María Jimena Duzán: Su libro impacta por la franqueza con que cuenta su vida: se vuelve monja, a pesar de que las detestaba, hace su transición al marxismo siendo profesora del colegio Marymount, un colegio para señoritas de estrato alto de Bogotá; termina en el ELN y se enamora perdidamente de Fabio Vázquez, quien posteriormente la manda a fusilar, orden que milagrosamente no se cumple. ¿Por qué ahora, y no antes, se decidió a contar su azarosa vida?Leonor Esguerra Rojas: Tú tienes que ubicarte en cómo fui criada y educada. Las monjas no podemos ser orgullosas ni estar apareciendo en los medios. Y en la guerrilla, igual: yo era una 'compañera' más y no me podía dar ínfulas de ser especial, ni la más deslumbrante. ¿Qué por qué terminé contándola? Pues porque en las reuniones yo contaba mi historia y la gente que la oía decía que tenía que escribirla. Jamás me senté a hacerlo, porque yo creo que tampoco soy escritora. Y si no es por mi amiga Inés Claux, monja peruana, que vivió aquí un tiempo en Colombia, este libro no sale. Ella me sentó y me sacó todo lo que está escrito en el libro. M.J.D.: En el libro usted le dedica varias páginas a explicar su versión sobre el escándalo que protagonizó en el año 68, cuando 'El Tiempo', en un artículo escrito por Arturo Abella, tituló en su primera página: 'Infiltración marxista en el Marymount'. L.E.R.: Eso fue un proceso tenaz. Mire, nosotras, las monjas del Marymount, abrimos un colegio en el barrio Galán para las niñas de bajos recursos, cosa que en esa época era una decisión audaz. Yo integro a ese colegio a un grupo de profesores marxistas, asombrada por la metodología que tenían para enseñar. Eso produce una dinámica insospechada en el colegio, no solo dentro de las profesoras sino dentro de las alumnas, y los padres de familia se empiezan a inquietar. Pero le digo una cosa, yo todavía no he encontrado un mejor método de análisis histórico que el de Marx, así es que en ese sentido soy marxista. M.J.D.: Sin embargo, ese experimento que usted arma salta en mil pedazos: la alta sociedad bogotana la condena: cierran el colegio, a usted le quitan la visa americana y la retiran como directora. Eso sucedió además en el momento en que todos los reflectores estaban sobre Colombia en razón de que el papa Pablo VI acababa de estar en Colombia. Corría el año 1968. L.E.R.: Yo traté de explicar mi posición en una entrevista que me hizo por la televisión Gloria Valencia de Castaño, quien tenía a su hija Pilar en el colegio, y que fue una de los pocos en entenderme. M.J.D.: Desde ese escándalo, usted condenó a los medios a la hoguera: no cree en ellos porque solo dicen mentiras. Esas son sus palabras.L.E.R.: ¡Sí, porque nos pusieron en boca de nosotras palabras que nunca dijimos! Ahí me empecé a dar cuenta de que los medios también estaban al servicio de unos intereses particulares y específicos. Y no lo digo solo por la forma como El Tiempo registró lo sucedido en el Marymount, sino porque lo mismo hicieron The New York Times y el Corriere della Sera. El escándalo llegó a tales dimensiones que resultó opacando el discurso de Pablo VI en Bogotá. ¿Cuál era entonces la imagen que se estaba dando de la Iglesia en Colombia con estas monjas locas?M.J.D.: ¿Esa experiencia es la que la impulsa a cambiar las cosas por la vía de la lucha armada? L.E.R.: ¡Pero claro! Para entonces ya conocía a Domingo Laín, a Manuel Pérez (el cura Pérez) y a René García, los sacerdotes que integraban el grupo de Golconda. Todos ellos abrazaban ya la lucha