Todos los esfuerzos hospitalarios para la atención de la pandemia han estado dirigidos al fortalecimiento de las unidades de cuidados intensivos. Así, se aumentaron el número de camas y de ventiladores, y hasta el personal médico ha sido capacitado en la atención de pacientes en estado crítico. Sin embargo, parece que se pasó algo por alto: el fortalecimiento de los servicios de urgencias, el primer paso para la mayoría de pacientes que llegan con complicaciones a clínicas y hospitales.
A diferencia de las ucis, donde existe un aforo máximo de camas, en las salas de urgencias nunca hay un tope de recepción, y el personal médico atiende a todos los que llegan. Por eso, desde hace varios años, se escuchan las historias de personas que mueren en estas salas mientras esperan el turno para ver al médico. Ahora esa situación parece insostenible.
“En este momento, si hacemos una visión global de cómo están los servicios de urgencias en Bogotá, estamos colapsados. Hay pacientes que están ventilados a los servicios de urgencias”, asegura el médico Fabián Rosas.
La semana pasada la Cruz Roja Colombiana de Cundinamarca y Bogotá; la Fundación Cardioinfantil; la Clínica Universidad de La Sabana y la Clínica del Palermo emitieron distintos comunicados en los que piden seriamente a la ciudadanía no acceder al sistema de urgencias, a no ser que sea un caso extremo. Esto porque inclusive en algunas clínicas como la Cardioinfantil se encuentra en un nivel de sobreocupación superior al 300 % y en otras como La Palermo, hay una sobreocupación de más del 200 %, lo que ha generado una alerta en el sistema hospitalario.
“Por necesidad y por coherencia y solidaridad con lo que estamos viviendo tenemos la responsabilidad de responder con recurso humano, con camas, con inversión. Lo estamos haciendo de manera significativa, pero la presión es enorme”, asegura el director de la clínica Cardio Infantil.
SEMANA visitó varios centros médicos para dar cuenta de lo que viven miles de pacientes con síntomas asociados a la covid, además de la presión ejercida en el personal del sector salud.
“Llegamos a la situación horrible de decidir quién entra a UCI y quién no”
El doctor William Romero Quintero cuida cada detalle al andar. No saca el carné del bolsillo, no deja que nadie entre con guantes. Todo elemento extraño le parece un vector de la enfermedad. Por cuenta de la covid, estuvo 60 días hospitalizado. Fue uno de ese 5 por ciento de los pacientes a los que el coronavirus los pone a luchar por su vida en una uci. Allí permaneció 15 días intubado. No vio a su familia durante un mes, y, cuando pudo hablar con ellos, quiso tranquilizarlos, aunque ni él mismo sabía si volvería a casa.
El virus le arrebató 18 kilos, masa muscular y la tranquilidad de su hogar. Regresar al trabajo fue un acto de terquedad ante la negativa de su esposa e hijos. “Si uno viene, hace las cosas bien y ayuda a más personas, entonces vale el riesgo”, dice. En el doctor Romero reposan las decisiones difíciles en urgencias del hospital público más grande del suroccidente colombiano. La bandada diaria de pacientes covid echa por la borda cualquier planificación, y ante la escasez de camas en la uci adaptaron otras áreas para mantener con vida a quienes necesitan ventilación mecánica.
“Ayer tuvimos 11 pacientes que requerían uci cuando lo normal por día son dos o tres. Adecuamos unos espacios, pero ya nos quedamos sin camas, y todavía hay pacientes en cola esperando”, dice. Para abrir espacio han ideado todo tipo de soluciones. Por ejemplo, en cuidados intermedios crearon habitaciones aisladas para tener positivos de covid en observación. Allí, duermen con máscaras de oxígeno dos personas que esperan intubación para seguir viviendo. “Estamos llegando a una situación horrible y es decidir quién llega a una uci y quién no. Eso es un dilema ético, moral y espiritual difícil de resolver, pero es la realidad”, asegura.
En la UCI vio las escenas más dolorosas de toda su vida
Recostada en la antepenúltima cama de la unidad de cuidados intermedios para pacientes covid de la Clínica Corpas se encuentra Jenny Rubiela Munza Sánchez; lleva 20 días hospitalizada, peleando contra la muerte. El cartel ubicado en su cabecera confirma que es una de las pacientes más jóvenes, tiene 45 años, y revela que es alérgica a la aspirina efervescente y a sus componentes.
