Salud Hernández-Mora lleva varios días en Puerto Príncipe. La enviada especial de SEMANA es la única periodista colombiana en la isla, reportando la compleja trama que ha sacudido a ese país desde el asesinato del presidente Jovenel Moïse, a manos de un grupo de exmilitares retirados.
La periodista asegura que mientras buena parte de la opinión pública nacional e internacional ya condenaron a los colombianos, un grupo de expertos en criminalística están haciendo acopio del material que hay en el proceso para defenderlos. Por ahora, se sabe que mucho se ha llevado con irregularidades procesales. “No hubo cadena de custodia, no se sabe cómo se hizo el levantamiento del cadáver, los colombianos no tienen asistencia de ningún abogado”, agrega.
“Ellos creen que están sometidos a torturas o a presiones y que les obligan a decir cosas que no son ciertas”, enfatiza Salud Hernández-Mora. Agrega que los militares que están en el equipo de defensa de los colombianos sostienen hoy que es muy fácil echarles la culpa a dos muertos que no pueden hablar y que si bien existen fotos de unas reuniones, no están las grabaciones para probar que allí se hubiera planeado el crimen. “Creen que al final del camino podrán demostrar la inocencia de todos ellos, cómo los engañaron y cómo no vinieron a Haití a cometer un magnicidio”.
Salud Hernández agrega, sin embargo, que son poquísimas las posibilidades de que los colombianos vuelvan al país a pagar su pena en su territorio. Los haitianos quieren que todos los responsables paguen su pena en la isla.
La periodista llegó el sábado a la sede de la Policía Nacional de Haití, donde están los colombianos detenidos. “No han tenido derecho a nada. Ni una llamada a la familia”, aseguró Hernández-Mora desde la puerta del edificio donde permanecen privados de su libertad a la espera de que avance el juicio por el magnicidio.
SEMANA reveló en su portada el impactante interrogatorio a tres de los exmilitares colombianos que participaron en ese asesinato. Los colombianos han entregado a la Policía datos impactantes; por ejemplo, que cometieron el crimen con ayuda del cuerpo de seguridad del presidente y de miembros de la misma Policía. “Nos dijeron que también había una persona que estaba allá en el sitio, infiltrada”, sostuvo el soldado retirado Juan Carlos Yepes Clavijo, quien se quebró y confesó todo tras esta semana.
Sin embargo, sus aportes al proceso se han dado sin ninguna garantía judicial. “Ni un abogado, ni nada de nada”, dice Salud Hernández-Mora. “Las esposas, los hijos, los papás están desesperados, angustiados”, relata la periodista, quien ha hablado con varios familiares.
“Toda persona acusada tiene unos derechos, unas garantías, sin importar el delito”, recuerda Salud. “Aquí no les importan para nada los derechos de nadie. Ni de los nacionales y mucho menos de los extranjeros”, agrega. Para ella, la única esperanza que tienen los colombianos para recuperar unos derechos mínimos es la intervención de la Defensoría del Pueblo o de la Cancillería.
Además, cuenta que se ha despertado una ola anti-Colombia. “Nos están detestando completamente”, sostiene. En su reportaje para SEMANA, Salud Hernández-Mora contó en detalle cómo se vive ese sentimiento en la isla. “Blanca, colombiana, no pasar”, le dijo un joven en tono amenazante en cuanto se bajó del moto-taxi y pidió permiso con un gesto para hacer fotos de las casas. Otros chicos, apostados contra una pared, la miraron con cara de pocos amigos. Solo al mostrar su pasaporte español y su credencial de prensa de El Mundo, diario madrileño, los semblantes cambiaron y le hicieron señas para que siguiera. “No problem”, remató el joven.
Salud escribió un amplio reportaje sobre lo que se vive en la isla. Este es el texto completo:
“Hay que matar al presidente”
SEMANA revela desde Puerto Príncipe detalles inéditos de lo que vivieron los exmilitares colombianos antes del asesinato del presidente y lo que han encontrado las autoridades tras el crimen.
“Hay que matar al presidente y a todos los que estén en la casa, y luego quemarla”. La orden los dejó estupefactos. No habían viajado a Haití para volverse sicarios. No era el trato.
Solo faltaban 24 horas para ejecutar la misión, la que abriría las puertas a un Haití brillante y, ante la negativa de sus hombres a participar en un plan tan macabro, la respuesta fue contundente: “No vamos a matar al presidente ni a nadie”. Al sargento Duberney Capador y al capitán Germán Alejandro Rivera, y a los que también estaban al tanto de todo, no les quedó otra alternativa que volver a la idea inicial que habían transmitido a la mayoría de sus compañeros a finales de junio, una vez en suelo haitiano. Además, la habían ensayado los 22 exmilitares tres días atrás, en una casa: capturarían a Jovenel Moïse para conducirlo al Palacio Presidencial, donde una juez lo arrestaría y nombraría a otro en su lugar, de manera transitoria. Contarían, además, con el apoyo de la DEA.
