Lo único que tenía Alonso Orjuela a los 15 años era una bicicleta pesada y una cadenita de oro que había sacado a plazos, esa que compró pensando en llamar la atención de las chicas con las que se topaba cada vez que salía de repartir domicilios en una tienda de abarrotes.Pero Alonso tenía el mundo en contra. Su familia –padre, madre, cuatro hermanos- se había ido a vivir a los cerros de Bogotá, huyendo a los guerrilleros de las FARC que se estaban llevando para el monte a cada muchacho de Acevedo, Huila, que veían pagando en la calle o en las veredas.Salvo miseria, la selva de cemento, como llamaba Alonso a Bogotá, no tenía nada que ofrecerles a unos campesinos que lo único que sabían era cultivar la tierra. Desde que tuvo tres años y empezó a caminar, a Alonso le terciaban un morralcito en la espalda para que ayudara cargando una yuca o un plátano.“Yo no tuve infancia, a mí no me dejaban jugar futbol, no me dejaban jugar trompo. Mi padre era cristiano y dentro de su cristianismo, estaba el fanatismo. Sus hijos no podían estar jugando con otros niños”, le dijo Alonso a la periodista Claudia Mendoza Lemus, en un programa de televisión del Fondo Nacional del Ahorro que fue emitido en febrero del 2015.Por la disciplina de hierro de su padre, Alonso no pudo ir a la escuela. “Fue chistoso porque según mi papá uno al colegio iba a aprender mañas. Además, porque la escuela quedaba a dos horas de camino”, contó Alonso en la misma entrevista.Tanto fue así, que a la finca en Acevedo un día llegó una profesora cristiana que el papá de Alonso llevó para que con sus hermanos aprendieran a sumar, restar, multiplicar, dividir, sacar raíz cuadrada y hacer quebrados. La mujer llevaba en una mano un rejo, en la otra, una vara seca de café. Y en la mente, la orden de castigar a los muchachos si se ponían cansones.La huida a BogotáPero vino el rumor de la guerrilla y la huida al casco urbano del municipio, luego la migración a Chía, Cundinamarca, donde vivía el tío Parmenio que tenía un pequeño supermercado. Y luego sí el desplazamiento total del grupo familiar a Bogotá.Y Alonso se lo pasaba trabajando aquí y allá, primero en el supermercado, después en una panadería. Cuando había para los pasajes, la familia entera emprendía el viaje a visitar a Parmenio a Chía. Les gustaba ir porque el tío siempre les tenía un pollo congelado para que tuvieran qué comer durante la semana. “Esa era nuestra felicidad. Mi mamá hacía rendir ese pollo como usted no se imagina”, contó Alonso en aquella entrevista.Y llegó entonces ese momento que cambió la historia de Alonso y de su familia para siempre. El día en que el tío dijo que en su supermercado había quedado libre un espacio de un metro por cincuenta que estaba pensando en arrendar.Y Alonso, por cuyas venas no corría sangre sino frutas, verduras y campo, le dijo que por qué no le alquilaba ese pedacito de negocio para él vender productos frescos. Y Parmenio aceptó, aunque dudando de si ese muchacho de 15 años tendría con qué responderle.Lo que ocurrió después es todo un mito que circula entre los 2.000 empleados de Surtifruver, la cadena de tiendas de frutas y verduras que construyó Alonso en 18 años, al comienzo con un local en Chía, más tarde otro en la avenida Suba y con el devenir del tiempo, más sucursales en la autopista Norte, Chicó, avenida novena, Colina, Unicentro, calle 80, Santa Bárbara, Niza, Calle 85, Avenida 15, Zipaquirá y luego otras más en Cali.Alonso tenía 46 años el día en que fue asesinado. El crimen ocurrió el jueves a un costado de la autopista Norte con calle 178, en Bogotá. Las investigaciones previas del CTI de la Fiscalía dicen que hay un video en el que se puede ver que una pareja aborda a Alonso, que estaba cerca de su camioneta Toyota. Eran las 9:40 de la noche. Parece ser que es la mujer la que dispara.Una muerte absurda como todas las muertes que nacen de una mano violenta. Alonso estaba demasiado joven para haber construido el hipermercado más grande de América Latina, al menos en la línea de productos frescos del agro. Lo hizo con una estrategia a la que consideraba infalible: la mejor calidad y el menor precio posible.Alonso odiaba sentarse en un escritorio, le parecía que allí perdía tiempo y plata. Prefería estar desde la madrugada en alguna de las 30 plataformas de recibo de frutas, o en el centro logístico de acopio de productos que Surtifruver tiene en el kilómetro 5,5 en la vía a Cota. Le gustaba decir también que no cambiaba un viaje a visitar campesinos para escucharlos y convencerlos de la importancia de entregar un producto perfecto, por montarse en un crucero de esos que recorren el mundo.Este hombre logró tener un lugar en el mercado del agro, haciendo énfasis en procesos de cultivo y cosecha, atención al cliente y política de calidad. Sabía por la infancia campesina que vivió que cada fresa, cada papa, cada lechuga requerían de un manejo especifico. Aún siendo el presidente de la compañía, él mismo iba a los centros de acopio a inspeccionar las frutas, desde su aspecto físico y diámetro, hasta la longitud, peso, color y brillo en la que llegaban. “A esta papayita le duele si la golpeamos. Pero si la vemos apetitosa es distinto. Estas uvas se resienten si hablamos mal de ellas”, decía tan en broma como en serio.Surtifruver quería abrir fronteras. No pocas veces, dicen sus allegados, Alonso habló de tener tiendas en distintas partes del mundo. La idea de expandirse comenzó a tomar forma cuando se dieron los primeros pasos para penetrar en Medellín y Barranquilla.Le tocó vender la cadena y la biciEl tío Parmenio dudó pero aceptó que el muchacho de 15 años se encargara de aquel pedacito de supermercado de un metro por cincuenta. Pero solo le pidió una condición: que se inventara la forma de exhibir los productos en una vitrina.Entonces Alonso se fue para el sur de Bogotá a empeñar la bicicleta y la cadena. A las pocas horas se dio cuenta de que así solo conseguiría 2 mil pesos. Entonces tuvo que vender lo único que tenía. Y así fue como se echó al bolsillo 6 mil.Luego se fue para el barrio Restrepo donde un señor que vendía muebles de segunda mano. La vitrina de tienda que quería Alonso costaba 20 mil pesos. “Yo le dije que no tenía plata, pero que le daba 3 mil, que después le pagaba el resto. Y me dijo que sí, pero me hizo firmar unas letras. Aunque con el tiempo le pagué todo, hoy en día pienso que el señor fue muy bobo: hacer firmar una letra a un chino que ni cédula tenía”, dijo en esa entrevista al Fondo Nacional del Ahorro.Con el resto del dinero, Alonso compró el primer plante. A las 4 de la mañana se iba para los abastos a escoger lo más fresco que llegaba del campo. Y esa fue su primera lección: no escuchar a las personas que le decían que las frutas eran un mal negocio porque se dañaban. Y no podía ponerse a oír aquellos comentarios, pues por delante estaban cuatro hermanos, un padre y una madre a los que había que alimentar. Y eso, a tan corta edad, y en una ciudad desconocida, es como tener al mundo en contra.*Periodista de Semana.com