El Plan Colombia lleva cuatro años en la agenda del país. No obstante, su mención se asocia usualmente a la cooperación de Estados Unidos y su involucramiento en la lucha antisubversiva, la fumigación de los cultivos de amapola y hoja de coca, los gastos de la Policía, los venerables helicópteros Huey, los aviones Tucano, la zona de distensión y el frustrante proceso de paz con las Farc y el ELN. Paradójicamente, durante este tiempo es muy poco lo que le ha llegado a la opinión pública sobre el contenido de sus diferentes cartas y del monto que ha dado Colombia para desarticular la conexión entre narcotráfico y el accionar de los grupos armados, que parecerían haber condenado a una de las democracias y economías más prometedoras del hemisferio a una trampa de violencia y estancamiento.Con el narcotráfico, Colombia se quedó con el pecado y sin el género. Ante nosotros y ante todo el mundo, el país se embarcó en el negocio más lucrativo del mundo, cuando en la práctica le corresponde menos del 3 por ciento de las ventas mundiales y le retribuye, cuando mucho, un 2 por ciento del PIB. A cambio, el país asumió unos costos monumentales al desatar una escalada de violencia que ha menguado su otrora excepcional tasa de crecimiento y debilitado su institucionalidad. Tras años de guerra, la desarticulación de los grandes carteles irónicamente significó para los exportadores locales un menor control del mercado mayorista y la necesidad de buscar en las fases de cultivo y acopio mayores beneficios, que al coincidir con la salida del mercado de la coca del Perú y Bolivia, se tradujo en un extraordinario repunte de los cultivos en Colombia. Estos se desarrollaron en regiones, que por sus condiciones de marginalidad económica y social, habían sido para los grupos alzados en armas un territorio histórico de refugio y, más recientemente, una fuente de financiamiento.Así se estableció una conexión entre los cultivos ilícitos y el conflicto armado, cuya naturaleza aún no está claramente determinada. Resulta evidente que la probabilidad de la presencia de grupos armados aumenta con los cultivos y que la expansión también se explica por ello. Esto llevó a guerrillas y paramilitares, que tienen raíces históricas e ideologías antagonistas, a encontrar una fuente de financiación común en los impuestos a los cultivos y a la exportación, permitiéndoles a ambas facciones un mayor accionar militar para enfrentarse entre sí y contra el Estado. Viaje al PlanHasta 1998, Colombia casi en solitario, había desplegado prácticamente todas las políticas imaginables contra el narcotráfico: erradicación de cultivos (con fumigación y el programa de desarrollo alternativo del Plante), confiscación de insumos y exportaciones, destrucción de laboratorios, captura y desarticulación de organizaciones exportadoras, homologación de la legislación internacional contra el narcotráfico y los delitos conexos, leyes de expropiación de la riqueza adquirida con utilidades del narcotráfico, una jurisdicción especial para la justicia antinarcóticos, un programa contra la drogadicción y la extradición. Con estos antecedentes, el país se embarcó en una estrategia con múltiples instrumentos y un objetivo principal: una paz sostenible con los grupos guerrilleros. Para esto, el Plan Colombia fue concebido como una estrategia que integraba la política de paz con la implementación de una serie de políticas de recuperación económica, protección y ayuda a la población más vulnerable, atención humanitaria a regiones y poblaciones afectadas, la promoción de una cultura por el respeto a los derechos humanos, la transparencia y la convivencia, entre otros aspectos. En el diseño del Plan Colombia ejerció notable influencia la experiencia de las guerras civiles de El Salvador y Nicaragua, economías pequeñas, rurales, muy pobres, con desigualdad social, regional y política, con un Estado militarizado y deslegitimado, donde la cooperación de Estados Unidos fue determinante para llegar a los acuerdos de paz; pero soslayando significativas diferencias con Colombia, como la tradición de juego democrático, una economía más compleja y sofisticada, la urbanización del país, la transición de la insurgencia hacia el crimen organizado y, con un accionar político y una movilización cuya confrontación desde lejos no daba para una guerra civil. Reconstrucción legítimaEn algunos aspectos, el Plan Colombia se semejaba a un plan de desarrollo pues reclamaba acciones macro, como la implementación de reformas estructurales tendientes a apuntalar la