Hace unos meses Alejandro Gaviria, rector ilustre de Los Andes, me contó que había recibido el encargo de escribir el prólogo del libro Decidí Contarlo, de Guillermo Perry, responsabilidad que debía cumplir con premura. En ese contexto supe que Guillermo tenía cáncer. Me asombró que así fuere; nada en la fisonomía del joven vitalicio que siempre fue delataba su dolencia. El libro, en efecto, se publicó pocas semanas después. Felicité a Guillermo y prometí comentarlo en mi columna de SEMANA. No alcancé a hacerlo. Pero en algún momento me preguntó que en qué parte iba. La razón de la pregunta quizás fuere su aprehensión de que yo me molestara por alguna crítica suya a mi gestión como ministro de Comercio de Uribe, y que eso pudiera incidir en mi opinión.

El libro de Guillermo constituye un magnífico testimonio de la historia de la política económica, y de la política a secas de los últimos 50 años; y de su participación en tareas trascendentales para ayudar a construir un mejor país. Así, en efecto, ha sucedido y su relato cabalmente lo recoge. No hemos dejado de progresar en este dilatado lapso, del que yo mismo he sido testigo y actor de reparto, constatación que no puede conducirnos a la defensa del statu quo. No. Siempre hay problemas nuevos que resolver, ideas nuevas que requieren debate, causas de interés colectivo que han de ser promovidas. A muchos de los coetáneos de Guillermo, tanto como a él mismo, nos marcó el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966/70). El idealismo juvenil por la política nos llevó a identificarnos con un gobernante que tenía una visión transformadora de Colombia; y que, en pos de ese objetivo, confiaba en quienes tenían una formación rigurosa. De allí surgió lo que se ha denominado la “tecnocracia” nacional a la que quienes entienden la política para hacer favores –y prosperar haciéndolos– miran con desvío. Debemos a Max Weber esta nítida distinción: unos son los que viven de la política y otros los que viven para ella. Perry, quien tuvo una espléndida formación, primero como ingeniero, y, luego, como economista, es un paradigma del político que vale la pena ser; estuvo hasta el fin de sus días volcado sobre el bien común.

Siendo muy joven, Perry jugó un papel fundamental en la adopción de la reforma tributaria de 1974 durante el gobierno de López Michelsen. Se procuró entonces modernizar el sistema fiscal, entre otras cosas para introducir el impuesto sobre las ventas y la renta presuntiva. Más allá de estas innovaciones técnicas, se quiso aumentar el recaudo bajo el convencimiento de que, sin recursos tributarios adecuados, los propósitos de crecimiento económico, generación de empleo y equidad social son ilusorios. Igualmente, persiguió esa reforma distribuir la carga tributaria empresarial de manera igualitaria. En esa materia me decía a fines del año pasado que nos movemos en la dirección contraria. Colombia no recauda los tributos necesarios para sostener una agenda social tan ambiciosa como la que queremos; es difícil encontrar justificación a los numerosos beneficios tributarios que hoy existen para algunos sectores. El Chino Perry, como fue conocido a comienzos de su carrera, era una de las estrellas del gobierno de Ernesto Samper, de quien fue ministro de Hacienda. En un acto de coherencia y valentía renunció a su cargo cuando llegó a la convicción de que el presidente conocía, o no podía ignorar, la infiltración de su campaña por el narcotráfico. Fue ese el fin de su actividad política, aunque continuó siendo un servidor público ejemplar. Como economista jefe para América Latina del Banco Mundial, realizó aportes extraordinarios. A su regreso al país participó en cuanta tarea ad honórem los distintos gobiernos le encargaron. Hasta la semana pasada publicó su columna en El Tiempo de la que se sentía tan orgulloso. Perry tendrá, como todos, pero en grado mayor que muchos, su cuota de inmortalidad en el recuerdo de quienes lo quisieron y admiraron. Briznas poéticas. De Sócrates estas palabras suyas recogidas por Platón: “Temer a la muerte, atenienses, supone creerse sabio sin serlo, pues es creer que se sabe lo que no se sabe. Quiero decir que aunque nadie conoce la muerte ni sabe si, a lo mejor, constituye el mayor bien del hombre, casi todos la temen como si supieran con certeza que representa el mayor de los males”.