armada desde el cristianismo. También fue decisiva una reunión que tuve en Francia, después del escándalo, en la que conocí a los curas que habían luchado al lado de los palestinos en la Guerra de los Seis Días. Allí entendí la necesidad de buscar la lucha armada desde el punto de vista cristiano. Porque te voy a decir, yo nunca dije ni he dicho que soy atea. Tampoco he sido miembro de ningún partido comunista. M.J.D.: ¿Qué opina ahora de la guerrilla hoy? Una guerrilla que secuestra, que asesina a campesinos y que está metida en el negocio de la coca…¿La sigue viendo con ese mismo romanticismo con que usted describe en su libro al ELN de Fabio Vázquez y de Domingo Laín? L.E.R.: Mira, la guerra degrada todo. Han sido tantos años de espanto que todos se han degradado. No hay buenos ni malos. Es una guerra inicua, inhumana. Por lo menos en mi tiempo, en el ELN era prohibido secuestrar.M.J.D.: Pero esa guerrilla que usted tanto defiende la mandó fusilar por haber cometido unos "errores". Y quien da la orden no es cualquier persona, sino Fabio Vázquez, con quien usted tenía una relación pasional. ¿No salió defraudada de esa experiencia? L.E.R.: Pero es que en ese momento yo estaba convencida de que si uno cometía un error había que pagarlo con la vida. Ese era el lema del ELN. Y yo estaba dispuesta a pagarlo. Yo no me fui para ningún lado. Yo me quedé. M.J.D.: ¿Y por qué no la fusilaron?L.E.R.: Creo que no me fusilaron porque ya en la guerrilla estaban de fusilamientos hasta la coronilla. Sin embargo, yo duré varios meses en capilla. M.J.D.: ¿Y tanta tensión no la destrozó? ¿No la hizo odiar a la guerrilla?L.E.R.: Mira, con todo lo que me ha pasado yo me he acostumbrado a vivir día a día. En ese entonces, yo estaba con otra compañera que estaba conmigo en capilla. Nos tenían acuarteladas en Medellín, en un cerro, en una casa helada, y los compañeros nos llevaban comida a la espera de que nos dieran la orden de subir a ver a los comandantes. Sin embargo, un día nos dijeron: "Se pueden ir". "¿Y a dónde nos vamos?", les dije yo. Después supe que a Fabio le habían quitado el mando del ELN. Es decir, ¡me salvé por los escapularios, muchacha! M.J.D.: Usted define a Fabio Vázquez como un machista feroz, mujeriego. No lo deja muy bien parado. L.E.R.: Sí, él era espantosamente machista. En la guerrilla, el tema de la igualdad con las mujeres se despachaba de esta manera: nos decían que no nos afanáramos, porque cuando triunfara el socialismo todo el mundo iba a ser igual y nosotras no íbamos a tener que pelear más. Mira: ¡mangos! M.J.D.: ¿Fue difícil enamorarse de un hombre así?L.E.R.: Yo me enamoré de Fabio a sabiendas de que no iba a ser la compañera de la vida de él, porque, entre otras cosas, él era un mujeriego a morir. De eso me di cuenta después, claro está. Le confieso que eso al principio me molestó y sobre todo cuando después él adopta como compañera a una de las mujeres que estaban en la guerrilla con él: ¡huy, eso me dio muy duro! Entonces mi gran trauma era cómo yo, toda una revolucionaria, podía odiar a esta otra niña porque Fabio la había preferido. Me tocó trabajar mis sentimientos hasta que me volví íntima de la niña. M.J.D.: El voto de castidad fue para usted un tema de intenso conflicto. ¿Cuántas veces se enamoró siendo monja? L.E.R.: Pues la primera vez que me enamoré fue de un joven arquitecto. La enamorada era yo, desde luego. Eso me hizo pensar mucho: yo, sintiendo todas esas cosas por dentro y, del otro lado, el voto de castidad, esposa de Cristo. Me