estabilidad macroeconómica y el restablecimiento de las tasas de crecimiento y empleo; así como el acceso de Colombia a los flujos de comercio y mercados internacionales de capitales a través de la renovación y ampliación del Atpa. Y a través de la Red de Apoyo Social, RAS, se dotó de un programa permanente de apoyo social para la nutrición, empleo y capacitación de la población más pobre. Lo anterior no era necesariamente un relleno, pues sin economía no habría financiación para la estrategia, y sin política social, la legitimidad del Estado se vería en entredicho. Sin embargo, estos activos poco fueron aprovechados al concederse una agenda de negociación, supeditada a la resolución de temas insolucionables por decreto para cualquier democracia como son el modelo económico y el desempleo. Mediante el Plan Colombia, como nunca antes, se intentó atender la inveterada marginalidad de vastos sectores del territorio donde precisamente se focalizaron los cultivos ilícitos y la criminalidad. Se establecieron programas para atender poblaciones y regiones directamente afectadas por la conexión violencia-cultivos ilícitos. Allí están los programas de atención de desplazados y los agricultores comprometidos con la erradicación de cultivos ilícitos, así como acciones para fortalecer la institucionalidad, la economía y la infraestructura de las regiones del suroriente, Macizo Colombiano y Magdalena Medio. Esta ha sido una inversión silenciosa del Estado en legitimidad, a pesar de que la vertiginosa dinámica de los ilícitos y el desplazamiento escalan permanentemente la demanda presupuestal. Estos programas comprometen más de la mitad del presupuesto.En la lucha antinarcóticos, el Plan Colombia se propuso la meta de reducir en seis años a un 50 por ciento el área sembrada en cultivos ilícitos, focalizando su accionar en Putumayo y Macizo Colombiano, Magdalena Medio y el Catatumbo. Ello se propuso mediante la erradicación manual y voluntaria para pequeños cultivos de subsistencia a través de mecanismos definidos y concertados, así como con la interdiccion sistemática del tráfico. En 2001 el área descendió de 160.000 hectáreas a 145.000 hectáreas, luego de haber fumigado más de 250.000 hectáreas desde 1999. Este resultado invita a la evaluación y reflexión sobre la efectividad e integralidad de la estrategia. Aunque no se pueden obviar los desfavorables efectos de la suspensión de la cooperación norteamericana para la interdicción aérea, de haber anunciado la meta de erradicación de prolongada ejecución (con demasiada anticipación) y desde luego, del accionar de los grupos insurgentes.El costo del Plan Colombia se presupuestó en 7.500 millones de dólares que deberán ser ejecutados hasta 2003. Es decir, el equivalente anual a un 2 por ciento del PIB, dos tercios con cargo al presupuesto nacional, pues se trataba de recursos ordinarios, contratación de crédito externo y la emisión de los bonos de paz. El tercio restante fue prometido por la cooperación internacional, y hasta el momento sólo ha sido concretado por parte de Estados Unidos y la banca multilateral. Evidentemente el Plan es un significativo costo fiscal que al momento no tiene parangón internacional en la lucha antinarcóticos, con la distracción de recursos para la atención de necesidades también prioritarias.La ruptura de conversaciones con la insurgencia y el reconocimiento de sus vínculos con el narcotráfico, lejos de desvirtuar el Plan Colombia, ponen de relieve la necesidad de buscar una paz negociada y sostenible que le permita a Colombia alcanzar sus potencialidades de crecimiento y bienestar. Son muchas las lecciones e inversiones que es necesario capitalizar si se quiere abordar también el sendero del posconflicto. La erradicación debe ir articulada a inversión social. La cooperación internacional debe concretar más recursos y países. El sometimiento y negociación con la insurgencia debe reconocer la criminalización y heterogeneidad de intereses, pero también, permitirle recuperar su espacio ideológico y acceder a la interlocución política. La experiencia internacional invita a ser persistente en la tarea y moderado en las expectativas de un proceso de esta naturaleza. La ejecución de la estrategia se debe asumir con una institucionalidad y una financiación permanente, que permita una efectiva optimización de recursos. La lista es extensa, pero, en fin, no resulta para nada prematuro ventilar desde ya la agenda del posconflicto, cuyos temas se encuentran estrechamente ligados con los esfuerzos para lograr la paz.