Sobre las seis de la tarde. Cientos de golondrinas empiezan a sobrevolar la calle más comercial de Tibú, Norte de Santander. A pocas cuadras queda la estación de Policía. Las aves predicen la lluvia que caerá y la tormenta que agita el orden público en el pueblo, vísperas del 20 de julio. Horas atrás, la policía y el ejército entraron con tanquetas para efectuar registros de control y capturas en uno de los sectores más vetados de la región, el barrio Largo. En la misma zona dieron de baja a alias Roque, uno de los hombres que salió encapuchado a desafiar al Gobierno nacional pidiendo que mandaran tropas para combatir al frente 33 de las disidencias de las Farc.
En ese punto convergen el ELN y las disidencias de las Farc. En una especie de alianza macabra, se unen allí para planear atentados contra la fuerza pública sin importar que pongan en riesgo la vida de la comunidad. Si alguno de los insurgentes logra asesinar a un uniformado, recibe una jugosa suma de dinero. Por un policía de vigilancia pagan 5 millones de pesos, por un soldado, 7 millones de pesos, y, si pertenecen a algún grupo especial, la cifra aumenta a 10 millones de pesos. Si se trata de un oficial, el monto sube 5 millones más. Al poblador que vean hablando varias veces con la policía también lo matan “por sapo”.
Todo lo hacen para no permitir que les afecten el negocio del narcotráfico. Este es el municipio que ocupa el primer puesto en cultivos de coca con 19.333 hectáreas sembradas, según el último reporte del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci). Aunque el Catatumbo es hermoso, entre montañas y afluentes hídricos con abundantes riquezas naturales –petróleo, carbón, palma africana y cacao–, se calcula que, directa e indirectamente, el 70 por ciento de la economía del municipio es producto de la coca. Por eso, en un silencio que se confunde entre complicidad y miedo, la comunidad protege y “respeta” las órdenes de los grupos criminales. Además, quien no sigue sus reglas puede terminar fusilado.
La frase sarcástica de “el mundo al revés” cobra vida en Tibú. Causa más miedo y rechazo ver a policías y militares en la calle que a guerrilleros encapuchados y con fusil en mano haciendo requisas en retenes, incluso frente a la Alcaldía y a plena luz del día, mientras se presentan como miembros de la estructura 33 de las disidencias de las Farc. En los videos que ellos mismos se encargaron de difundir en las redes sociales el 2, 14 y 16 de julio, se muestra que la comunidad no pone problema al verlos entre ellos. De hecho, quienes fueron consultados no ven nada extraño cuando las autoridades preguntaron. Hasta el alcalde, Nelson Leal, confirmó que, cuando eso sucedió, él se encontraba en Cúcuta y sus vigilantes no se percataron de nada raro. Los funcionarios, entre ellos el secretario de Gobierno, no vieron las cámaras de seguridad. “Es que estuvieron solo como cinco o seis minutos”, le dijo con evidente incomodidad el alcalde a SEMANA, pues advirtió que prefería no hablar del tema de orden público de su municipio, pese a que es la prioridad en este momento, “para evitar problemas”. Sobre todo después de que los grupos ilegales le robaron la camioneta blindada que le proporciona la Unidad Nacional de Protección (UNP). “¿Me manejo solamente en una motico y con los dos escoltas, usted cree que eso es seguridad para mí y mi familia?”, manifestó.
Justo en la semana en la que el ministro de Defensa, Diego Molano, ordenó a la fuerza pública desplegarse con refuerzos al municipio (más de 250 uniformados), el alcalde tenía programadas reuniones en Bogotá para gestionar proyectos que ayuden a la comunidad. “Yo siempre le he dado la cara a todos los problemas (…) yo no puedo agarrar con las fuerzas armadas e irme por los barrios, ellos tienen todo el profesionalismo para hacerlo”, indicó, mientras a las afueras de la Alcaldía, en la estación de Policía y en las calles uno que otro ciudadano insulta a los uniformados. “No doy ni un cabello de mi cabeza por ustedes. Su mamita debe sentir vergüenza de decir que tiene un hijo policía”, reclamó una mujer, entre alaridos y llantos, encarando a un uniformado que guardó silencio mientras escuchaba del otro lado que les gritaban “corruptos”. Ella argumentó su ira y dolor por la captura de quien las autoridades identifican como alias David o Chiqui, uno de los hombres que, según las investigaciones, estuvo encapuchado haciendo retenes guerrilleros. En medio de los operativos se encontraron armas, granadas, publicidad alusiva a las disidencias. Pero para la comunidad es un joven que trabajaba para ayudar a su familia económicamente, que carga encima con el pecado de nacer en Tibú y lo estigmatizan como guerrillero. “Me le colocaron armamento, me lo secuestraron”.
La mamá de David dijo que, cuando llegaron los uniformados, le dieron patadas a un niño en condición especial, que a ella y otros familiares les “daban corrientazos con táser, me jalaban el pelo y me colocaban los pies en la cara. Decía, ¿esos son los policías de mi país? Esos son mercenarios de Ucrania que vinieron a matarnos”, exclamaba frente a la Personería Municipal. De lo dicho no hay pruebas, solo sus testimonios. El personero, Jhon Ascanio, avaló esas versiones asegurando que se está presentando abuso de autoridad. Sin embargo, llama la atención que él, aunque ha sido invitado a los operativos para velar por los derechos de la población, no ha asistido a ellos. Prefiere llegar luego de los hechos para evitar que lo vinculen con las autoridades y así no tener represalias de los grupos armados que pueden pensar que es “aliado o informante”. Prefiere solo recibir las quejas y hacerlas públicas para que los entes competentes investiguen la veracidad. Han llegado a tal punto que hacen videollamadas durante los operativos para que vea lo que pasa al otro lado de la pantalla. Para monseñor Israel Bravo, obispo de la diócesis de Tibú, es absurdo que “la ilegalidad se nos volvió legalidad”. Según él, lo que más preocupa es que muchas veces, cuando se ve el abandono del Estado en materia de inversión social, es fácil quedarse sin argumentos para defender la institucionalidad.
