Soy Giovanny Echeverry, mi verdadero nombre. No tengo por qué ocultarlo”, se presenta. La revelación era innecesaria. Alto, delgado, su rostro afilado y nombre de pila son de sobra conocidos en el cañón del Micay. Por su cabeza ofrecen 100 millones de recompensa, no solo por tratarse del número dos del frente Carlos Patiño de las Farc-EP y llevar varios años en la zona, sino porque lo responsabilizan, entre otros crímenes, de la muerte de un niño en un atentado en El Plateado, en julio pasado. Entonces el casco urbano del corregimiento más populoso de Argelia aún estaba bajo su dominio.
“Nosotros no lo matamos, fue el Ejército”, señala. Cuando le pregunto acerca del rumor que circula en la zona de una supuesta indemnización de 300 millones que habrían entregado a la familia del menor, replica que no es cierto. “Sería aceptar que nosotros lo hicimos”, responde.
“Lo que pasa es que usted habla mal de nosotros, nos trata muy mal, y los medios tradicionales también tergiversan siempre las informaciones, repiten lo que les dicen los militares y el Gobierno. Por eso no son bienvenidos en los territorios donde estamos. Se la pasan diciendo que somos narcotraficantes y no es cierto. Solo cobramos un impuesto a los compradores”, asegura en tono sereno.
Hablamos en San Juan de Micay, corregimiento de El Tambo, una localidad desordenada, polvorienta, desamparada por el Estado, bajo absoluto control de las Farc-EP y a menos de dos horas de distancia de El Plateado.
Vive de la coca y la explotación ilegal de oro. Proliferan tanto la maquinaria amarilla, que está devastando los ríos, como los mineros pobres que buscan pepitas con bateas. En sus alrededores está enclavado un campamento guerrillero donde entrenan a los menores de edad que reclutan las Farc-EP.
Cuando Giovanny accedió a conversar, hacía más de tres horas que la guerrilla me había confinado en un pequeño almacén por no contar con su permiso para moverme en la zona. La norma no solo rige para todo desconocido. Los pobladores están obligados a portar un carnet expedido por las Juntas de Acción Comunal y ordenado por las Farc-EP, y cuando alguien nuevo desea entrar al área, debe solicitar una autorización previa.
“Del cañón, el Ejército no nos va a sacar a la guerrilla, llevamos acá toda la vida y somos los únicos que defendemos al pueblo”, sostiene, en un claro reto a la operación Perseo, protagonista de un despliegue militar de una magnitud sin precedentes en el cañón del Micay. La misión consiste en derrotar al poderoso frente Carlos Patiño, verdadero amo y señor de buena parte de la región, para luego trocar coca por cultivos lícitos.
“El Estado nunca trae nada ni da nada, todo lo hacen las comunidades”, afirma, y no le falta razón. Incluso en El Plateado, las escasas calles pavimentadas las costearon los propios comerciantes, hastiados de las polvaredas que levantan carros y motos.
En cuanto a sus enemigos de la Nueva Marquetalia, también presentes en el territorio, además de tildarlos de “paramilitares y narcotraficantes”, el comandante Giovanny acusa al Ejército de aliarse con ellos, una incriminación que repiten numerosas fuentes consultadas en Argelia y que el general Mejía niega.
Antes de mandarme de vuelta a El Plateado, en el carro de línea, escoltada por dos de sus hombres en moto, me transmitió una amenaza: “Cualquier proyecto que venga de la mano de las Fuerzas Militares será declarado objetivo militar. No creo que nadie quiera meterse en ese problema”.
Tampoco dejarán que las veredas, como ya les informaron, acepten ningún tipo de ayudas, ni siquiera remesas de la misma procedencia.
Ese día, por la mañana, había salido de El Plateado en una de las camionetas que cubren el trayecto hasta San Juan del Micay y Honduras, vereda colindante y nuevo enclave cocalero.
Al poco de dejar el pueblo, debimos detenernos en un retén de las Farc. Un guerrillero de camuflado, con brazalete de la bandera nacional, revisó la documentación de los ocupantes con parsimonia. Otros subversivos conversaban entre ellos de manera distendida. Ninguno daba muestras de estar inquieto por ser blanco de la operación Perseo.
Unos kilómetros más adelante, el vehículo, que iba completo –cuatro pasajeros en cabina, otros cuatro en el platón y carga por todas partes– debió detenerse ante otro control guerrillero. Mismo procedimiento tranquilo y luz verde para continuar.
Fueron unas dos horas de recorrido entre cadenas montañosas que se antojan infinitas, alfombradas de matas de coca. Los verdes de distintas tonalidades, por la variedad de especies, armonizan el paisaje. No hay un solo soldado a la vista por los caminos, los lugareños creen que están apostados en elevados filos de los montes.