Suponía dar un paso mucho más allá de las funciones que les habían vendido semanas atrás. Pero se trataba de realizar acciones en favor de un pueblo. Y les dijeron que era un tipo de misión que realizaba la compañía contratante y que los necesitaban porque nadie en Haití se atrevería a emprender semejante acción contra un presidente.
“Señores, la propuesta es la siguiente: hay una empresa americana que necesita personal de fuerzas especiales, comandos con experiencia, para realizar un trabajo en Centroamérica. El pago está entre 2.500 y 3.000 dólares mensuales. ¿Qué se va a hacer en ese país? Vamos a hacer operaciones de combate urbano, vamos a ayudar en la recuperación del país en cuanto a la seguridad y la democracia”, rezaba un aparte del mensaje que recibieron, vía WhatsApp, cuando convocaban voluntarios en Colombia. Para reforzar su papel de salvadores, condición que encaja con el espíritu y la vocación de un exmiembro del cuerpo élite del Ejército, intervino el colombiano Arcángel Pretelt Ortiz, del que se conocen pocos datos al cierre de esta edición. Les entusiasmó con un vibrante discurso cargado de sueños. Les pintó un futuro esperanzador para Haití una vez consumado el cambio, con grandes obras públicas de infraestructura, redes eléctricas, agua potable y programas sociales que proyectarían la paupérrima nación a niveles insospechados. Y ellos, orgullosos del uniforme que habían vestido durante décadas, contribuirían de manera decisiva a lograrlo. O eso creyó una parte de los exmilitares. Porque los coordinadores del grupo y los cerebros haitianos del magnicidio, un grupo enloquecido con la idea de gobernar el país para dar un vuelco a su lamentable rumbo, estaba decidido a ejecutarlo.
Nadie sabe al día de hoy quién disparó 12 veces al presidente Jovenel Moïse, cuando un soldado que ha pertenecido a Fuerzas Especiales no habría necesitado más de cuatro tiros para segarle la vida. ¿Por qué una docena de impactos? Tampoco la razón para ensañarse con un moribundo desguarnecido. La autopsia, según revelaciones conocidas por la revista, indica que le golpearon sin clemencia.
“Cariño, estamos muertos”, advirtió a su esposa al sentir los gritos y los pasos, la madrugada del 7 de julio. Ella saltó de la cama, fue a buscar a sus dos hijos, los escondió en el baño y regresó a la alcoba. La salva de disparos la alcanzó y solo pudo salvar su vida haciendo acopio de una admirable sangre fría. Después de dispararle, los criminales le dieron unas bofetadas para cerciorarse de que no respiraba. “Me hice la muerta”, recuerda Martine Moïse mientras se recupera de sus graves heridas en el Jackson Memorial Hospital de Miami. También comentó que los asesinos hablaban español, pero aún no ha sido posible establecer cuántos de los seis colombianos que entraron a la casa subieron al dormitorio y usaron sus armas. Es probable que Rivera no lo hiciera, puesto que su función consistía en coordinar a todo el equipo, lo que llaman en argot castrense “comando y control”, tanto los que prestaban seguridad afuera como los que entraron con él a la residencia. No se sabe qué papel desempeñó el sargento Mauricio Javier Rivero, fallecido en la fuga, y otros exmilitares insisten en que oyeron disparos antes de subir a la alcoba matrimonial y, al llegar, Juvenal Moïse ya estaba muerto. Con el equipo de asalto también ingresaron los haitianos Joseph Vincent y James Solange.
Mientras los esposos yacían en el suelo, el sargento Capador recorría la estancia, que presentaba un aspecto dantesco, hablando por celular en todo momento. Otros le ayudaron a revolver papeles, cajones, armarios. ¿Qué buscaban con tanto ahínco? Parece ser que Moïse guardaba documentos que pondrían en apuros a ciertas personalidades haitianas. Es un punto que deberán aclarar los implicados locales que ya fueron detenidos.
Una vez concluido el trabajo, salieron a la calle. Eran alrededor de las dos de la madrugada. El operativo, llevado a cabo en una tranquila zona residencial, cerca de una vía principal, desierta a esas horas de la madrugada, había durado unos 40 minutos, el doble de lo programado. Nadie de la escolta del jefe de Estado había opuesto resistencia en el interior de la edificación, un aspecto que puso en el disparadero desde el inicio al jefe de seguridad, Dimitri Hérard.