Las vías que comunican a Tibú están en pésimas condiciones. Solo llegar a Cúcuta –los separan 116 kilómetros– puede tardar hasta seis horas por el mal estado de la carretera, lo que genera que el costo de vida aumente, más allá del problema de inflación. Jhon Correa, panadero del municipio, dijo que estaba pagando hasta tres veces más por el azúcar y la harina. Un flete de Cúcuta a Tibú vale lo mismo que uno de la costa a Cúcuta, que es mucho más distante.
No hay universidades, ni siquiera una sede del Sena. El rector del colegio Francisco José de Caldas aseguró que de 5.300 alumnos que se inscribieron a comienzos de año ya se retiraron 400. Esto genera un riesgo para los menores, pues se enrolan en las organizaciones criminales o se van a trabajar al campo, algunos como raspachines de coca. Daniel tiene 10 años y vio cómo le tumbaron la escuela que quedaba a dos cuadras de su casa porque supuestamente Ecopetrol iba a construir una mejor, pero lleva dos años esperando que eso pase. El pequeño lo único que sabe es que ahora camina una hora para llegar a la sede que le asignaron y no volvió a ver a varios de sus compañeros, pues no pudieron regresar porque sus papás no tenían para pagarles transporte y les daba miedo enviarlos solos de camino a clases.
Tibú tiene barrios sin agua potable y sin electricidad. Solo cuentan con un hospital que no ofrece todos los servicios de atención para una población de 63.000 personas. Fabiola respiró profundo y mirando al horizonte, ya agotada de tanto llorar la muerte de su hijo de 4 años, recordó que el pequeño llegó morado al hospital después de convulsionar. El médico que lo atendió certificó que estaba bien y le dio salida con una revisión sencilla. Cinco horas después entró de nuevo por urgencias completamente descompensado y falleció frente a ella. Dicen que fue por negligencia. Todo sucedió el 13 de julio, y el hecho provocó indignación entre los vecinos. Al día siguiente salieron los miembros de las disidencias de las Farc, encapuchados, reclamando presencia del Estado.
Para los investigadores, esta situación demuestra cómo las organizaciones instrumentalizan el dolor ajeno para mover masas. Si en realidad les importara la comunidad, no amenazarían cada vez que el Ejército intenta hacer brigadas de salud, no lanzarían granadas a las habitaciones donde duermen los policías de infancia y adolescencia, y tampoco asesinarían con francotiradores a los soldados que están pavimentando vías. En lo corrido del año se han registrado más de 100 ataques, en los que han muerto cinco militares, dos policías e hirieron a 51 más.
En Tibú los patrullajes son atípicos. No se ve un policía andando solo, parado en una esquina o en moto, como en cualquier otra región. Salen en grupo y como si se tratara de una película de acción, cuando van a cruzar la calle, llevan su fusil a la defensiva, mientras uno apoya la espalda en el otro para tratar de ver hacia todos los ángulos. Los han atacado desde casas, montañas y motos. Incluso, lanzan granadas a las tanquetas en pleno centro, sin importar que reboten hiriendo a los transeúntes. Luego, los miembros de las redes de apoyo criminal que están en el área urbana, aproximadamente 60, empiezan a motivar el malestar social logrando que la comunidad pida que la fuerza pública salga del territorio con tal de evitar daños colaterales en medio del conflicto.
SEMANA conoció grabaciones en las que apenas pasan los uniformados empiezan a orquestar los ataques: “Los soldados por acá van llegando. Así quedamos, vamos al terminal, usted traiga el cable para nosotros echar esa vaina. Se quedan dos y nosotros nos metemos a la estación en mototaxi”, dice un fragmento. En los últimos días fueron decomisados en Norte de Santander 1.300 kilos de anfo (material explosivo con el que se podría destruir barrios completos).
Lo que en realidad estarían buscando los grupos terroristas al grabar los videos es que las unidades militares se desplieguen hacia el casco urbano para abrir corredores que tienen cercados, lo que represa la coca. Élmer Pérez es un campesino de la región que encontró en la siembra de coca la opción para sacar adelante a su familia. Es consciente de que vive en la ilegalidad, pero aseguró que cuando sembraba cacao se acostaban a dormir solo con una comida al día y no tiene buenas vías para sacar cosechas de palma. Aclaró que no es guerrillero y que no les pregunta a sus clientes de dónde vienen para evitar que lo maten por saber mucho. Solo sabe que este año no ha podido vender. No están llegando a la región los narcotraficantes que transportan la mercancía a los carteles mexicanos.
No hay efectivo y en las tiendas de la zona están cambiando leche, huevos, arroz, carne y verduras por pasta de coca: 110 gramos de esta sustancia ilícita alcanzan para un mercado de 300.000 pesos. El problema es que los tenderos ya se están negando a recibir ese método de pago, pues el producto se queda guardado mientras las vitrinas se desocupan porque no tienen dinero para surtir.
En este punto se preguntan si realmente al Estado le quedó grande el Catatumbo o está haciendo efecto su lucha contra el narcotráfico. Solo esperan que lleguen con cultivos alternos para que poco a poco la población erradique del corazón la mata de coca y se restablezca el orden público.