Hacia 1991, Pablo Escobar completaba casi una década de guerra contra el Estado colombiano. Su filosofía de “plata o plomo” se había extendido por todo el país y cobrado la vida de quienes, en su criterio, habían tenido la osadía de intentar ponerlo tras las rejas desde los años 70, cuando no era más que jalador de carros, ladrón de lápidas, y contrabandista. Siempre, Escobar se creyó intocable.

Sus primeras víctimas fueron Luis Fernando Vasco Urquijo y Gilberto de Jesús Hernández Patiño, los dos agentes que lo capturaron en Itagüí, el 16 de junio de 1976, junto a su primo, Gustavo Gaviria, con 34 kilos de cocaína, cargamento camuflado en la llanta de repuesto de un Renault 4, que cruzó el país desde la frontera con Ecuador hasta tierras antioqueñas.

Tres meses después, un juez de Pasto revocó el auto de detención, y el nombre de Pablo Emilio Escobar Gaviria desapareció por un tiempo de las crónicas judiciales. Por el contrario a ocupar titulares, pero como el Robin Hood paisa, más aún cuando fundó ‘Civismo en Marcha’ y ‘Medellín sin tugurios’, plataformas que le permitieron llegar al Congreso como segundo renglón del representante a la Cámara Jairo Ortega.

La lista de víctimas había aumentado tras el asesinato, en 1981, del mayor (r) Carlos Gustavo Monroy Arenas, jefe del DAS en Medellín y quien había ordenado aquella primera orden de captura. Y cuando muchos se preguntaban por el origen de la riqueza del entonces congresista antioqueño, el 19 de septiembre de 1983, en un debate en el Congreso, el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, denunció que la fortuna del representante antioqueño era producto de “dineros calientes”, como en aquella época se denominaba al capital de los narcotraficantes (también llamados ‘mágicos’).

El resto de la historia ya es conocida. Escobar salpica a Lara de recibir dinero del narco Evaristo Porras; Guillermo Cano, director del diario El Espectador, publica la primera página de 1976 en la que se reseñó la captura de Escobar y su primo por traficar con cocaína. En octubre, la Cámara de representantes expulsa a Escobar y le despoja la inmunidad parlamentaria. Y el juzgado 11 de Medellín libra una orden de captura en su contra por el crimen de los dos agentes del DAS que lo detuvieron años atrás.

Fue el comienzo de una guerra que se saldría de toda proporción el 30 abril de 1984, cuando un niño sicario de 16 años, Byron de Jesús Velásquez, descargó la munición de una metralleta contra la humanidad del ministro Lara Bonilla, un mes después de que la policía desmantelara el laboratorio de coca más grande del mundo, ‘Tranquilandia’, en las selvas del Yarí (Caquetá).

Tras el magnicidio, Escobar y los demás jefes del cartel de Medellín se refugiaron en Panamá, y desde allí plantearon escenarios de una posible negociación para entregarse a la justicia. Hubo hasta el ofrecimiento al gobierno de Belisario Betancur de pagar la deuda externa a cambio de limpiar su capital y no ser juzgados en Estados Unidos, principal temor de los narcos colombianos, una vez que el presidente había reactivado el tratado de extradición.

Todo quedó en palabras. Un año después, el magistrado Álvaro Medina Ochoa, de la Sala Penal del Tribunal Superior de Medellín, fue asesinado. La seguidilla de crímenes se extendió con la del juez Tulio Manuel Castro Gil, que adelantaba la causa del homicidio de Lara Bonilla en Bogotá. En 1986, fue acribillado en Medellín el magistrado Gustavo Zuluaga Serna, quien había reabierto el caso de los dos agentes del DAS; en Leticia, el periodista de El Espectador Roberto Camacho Prada, que investigaba la relación de Evaristo Porras con Escobar, también fue asesinado; de nuevo, en Bogotá, Guillermo Cano, director de ese mismo diario, fue acribillado cuando salía de la sede del periódico. Un mes antes, el coronel Jaime Ramírez, quien comandó el operativo contra ‘Tranquilandia’, había sido mortalmente baleado.

En 1989, otros dos magistrados de la sala penal del Tribunal Superior de Medellín, Héctor Jiménez y Mariela Espinosa, fueron asesinados a plena luz del día por llevar procesos contra el líder de los extraditables. Mismo año en que el candidato presidencial Luis Carlos Galán, quien había expulsado a Escobar de las filas del Nuevo Liberalismo, resultó acribillado durante una manifestación política en la plaza de Soacha.

Aquella estela de sangre, sin embargo, no fue suficiente para Escobar. A punta de carros bomba había cobrado la vida de varios centenares de civiles, y por si fuera poco, recurrió a la estrategia del secuestro como presión al Estado, precisamente cuando su organización había recibido duros golpes, como la muerte de Gonzalo Rodríguez Gacha y de su primo Gustavo Gaviria.

Un equipo de periodistas encabezado por Diana Turbay, y del que hacían parte Juan Vitta, Azucena Liévano, Orlando Acevedo y el camarógrafo Richard Becerra fueron plagiados.

También estuvieron privados de la libertad Andrés Pastrana Arango, el procurador Carlos Mauro Hoyos, Marina Montoya (hermana de Germán Montoya, secretario privado del presidente Virgilio Barco), así como la exministra Maruja Pachón (esposa de quien fuera ministro de Justicia, Alberto Villamizar) y el también periodista Francisco Santos. Diana Turbay murió en un operativo de rescate, y Carlos Mauro Hoyos y Marina Montoya fueron asesinados por sus captores.

Las víctimas, principalmente los integrantes de la rama judicial, no aceptaron el dinero con el que Escobar pretendía sobornarlos, y en cambio entregaron su vida por recaudar las pruebas que condujeran al jefe del cartel de Medellín a la cárcel. Su sacrificio pareció corresponderse cuando Escobar se entregó a las autoridades, pero lo cierto es que su sometimiento a la justicia fue una burla más que soportaron las víctimas.