sentí infiel…fue horrible. Hasta que por fin llegué a la conclusión de que no importaba lo que sintiera porque mi opción seguía siendo Cristo y se me quitó mi angustia existencial, aunque también la verdad es que pasó el enamoramiento. Después me enamoré de un misionero belga, pero él no de mí. Digamos que fui de malas en el amor. Y como nunca jugué…¡no sé si soy de buenas en el juego! M.J.D.: Después de todas estas peripecias se fuga de Colombia, en donde es buscada por el DAS, y llega a Nicaragua a participar de la naciente revolución sandinista. Ahí sufre otro golpe: consigue empleo, pero de carcelera. L.E.R.: Yo, en medio de mi romanticismo, nunca pensé que las revoluciones tuvieran cárceles…Eso no estaba en mi imaginación. Y fíjese: ¡yo, que venía huyendo de la cárcel y acabar de carcelera! Sin embargo ese año que estuve en la cárcel aprendí mucho de la condición humana. M.J.D.: Y qué opina de que esa revolución sandinista haya terminado absorbida por un gobierno tan poco revolucionario como el de Daniel Ortega? L.E.R.: Me da tristeza. Eso me parece horrible. M.J.D.: ¿Sigue manteniendo su distancia con el Vaticano?L.E.R.: Sí, claro. A mí lo que el Papa diga me tiene sin cuidado. Ya esa Iglesia no me interesa para nada. Me es absolutamente indiferente, y eso es peor que el odio. M.J.D.: Oyéndola, entiendo mejor la razón por la que decidió sacar el libro ahora y no antes. Hace unos años, un libro así habría sido considerado una apología a la guerrilla… L.E.R.: Sí, desde luego, aunque aún hoy sigue existiendo gente que cree que yo soy culpable por el cierre del colegio Marymount, y que soy una monja espantosa…Terrorista no creo que me digan, aunque de pronto también me lo dicen. ¿Pero sabes qué? Lo que digan de mí ya como que me resbala. M.J.D.: ¿Para una monja marxista como usted, qué significó la caída del Muro de Berlín?L.E.R.: El día que cayó dejé el ELN. Yo me dije: ¿qué estoy haciendo aquí, esperando a que me fusilen? Volví a Colombia después de seis meses de haber estado en México. Y cuando regresé me tocó volver a ser una ciudadana común y silvestre. Conseguí un puesto en el Bienestar Social de Medellín, porque la directora era Gloria Quiceno, a quien yo conocía. Es decir, mi primer puesto lo tuve a la edad de 52 años y por influencias, como suele ocurrir en este país. Las vueltas que da la vida. M.J.D.: ¿Ha votado alguna vez?L.E.R.: Sí, voté por Antanas. Era verde, imagínate lo terrible.M.J.D.: Y del gobierno de Juan Manuel Santos, ¿qué opina?L.E.R.: Pues que cualquier cosa es mejor que don Uribe. Santos me parece un gran burgués. Lo digo sin odio, porque la burguesía también tiene sus cualidades y sus formas para hacer las cosas menos reprochables que las que hizo don Uribe. M.J.D.: ¿Cómo es eso que nadie quiso publicar su libro? L.E.R.: Tengo entendido que a ninguna editorial le interesó. Y por eso el libro lo sacaron adelante unos amigos en Medellín. Yo les agradezco a ellos porque a mí sí me interesa que, para bien o para mal, se conozca esta historia. M.J.D.: ¿No se arrepiente de nada de lo que vivió? ¿De las decisiones que tomó?L.E.R.: No. No me arrepiento de nada. Incluso lo que hoy veo como errores, en ese momento no eran tales: yo estaba tan convencida de lo que estaba haciendo que no cargo ninguna culpa. Mira, la Bogotá de los sesenta era una sociedad pacata, así de grande, donde se conocían los unos a los otros. En eso hemos cambiado y afortunadamente ya en Bogotá no quedan bogotanos. Yo siempre digo: soy bogotana, pero no tengo la culpa.