“Todas estas vías las hemos hecho las comunidades. El Gobierno no da nada”, explicó un viajero nativo. Agregaba que ellos mismos contratan la maquinaria, compran la gasolina y dedican jornales a abrir nuevos caminos y mantener los existentes. Y son las Farc las encargadas de azuzar a los campesinos para que cumplan con los aportes extras a fin de sumarlos a lo recogido en los peajes comunales.
Aún quedaba un tercer retén antes de entrar a San Juan de Micay, que pasamos sin inconveniente. El pueblo iba por su cuarto día consecutivo de fiesta a golpe de música ensordecedora e innumerables canastas de cerveza, y los guerrilleros, que garantizaban que no hubiese riñas, caminaban con aire despreocupado, como si no existiera Perseo. Solo cuando pregunté a un subversivo por un dato, se comunicó con su mando y ahí cayeron en cuenta de que SEMANA estaba en la población.
El Ejército, sin embargo, no exige documentos y franquea el paso en los dos retenes que ha montado en las entradas a El Plateado. Instalaron una especie de base en las afueras, apenas pisan el casco urbano y cuando lo hacen, suelen ingresar en tanquetas.
“La guerrilla nos decía que el Ejército nunca entraría a El Plateado, que no lo permitirían, y entraron porque no esperaban que llegaran en tanquetas”, comenta un comerciante que pide, como todos entrevistados, que no dé su nombre. Unos aplauden la entrada de los soldados porque estaban cansados de la presencia guerrillera, de sus abusos y que les impusieran decretos como el toque de queda entre diez de la noche y cinco de la mañana. Y, por encima de todo, del reclutamiento de colegiales.
“Estamos desesperados, no sabemos qué hacer, se han llevado a 13 menores, de 14, 15 y 16. La guerrilla les dice a los papás que se van porque quieren, que no los obligan y se pueden devolver. Pero eso no es verdad”, me dijo, tragándose las lágrimas, el tío de un niño.
Otros, sin embargo, viven inquietos. En cuanto ven militares, procuran alejarse por temor a un bombazo. “Yo estoy buscando arriendo en una vereda. Ya no vivimos en paz”, dijo un campesino. “La guerrilla es un mal necesario. En estos montes nunca llega la ley y las Farc imponen el orden. El cañón es sano porque no hay viciosos ni ladrones, porque la guerrilla no deja”.
Una fuente de la alcaldía estimaba que los Patiño, como los llaman, eliminaron a unos cinco o seis jíbaros en El Plateado. Y en Argelia cifran en ocho que mataron la Nueva Marquetalia y los Pocillo, acción que la mayoría alaba. La droga, justifican, estaba dañando a los adolescentes y ya fumaban marihuana en lugares públicos y las autoridades no hacían nada.
En lo que coinciden sin matices todas las personas con las que hablé en los días que permanecí en el área es que nunca acabarán con la guerrilla ni con la coca. “Siempre hemos tenido a los grupos y siempre estarán los Patiño o los que vengan después”, deslizó una comerciante en una frase que recoge el sentir general. “Y siempre habrá coca, el cañón del Micay es de coca”, otra afirmación que nadie rebate. “Son más de 40 años, pasa de abuelos a hijos y a nietos”, me dijo un cocalero. “Uno ahorra y le compra un pedacito de tierra al hijo para que tenga sus matas”.
Más de uno agregó que si aceptan al Ejército es porque les deja trabajar (la coca) sin poner problemas. “El día que se metan con la coca, hasta ahí llegaron. La gente los saca”, advirtieron.
Además, ahora, a diferencia del viaje anterior, en octubre de 2023, están gozando de una bonanza cocalera como las de antaño. Doce meses atrás, el precio de la hoja se desplomó, no entraban compradores y muchos cocaleros optaron por cerrar los laboratorios y abandonar los cultivos. Algunos dejaron deudas que casi quiebran a más de un almacén.
Por alguna razón que nadie sabe explicar, la situación ha dado un vuelco completo y el cañón revivió. Volvieron los compradores, la arroba pasó de los ruinosos 20.000 pesos a valer más del doble y hasta el triple, y el kilo de base de coca subió a los 3 millones desde los 2.300.000 que apenas servían para cubrir gastos.
Los vientos que soplan a favor de los cocaleros juegan en contra de la campaña que emprendió Gustavo Petro para cambiar la economía del cañón por cacao, café y diversos productos agrícolas.
“Siempre cultivamos coca y es lo que conocemos, lo que sabemos hacer. El cacao no sirve. La tierra solo sirve para coca. Tuvimos más de tres meses de verano, sin una gota de lluvia, y la coca sobrevivió”, aseveró un cocalero.
El presidente deberá sortear una cultura ‘narco’ muy arraigada y difícil de transformar de un día para otro, máxime en una región con alto porcentaje de población flotante. “Son nómadas detrás del dinero”, susurró un comerciante. Cuando en Argelia pregunto a un grupo de quinceañeras cuál es el futuro que sueñan para ellas, la respuesta es unánime: “El futuro está fuera, aquí no hay futuro para nosotras. Uno no quiere que sus hijos crezcan en este ambiente”.