Con voz agitada y en medio del sonido producido por los equipos de monitoreo que le hacen coro a la tos de sus compañeros de cuarto –más de una decena–, Jenny dice que estuvo varios días en la uci. Le asignaron la cama siete, desde donde observaba lo que pasaba en las diez plazas con las que cuenta el hospital, todas ocupadas. “Vi escenas muy dolorosas y cómo varias personas se unían por horas para tratar de reanimar y salvar una vida, muchas veces en vano”.
Su vecino de cama era un hombre de unos 55 años, de apellido Aldana; no supo mucho de él, poco hablaban porque “el oxígeno era un tesoro que no podíamos dejar escapar”, dice Jenny. Al señor Aldana lo intubaron. “Ese día él me pidió que le hiciera el favor de llamar a la esposa desde mi celular. Desde la camita de él le decía que la amaba, ella lo mismo, fue una despedida muy triste”.
Él se complicó tras la intubación. Jenny recuerda que médicos y enfermeros hicieron todo lo posible por reanimarlo, pero no solo fallaron sus pulmones, sino otros órganos. Ha visto lo mismo varias veces en menos de un mes, ya perdió la cuenta. El silencio que queda luego de varias horas de esfuerzo solo denota frustración y respeto, dice Jenny, sobre el momento en el que el personal de la salud tiene que envolver en bolsas negras, gruesas, el cuerpo de aquellos que fueron sus compañeros de cuarto. Lo más preocupante es que tras desinfectar la cama ya hay otra persona que la ocupa.
Una noche en la sala de urgencias
En el área de reanimación se encuentra Luis Ruiz; su pecho está lleno de electrodos, monitorean su ritmo cardiaco. Confiesa que le tenía tanto miedo al contagio del virus que soportó durante ocho días dolor de pecho y fatiga. El primer dilema: “Si voy al hospital, me intuban”; el segundo: “¿Y si no es covid y allá me lo pegan?”.
El cuerpo da avisos, pero hay un momento en el que colapsa. Llegó a urgencias, estaba sufriendo un paro cardiaco. No tenía covid, pero estaba al borde de la muerte. Si hubiera ido al médico a tiempo, habría evitado las complicaciones. Desconocía que en cada hospital hay dos salas de urgencias para no tener contacto con los pacientes covid.
El gerente del San Rafael, Andrés González, ha pasado varias noches sin dormir por temor a que el sistema de urgencias colapse. La semana pasada llegaron al 100 por ciento de ocupación. Este hospital, por ser referente en Cundinamarca, recibe a personas de diferentes municipios, incluso de Bogotá.
“Yo me voy para mi casa con la angustia y la responsabilidad de pensar cómo solucionar. En mi cabeza siempre hay un Tetris del hospital, y buscamos estrategias para reorganizar la infraestructura y tener a salvo a los pacientes no covid”, dice González. Es por esa razón que Alirio Sánchez, sospechoso de covid-19, lleva diez días despertándose en un pasillo del segundo piso, decorado con dibujos animados. “Acá quedaba pediatría. Lo primero que veo es a mi amigo el vaquero (Woody de Toy Story). A los niños los pasaron a otro lado”.
De cuatro camas para atención de uci pasaron a 44, habilitaron un hospital de campaña en el parqueadero y dos carpas más que prestó la Policía. Pero ahora hay otro temor, que los pacientes despierten mientras están intubados. González ha tenido que salir corriendo a la madrugada para buscar anestesia. Los proveedores no dan abasto con tanta demanda.
Verónica Cuartas es la coordinadora del departamento de enfermería. Mientras el gerente camina hacia las carpas de atención covid, ella le confiesa su preocupación: “Hay déficit de personal, nos faltan 35 enfermeros jefes y más de 50 auxiliares”. Advierte que el personal está haciendo turnos de 24 horas para que los pacientes sigan recibiendo la mejor atención, pero teme que en algún momento se cansen y renuncien.
El gerente dice que el problema no es de presupuesto económico, es que en Fusagasugá realmente no hay más profesionales de la salud. “Si llegara un bus lleno de enfermeros, los contrataría a todos, necesitamos más manos”.
En urgencias, los vigilantes son quienes reportan el estado de los pacientes
Lágrimas y abrazos, ese es el panorama en la parte exterior del Hospital Simón Bolívar, ubicado en el norte de la capital del país. Las familias a las afueras del hospital, varios metros antes del parqueadero, esperan alguna información de sus allegados; muchos de ellos lloran la partida de un ser querido, quien ingresó con afección respiratoria. Al preguntarles, afirman que no les confirmaron que tenía el virus, pero sí dicen que ingresó con neumonía.
