Las tendencias de la Historia occidental, antes creída universal, que tan esperanzadoras les parecían a los filósofos optimistas de los siglos XVIII y XIX, y tan ominosas en el XX a los pesimistas, no parecen mejorar en el XXI: más bien empeoran. Es cierto que en buena parte del mundo, el mundo de Occidente, se vive mejor y más tiempo, y se come más (aunque no mejor), y en general puede decirse que, como lo resumió algún historiador del bando optimista, “era peor la Prehistoria”. Pero las guerras civiles o entre las naciones; las crisis financieras del capitalismo neoliberal; las sucesivas revoluciones industriales, madres a la vez del progreso tecnológico y de la destrucción física de la naturaleza; el envenenamiento por causa de las actividades humanas de los ríos, de los océanos, de la atmósfera; la quema y la tala de las selvas; el derretimiento de los glaciares de las montañas y de los casquetes de hielo de los polos; el exterminio de numerosas especies animales, desde las abejas polinizadoras hasta los rinocerontes y las ballenas, empiezan a dibujar cada vez con mayor claridad la posibilidad de convertir el planeta Tierra en un ámbito hostil para la vida, no solo humana sino animal e incluso vegetal. El catastrófico cambio climático, ya reconocido por la unanimidad de los científicos pero negado por muchos de los dirigentes políticos, promete no respetar sino a la resistente raza de las cucarachas. Cualquier resumen que se haga de la apenas quinta parte que va corrida del siglo XXI tiene que empezar por ahí: por dar cuenta de un aniquilamiento de la naturaleza infinitamente mayor en estos diecinueve años que el logrado por el lento desarrollo de la civilización –y del últimamente desaforado crecimiento numérico de la especie humana– en los treinta o cuarenta mil años anteriores, desde la época de las cavernas. (…) En los años finales del siglo XX tuvo gran eco la visión idílica y utópica de un funcionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos, Francis Fukuyama, en un libro que tituló El fin de la Historia. Según él la Historia, o más exactamente sus desagradables tropiezos, acababa de terminar con el derrumbe del comunismo y el triunfo de los valores de Occidente encarnados por los Estados Unidos: la democracia representativa, el cristianismo protestante anglosajón, el neoliberalismo económico y el neoconservatismo político. El presidente norteamericano del momento anunció a su vez la aurora de un Nuevo Orden Mundial, presidido por su país y por él mismo, y los asesores geopolíticos de su hijo, también presidente algunos años después, bautizaron la centuria que venía como “the american century”. Pero se equivocaban. De golpe, por primera vez en los últimos mil años de la historia universal, el poderío de Occidente empezó a flaquear. (…)

La fecha que simbólicamente marcó ese cambio extraordinario fue el 11 de septiembre del año 2001: el “nine/eleven”, cuando dos aviones de pasajeros secuestrados por terroristas suicidas árabes protegidos por los estudiantes de teología islámica que gobernaban el remoto Afganistán, los talibanes, destruyeron las Torres Gemelas de Manhattan, emblema del capitalismo norteamericano, y un tercero se estrelló contra los muros del Pentágono en Washington, corazón de su poderío militar universal. Con esas voladuras empezó el siglo XXI. Y con él, el principio del fin del imperio americano. Pues en realidad el “siglo americano” fue el anterior, el XX, y estrictamente hablando duró solo medio. Medio siglo de predominio absoluto de los Estados Unidos en lo político, en lo económico, en lo cultural, en lo deportivo, en lo militar. En el poder “duro” de las bombas y de los portaaviones y en el poder “blando” del cine, de la música popular, de las artes, de la literatura, de la ciencia. De todos los Premios Nobel que se han otorgado desde 1901 hasta 2018, los químicos o físicos o escritores o economistas norteamericanos han ganado 254: la tercera parte. Y no se trata exactamente de la “decadencia de Occidente” que anunciaba el historiador alemán Oswald Spengler en el siglo XIX, precisamente cuando Occidente llegaba a su apogeo. Porque la civilización occidental sigue creando en estas primeras décadas del XXI tanto los más grandes horrores como las más asombrosas maravillas. El envenenamiento de la atmósfera con los gases “de efecto invernadero” producidos por los combustibles fósiles –carbón, petróleo, gas– usados desde la primera revolución industrial, y la universal proliferación de basuras del indestructible