Al menos en el exterior, los guardias de las dos garitas que custodiaban la entrada tuvieron una coartada para no actuar. Antes de que apareciera todo el grupo en la calle empinada y corta, donde solo hay tres casas vecinas, protegidas por muros, cinco policías haitianos, acompañados de dos colombianos, lograron reducirlos sin necesidad de emplear armas. Una vez cumplido el cometido, los agentes locales se esfumaron. Los colombianos no volvieron a verlos.
Cuando iban a subirse a los carros, alguien sacó una maleta pesada, repleta de plata, y la dejó en una de las seis camionetas que habían empleado para desplazarse hacia la amplia casona, enclavada en una de las colinas que albergan barrios de estrato alto capitalinos. Además de las casetas de guardia, una valla a la entrada protegía la lujosa residencia presidencial.
En lugar de salir precipitadamente, abandonaron tranquilos el lugar. Nunca necesitaron un plan de fuga. Los recibirían y acogerían en Palacio como buenos soldados, con el deber cumplido.
Sin salida
Lo que nunca figuró en sus planes, al menos los conocidos hasta la fecha, era protagonizar una escapada violenta. Ni siquiera todos portaban buenas armas. Precisamente la falta de armamento adecuado estuvo a punto de frustrar el operativo. Pero en el último momento un haitiano consiguió lo imprescindible, pistolas y uno que otro fusil, puesto que en teoría contaban con el respaldo de personajes de alto estatus político.
Por eso, unos caminando en formación y otros en los vehículos, dejaron el lugar si afanes. Bajaron la cuesta, pero cuando ya clareaba, antes de las seis, se toparon con un retén policial. En lugar de un enfrentamiento a bala, comenzaron una interminable negociación que se prolongó varias horas, hasta que se rompió. Los colombianos se parapetaron en una tienda y comenzó un ataque. Una granada estalló junto al sargento primero Mauricio Javier Romero. Su cuerpo destrozado, que recibió toda la carga explosiva, y su chaleco antibalas, fueron el escudo que salvó a casi todos los demás. Capador fue el único que resultó herido y el paramédico decretó que, dada su gravedad, no podría salvarse. Lo dejaron y siguieron la huida por un área llena de cuestas y calles iguales, unas tras muros de piedras, y otras a la vista, donde resulta difícil orientarse. Y encima todos de raza blanca en una ciudad de afros. Imposible camuflarse.
Los que se adentraron en el peligroso barrio Jalousie, un enjambre de casas grises, estampadas contra una ladera, dieron con una población embravecida, indignada con unos extranjeros que habían osado irrumpir en su territorio y matar a su presidente. Aunque Moïse no era popular, nadie tenía derecho a arrebatarle la vida y menos en su propio hogar y a manos de foráneos. Para entonces ya la noticia corría como la pólvora en la extensa, caótica y bulliciosa urbe de tres millones de almas. Los moradores de Jalousie apresaron a varios exmilitares, les golpearon y los entregaron a las autoridades. Pero cinco colombianos lograron subir aún más y escapar de la turba. Sonó un tiro y el soldado profesional Miguel Guillermo Garzón cayó herido. Un compañero que hizo las veces de enfermero decretó que su estado era crítico, tenía el pulmón comprometido. No sobreviviría. Permanecieron agazapados hasta que constataron que nadie les atacaba, que Garzón debió dispararse de manera accidental. Con gran dolor tuvieron que abandonarlo.
En esos momentos, otro contingente de seis colombianos se había refugiado en la Embajada de Taiwán, una moderna construcción de dos niveles y paredes blancas, situada en la calle Lucien Hubert de Petion Ville, cercana a Jalousie. O fue casualidad encontrarla o alguno de los militares retirados la debía conocer de antemano porque en Puerto Príncipe las direcciones no resultan útiles –ni teniéndolas logras llegar directo a tu destino– y hay pocos puntos que puedan servir de referencia. Es un paisaje urbano muy parecido.
Horas más tarde, cuando se sentían seguros por tratarse de una sede diplomática, la delegación taiwanesa dio luz verde para que las autoridades locales entraran a detener a los fugitivos. En un instante comprendieron que todo había sido una farsa o una locura, les había perdido su afán de conseguir unos ingresos que les permitieran ofrecer mejores oportunidades a sus familias y, de paso, contribuir a mejorar una patria ajena. Ni siquiera alcanzaron a recibir el primer salario de 2.700 dólares, que les ingresarían el 7 de julio, al mes de su arribo a Puerto Príncipe.
El fugitivo
“¡Amigo!”. El hombre que tenía delante lanzó esa sola palabra en voz baja y tono suplicante. Era la medianoche del martes pasado y el vecino que lo descubrió en el patio de su casa, al pie de unas escaleras, quedó aterrado. Pensó que podría tratarse de uno de los colombianos fugados. Aunque el único que sigue huyendo es el soldado profesional Mario Antonio Palacios, se propagaron informaciones falsas de que serían cuatro o cinco y todo el mundo está alerta.