María Edilma Sanabria tiene un puesto de venta de alimentos en la zona y ha visto y escuchado el drama de aquellos que esperan información sobre su pariente. La zozobra no es solo entre las familias de pacientes internados por covid-19; quienes ingresan por otras patologías también viven un drama, pues en este hospital no hay ingreso para ningún acompañante y son los vigilantes a quienes, por radio, les informan sobre el estado de los pacientes para que estos lo comuniquen a sus allegados.
Esta es la situación de Lady Grace, quien llevaba cinco horas esperando información de su familiar, le estaban practicando una cirugía por cálculos en la vesícula; ingresó desde el día anterior y aún no sabía absolutamente nada de ella. “No he podido ingresar por todo el tema del covid, está bien controlado, nos toca esperar acá, nos avisan los vigilantes por radio”.
Un panorama similar se vive en la Fundación Cardioinfantil en donde las normas para ver a los pacientes en camas de uci no covid son bastante estrictas. Marco Aurelio Barajas visita a su hijo de 16 años hospitalizado hace dos meses: “Tiene uno que lavarse bien las manos, quitarse la chaqueta, ponerse bata, tapabocas, desinfectar el celular y seguir muchos protocolos necesarios”.
La médica que tuvo que hospitalizar a su padre
Sandra Belén López Gómez lo llama, repite el nombre para ver si se anima a abrir los ojos para que un médico amigo lo salude: “Lo encontraron dormido porque le subieron un poco la sedación”, dice, sin dejar de llamarlo.
Es 14 de enero y desde el 4 de diciembre el ginecólogo, de 72 años, fue admitido por dar positivo para covid. Los primeros días estuvo en habitación, después se deterioró su salud y lo trasladaron a la uci con conexión a un equipo de ventilación mecánica durante 14 días. Su salud ha ido mejorando, pero es un proceso lento.
El especialista se encuentra en la Clínica San José de Cúcuta, ciudad donde en las últimas semanas de noviembre y todo diciembre las ucis y servicios de urgencias se vieron atestados de pacientes covid y de otras patologías, que mantuvieron en alerta roja al servicio hospitalario. Sandra es pediatra en esta clínica, y desde que su papá fue hospitalizado ha estado pendiente, junto con sus tres hermanos –los cuatro hijos son médicos de diferentes especialidades– y su mamá, de su recuperación. La paradoja en la familia es que desde el comienzo de la pandemia el autocuidado ha sido extremo, y el aislamiento de los padres, estricto.
“Cuando todo empezó, mi papá se quedó aislado en la casa. Él es ginecólogo y estaba ejerciendo, se dedicó a la teleconsulta desde la casa. Ni papá ni mi mamá salieron. Nosotros los visitábamos desde la puerta de la casa. No sabemos cómo llegó el covid a nuestra casa. Lamentablemente, llegó”, cuenta Sandra, escondida en una bata de protección, con guantes y gorro quirúrgicos, polainas, tapabocas y careta.
“Un mes antes de esto, le diagnosticamos diabetes por unos exámenes de rutina que realizamos. Y eso hizo que fuera un factor de riesgo de todo lo que se nos vino encima”, dice, mira a su padre y repite su nombre, como compartiendo con él, de nuevo, lo que la familia ha vivido.
La mamá también dio positivo para covid, pero fue asintomática. Cumplió con el periodo de cuarentena y por estos días se encuentra con otra hija. “La experiencia es muy dura, porque él y todos nosotros somos unos convencidos del autocuidado, y todos los hicimos, pero de todas maneras este virus es así”.
Sandra no se separa de la cama de su papá. Habla de las cadenas de oración de los cercanos, de la forma en la que afectó al doctor López la muerte de varios amigos médicos por la covid, de la enseñanza de permanecer en unidad familiar, de las decisiones conjuntas con sus hermanos. Y aunque está de vacaciones, no sale de la clínica para estar pendiente de él, “del viejo divino”, como le dice. La pediatra repite que es una experiencia durísima, “dolorosa, porque él es el que tiene que vivirla, él es el que tiene que lucharla, nosotros solo podemos acompañarlo, lo único que podemos hacer es acompañarlo, porque a él le toca solito”, y lo llama de nuevo a ver si abre los ojos para saludar.