plástico que se acumulan en todos los océanos, en el agua que bebemos y en el aire que respiramos, y hasta en la sal: y “si la sal se corrompe ¿quién salará la tierra?”; y también los avances asombrosos de los ordenadores, del internet, de la exploración del espacio exterior, de la inteligencia artificial, del desciframiento del genoma humano. Siguen siendo occidentales los instrumentos del dominio del mundo –el capitalismo, las industrias de armamentos–, pero empiezan a estar también en otras manos. Los Estados Unidos se estancan al tiempo que Europa se hunde, después de haber experimentado una especie de renacimiento gracias a la creación de la Unión Europea a partir de los años sesenta del siglo XX. Solo para caer en un retroceso marcado por el brexit, la catastrófica salida del Reino Unido de esa Unión, provocada por una engañosa nostalgia de la grandeza del Imperio británico. El futuro, repito, parece estar en otras manos. En las de la China –que se despierta de un sueño de siglos– auxiliada, entre otras cosas, por ese otro invento occidental que ha sido el comunismo de partido único. La China es inmensa. Pero esa inmensa y antigua y en otros tiempos poderosa China fue sometida por las potencias de Occidente en el siglo XIX y hasta mediados del XX. Después “despertó” para usar la palabra de Napoleón Bonaparte, uno de los primeros observadores occidentales en darse cuenta de lo que se vendría. Hoy es la segunda, o tal vez la primera, economía del mundo, y su peso empieza a sentirse en todos los continentes. Y eso lo logró la inmensa y antigua y otrora poderosa pero humillada y sometida China, gracias a dos grandes dirigentes militares y políticos –Mao Tse Tung, Deng Tsiao Ping– contradictorios en sus métodos pero coherentes en su objetivo: no dejarse. La política revolución comunista de Mao, la económica contrarrevolución capitalista dentro del régimen comunista de partido único de Deng lograron en el breve tiempo de dos generaciones convertir a un país feudal y campesino, dominado por el extranjero, en la segunda o quizás ya la primera potencia económica del mundo. Y en un rival militar, tecnológico, político y científico, aunque aún no en el sistema financiero, todavía dominado por el dólar, de las más grandes: los Estados Unidos y Rusia. Todo eso a un costo de decenas de millones de muertos. Y de la represión absoluta de todas las libertades entendidas a la manera de la dieciochesca Ilustración europea que, por otra parte, nunca existieron en la China. El otro gran motor que resurge del pasado es el vasto mundo islámico, que también se sacude de su sometimiento colonial al amparo del renacer fanático de su religión. El cual se estrella en su reiterada exigencia del sometimiento de las mujeres contra el creciente “empoderamiento” femenino de los países occidentales. La moral, más que la fe, separa esos dos hemisferios. Así resucitan las guerras de religión, que parecían olvidadas desde el siglo XVIII, no solo entre el islam y la cristiandad sino entre las distintas facciones del islam, o entre estas y los hinduistas, y hasta los pacíficos budistas. En gran medida, el ataque contra las Torres Gemelas de Manhattan fue impulsado por el fanatismo religioso, como lo ha sido también el surgimiento en Irak y en Siria del llamado Califato Islámico, Isis o Daesh, que está en el trasfondo de casi todas las muchas guerras civiles que desgarran el amplio arco árabe, desde Mauritania sobre el océano Atlántico hasta el Yemen en el Índico, a todo lo ancho del norte de África y de la península arábiga. Y se prolongan más al Oriente en países musulmanes, aunque no árabes: Irán, Afganistán, Pakistán y su inestable frontera con la India. A todo lo cual se suman las ondas expansivas de lo que cien años antes fue la fundación del “hogar judío” en la tierra de Palestina, convertido hoy en el poderoso Estado de Israel, enemigo de todos sus vecinos árabes y de Irán, y poseedor de armamento atómico, que ya no es monopolio de los Estados Unidos, sino que comparten países tanto de Occidente como de Oriente: Inglaterra y Francia, Pakistán, la India, la China y Corea del Norte. (…) Las migraciones actuales van al revés, desde el sur hacia el norte, aunque tal vez en el mismo sentido: desde los países pobres hacia los países ricos. Desde el África árabe y negra hacia Europa, y desde las Américas Central y del Sur hacia los Estados Unidos. Y tienen el efecto de estimular una especie de renacimiento del fascismo racista del siglo XX por el crecimiento de la extrema derecha