como la falda de sobrebarriga, esa vale la libra 3.500 pesos, aproximadamente. Sirve para restaurantes y también la compran quienes hacen empanadas al por mayor. Esa carne que venden para alimentarse no está refrigerada, sino en canastas, tiradas en el suelo que pisan varias veces los trabajadores de la curtiembre. Cualquiera que entre y quiera el producto puede cogerlo con sus manos para ver qué tan dura está. Manchas que hay en las paredes dejan entrever que eran blancas, pero que poco aseo se hace en el lugar.
Explican que, en el último año, desde que empezó a subir el costo de los embutidos y demás alimentos procesados, las ventas de mota aumentaron. La mejor hora para comprar es cerca del mediodía, espacio en el que ya han pelado las pieles. La empresa de detectives privados Private Investigation Tecnology (PTC) asegura que ha adelantado investigaciones referentes a intoxicaciones por la ingesta de productos embutidos de dudosa procedencia. “Dichos productos no contaban con registro o marca alguna que identificara su empresa de producción”, puntualizó Jeisson Villamil, director de la entidad.
Los investigadores analizaron la materia prima y las fichas técnicas de los productos cárnicos confirmando que gran parte de estos eran procedentes de las curtiembres. Evidentemente, los productos empacados y distribuidos a los establecimientos informales de comida rápida no contaban con fecha de vencimiento o de fabricación. “Las investigaciones realizadas llevan a visualizar las condiciones poco salubres en las cuales se comercializan dichos alimentos. A su vez se consigue localizar distintos puntos clandestinos de comercialización de alimentos cárnicos, los cuales no cuentan con la infraestructura adecuada ni los permisos sanitarios que expide la Secretaría de Salud”, detalló Villamil.
SEMANA consultó a la Secretaría de Salud de Bogotá y desde allí aseguran que durante el año 2023 y al mes de febrero 2024 se han realizado aproximadamente 12.330 de visitas de inspección vigilancia y control a establecimientos para emisión de concepto sanitario. Durante este mismo período se han autorizado 8.479 establecimientos para expender carne. La entidad además reconoce los establecimientos autorizados y que mantienen las condiciones sanitarias, entregando un adhesivo que lo identifica como establecimiento que “Cumple con la Norma”, para que los clientes puedan verlo fácilmente.
Este reconocimiento se ha concedido a más de 1.000 establecimientos, que posterior a la obtención de la autorización sanitaria han mantenido las condiciones. Pero estas bodegas de San Benito evidentemente no tienen permiso para comercializar alimentos. El Invima, por su parte, es la entidad responsable de dar los registros pertinentes para comercializar este tipo de productos.