“Váyase, es muy peligroso”, respondió en un precario español, desde una ventana. Temblaba convencido de que el hombre que tenía delante podía matarle. Se agachó y aguardó hasta que no volvió a escuchar nada. Telefoneó a la Policía, pero dada la alta inseguridad en Puerto Príncipe y puesto que se trataba de un área colindante con el barrio Jealousi, los uniformados demoraron en llegar y solo hicieron una inspección tan rápida como superficial. El ciudadano pidió a SEMANA no dar ni nombre ni ubicación, pues no quisiera correr la misma suerte de otra construcción, situada en las cercanías de la residencia presidencial, que fue quemada y vandalizada porque los exmilitares colombianos la usaron para esconderse en su fuga. En el momento en que hablé con él, no teníamos internet para mostrar la foto de Palacios, que al ser de raza negra tiene mayores posibilidades de esconderse, aunque sin conocer la ciudad ni hablar francés o creole, será difícil mantenerse oculto mucho tiempo. “No es él”, dijo cuando vio su imagen.
En todo caso, la mejor carta del fugitivo, opinan las autoridades, sería entregarse cuanto antes. Si bien todos los consultados coinciden en que las penas que impongan serán altas, no habrá clemencia para los detenidos, dada la alerta general entre la ciudadanía y la ira por al magnicidio. Palacios corre el riesgo de que lo mate alguien armado o una turba.
Los principales sospechosos de alto perfil
Fue un crimen político. Y en un país con un sistema judicial y policial tan falto de credibilidad por la corrupción enquistada en todas las esferas de poder, la colaboración de autoridades norteamericanas y colombianas resulta imprescindible. Aunque se tejieron varias hipótesis, para los investigadores, según develó el general Jorge Luis Vargas, el presunto autor intelectual sería el haitiano Joseph Felix Badio, exfuncionario de la Unidad Anticorrupción, que tendría delirios de conquistar el poder para dar un giro de 180 grados a su país. Pero no sería muy eficaz en su patriótica misión, puesto que en mayo de este mismo año perdió su puesto por malas prácticas.
En esa misma línea de alcanzar la jefatura del Estado de manera violenta para reencauzar la nación, señalaron antes a Christian Emmanuel Sanon, médico haitiano, radicado en Florida, de 63 años, como principal sospechoso. Conforme aseguró la Policía de su natal Haití, también aspiraba a suceder a Moïse, aunque hacía dos décadas que no residía en la isla, si bien se preocupaba de asistir a los desfavorecidos con donaciones. Era tal su aspiración, que llegó a reunirse con médicos tradicionales de su país que practican vudú para atraerlos a su causa.
Los colombianos le prestaron seguridad durante las semanas previas al crimen. Había viajado en junio a Puerto Príncipe en avión privado y entró en contacto con la compañía CPU para contratar a los exmilitares. En su casa, como pruebas que presentaron en su día los agentes haitianos para echarle encima el crimen, figuran munición, una gorra de la DEA, cuatro placas de vehículos y otras minucias. Lo principal, sin embargo, fue su estrecha relación con los que buscaron a los colombianos.
Otro nombre con supuestos vínculos con el magnicidio es el viejo senador, opositor a Moïse, Joseph John Joel, apodado ‘Triple J’. Medios locales lo asociaron a la planeación del asesinato y la Policía Nacional haitiana publicó un cartel de “Se busca” con su foto.
No podía faltar el comisario Dimitri Hérard, que no opuso obstáculo alguno para evitar el asesinato de su jefe y realizó viajes a Ecuador, con escalas de más de 24 horas en Bogotá, poco antes de los hechos. Pero lo suyo, al menos en principio, no tendría motivaciones políticas, aunque no se podría descartar.
A pesar de la cantidad asombrosa de pistas que han dejado los participantes en el asesinato, parece prematuro aventurar una hipótesis irrefutable. Quedan aún muchos hilos por seguir e innumerables lagunas, y ni siquiera han podido interrogar a todos los detenidos. También falta por cruzar sus versiones con el cúmulo de datos acopiados por investigadores de la Policía y de inteligencia de las Fuerzas Armadas colombianas y del FBI, así como autoridades haitianas.
Difícil encontrar en la historia reciente un asesinato de un presidente en el que todos los participantes actúan de manera tan abierta como demuestra, por ejemplo, la compra de los tiquetes aéreos para 19 exmilitares con la tarjeta de crédito corporativa de CPU, responsable de su reclutamiento. O la fotografía de la reunión que varios sospechosos mantuvieron en República Dominicana. ¿Por qué tanta ausencia de precauciones? Otra de las preguntas que aún no tienen respuesta.