en los países ricos, cuyos pueblos se sienten amenazados, de nuevo, por los bárbaros. Y hay finalmente otras dos guerras, abstractas y en consecuencia inacabables, que destrozan el planeta, ambas definidas, emprendidas y dirigidas por los Estados Unidos, que pese a su creciente deterioro todavía siguen constituyendo el motor de la historia. (…) Para ellos el terrorismo no es un método, como lo ha sido en todas partes desde hace millares de años (…), sino un ente autónomo y maligno. Y por eso han decretado contra él la “guerra universal contra el terrorismo” sin querer entender –o por lo menos sin querer publicar que entienden– que quienes practican el terrorismo son agentes muy variados, tanto en su origen como en sus fines. En general, débiles contra fuertes. El terror es un arma de Estado, como se pudo ver en la Revolución francesa, o después en la bolchevique de Rusia. El terrorismo, en cambio, es un arma contra el Estado. Y la utilizan grupos étnicos, grupos religiosos, marginales grupos políticos incapaces de hacerse sentir de otra manera por falta de herramientas. El mejor ejemplo podría ser el testimonio de un jefe independentista argelino durante la guerra de la descolonización contra Francia en los años sesenta del siglo XX: “Si Francia nos da los aviones con que bombardea los pueblos de Argelia, nosotros le daremos las bombas artesanales que ponemos en los mercados de París”. En el siglo XXI las acciones y matanzas de los distintos terrorismos, religiosos, políticos, económicos, a veces simplemente privados, se han vuelto la principal fuente de noticias de los medios de comunicación, los cuales, a su vez, multiplican su ejemplo. La otra guerra universal es la llamada –también por su promotor y predicador principal, el Gobierno de los Estados Unidos– la “guerra frontal contra la droga”. Resulta que desde mediados del siglo XX, y en gran medida como consecuencia del ejemplo cultural norteamericano –los hippies de California, los veteranos de la guerra del Vietnam, los financieros de Wall Street, los artistas de Hollywood– el consumo de drogas excitantes, existente en el mundo entero desde los tiempos milenarios del soma de los arios iraníes o la coca de los incas suramericanos, para no hablar del alcohol universal, se disparó de modo incontrolable: marihuana, cocaína, heroína, opioides. Con lo cual los Gobiernos de los Estados Unidos decidieron controlarlo mediante el sencillo método de prohibirlo. Una vez prohibido, ese consumo no solo se multiplicó, sino que por estar prohibido legalmente en el mundo entero (debido a la presión de los Estados Unidos) se convirtió no solo en el más rentable negocio ilegal del mundo sino también en el segundo –después del comercio de las armas– negocio a secas. Negocio cuyas colosales ganancias han servido como colchón de seguridad para las más recientes crisis cíclicas del capitalismo, como la que en el año 2008 estuvo a punto de derrumbar a los grandes bancos del planeta. Pero más grande negocio todavía, y a la vez tan dañino como creativo, ha sido en este siglo que apenas empieza el de la producción de basura. (…) Las grandes ciudades que se ahogan bajo su propia producción de basuras, los países ricos que las exportan hacia los basureros improvisados de los países pobres, a los que pagan por recibirlas. El plástico, que es indestructible durante varios milenios, que atasca y asfixia los océanos. Y se trata de una basura que se extiende hasta la producción del arte. En el siglo XXI, y recogiendo una idea de principios del XX de Marcel Duchamp según la cual es arte todo lo que un artista decide que lo sea, y es artista cualquiera que se defina a sí mismo como tal, arrasa el llamado pretenciosamente “arte conceptual”, que desvaloriza hasta la misma palabra “concepto”. (…).

Basura conceptual, que se suma desde el arte a la generada por las guerras de destrucción y por las industrias de producción. Que se suma a la inagotable basura venida del sistema biológico de una civilización de consumo que, para decirlo en dos palabras, caga más de lo que come; y en consecuencia está a la vez devorando y cagándose en el planeta. Ya se ven fotografías que muestran a los osos blancos del antes prístino océano Ártico comiendo basura, porque ya no quedan focas que comer: todas se han convertido en abrigos de piel. Y cuando esto escribo, a finales de septiembre de 2019, a una muchachita sueca que se desgañita denunciando la inminencia de ese apocalipsis la denuncian a su vez como poseída por el Demonio. A lo mejor lo está.