El ex alto consejero para el Posconflicto, los Derechos Humanos y la Seguridad, Rafael Pardo, considera que Colombia y el mundo perdió la guerra contra las drogas, y que para ganarla es necesario hacer un cambio radical en la manera cómo se ha enfrentado este flagelo. Esa es la principal tesis del libro ‘Una guerra sin fin’, que el exministro lanzará mañana miércoles 19 de febrero en el Gimnasio Moderno a las 6:30 de la tarde. A continuación SEMANA reproduce la introducción del libro: “Un colombiano de estos tiempos, menor de 60 o 65 años, con seguridad ha pasado toda su vida adulta oyendo, leyendo —viendo—, casi que a diario, sobre temas, asuntos y tragedias relacionados con el narcotráfico. Desde principios de los setenta, cuando empezó a cultivarse y exportarse marihuana desde la costa Caribe, hasta ahora, ya entrado el siglo XXI, la vida colombiana ha estado marcada de muchas formas por el tráfico ilegal de narcóticos. La realidad es que, desde 1980, Colombia es el mayor productor y exportador de cocaína del mundo, y entre 1970 y 1975 fue el principal productor de marihuana del planeta. Ha sido sede de las mafias de drogas más poderosas que hayan existido. Hoy, casi cuatro décadas después, los grandes carteles de la cocaína del pasado ya no existen. El cartel de Medellín fue desmantelado, y el de Cali, encarcelado, lo cual constituyó logros reales de las autoridades. Cada vez se extraditan más y más colombianos a Estados Unidos. No obstante, hoy sale de Colombia más cocaína que nunca. Las autoridades incautan más droga y capturan más traficantes, sin lograr todavía su fin. Desde Colombia se exportan, mal contadas, entre 200 y 500 toneladas métricas de cocaína, lo que introduce entre 2.000 y 3.000 millones de dólares anuales a Colombia, generando de manera continua nuevas mafias, tan ricas como lo fueron los tristemente célebres carteles de Cali y de Medellín. Ahora bien, según explica el informe What America’s Users Spend on Illegal Drugs, 2006-2016, el consumo de cocaína en Estados Unidos se ha reducido dramáticamente: se pasó de 366 toneladas en 2006 a 100 toneladas en 2016. De forma consecuente, los gastos para los consumidores en ese país han disminuido de 58.000 millones de dólares en 2006 a 24.000 millones de dólares en 2016. Los también denominados “carteles”, pero de otras latitudes —del norte del Valle, de Envigado, de los Llanos colombianos, etc.— aparecen, desaparecen y reaparecen. Sus jefes son capturados y otros los reemplazan, y la cocaína sigue fluyendo hacia el norte como si no hubiera ocurrido nada. En el mundo terminó la Guerra Fría, pero en Colombia crecieron desorbitadamente las guerrillas movidas por el dinero de la cocaína. Miles de colombianos han muerto por las drogas, las mafias y las guerrillas alimentadas con dineros del narcotráfico. Los grupos paramilitares cambiaron de nombre, y todas estas agrupaciones ilegales también tuvieron a la cocaína como su principal motor. Líderes carismáticos, como Luis Carlos Galán, y esperanzas de una izquierda democrática, como Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro y Jaime Pardo Leal, cayeron por las balas financiadas con el dinero de las drogas. Periodistas como Guillermo Cano, que se atrevieron a denunciar el poder de las mafias, fueron asesinados. Magistrados, jueces, policías y miles de jóvenes sin nombre murieron en esa confusa guerra sin causa. La marca que ha dejado el narcotráfico en la sociedad colombiana es indeleble, pero, de otro lado, ningún país ha hecho lo que Colombia frente a las drogas ilícitas; nin- guno ha tenido más éxitos y más fracasos que Colombia, ninguno ha sufrido más que este país por esa misma causa. En cinco décadas el asunto de la droga ha sido la columna vertebral de las decisiones más trascendentales del Estado; las consecuencias que producen quienes trafican con drogas han hecho tambalear las instituciones, han conmovido a la sociedad y han elevado la violencia organizada y común a niveles sin precedentes, hasta transformarse en una guerra. No obstante, si bien en el negocio de las drogas ilícitas, así como en todo negocio ilegal, la violencia hace parte de la actividad, las drogas ilícitas en sus inicios no eran propiamente un factor de confrontación. Lo empezaron a ser a mediados de los ochenta, cuando, intencional y sistemáticamente, quienes estaban en este negocio ilegal resolvieron retar al Estado para cambiar sus leyes y, en particular, el tratado de extradición con los Estados Unidos. Ese fue el comienzo de esa guerra. La narcoguerra, que empezó Pablo Escobar y terminó con su muerte. Pero la violencia relacionada con la droga continúa, porque sigue siendo combustible de la otra guerra, la de las guerrillas y los paramilitares. Este libro es el resultado de más treinta años de mi trabajo en la lucha contra la droga, desde mis inicios al frente del Plan Nacional de Rehabilitación durante el gobierno de Virgilio Barco, pasando por la guerra contra Pablo Escobar y las mafias más sangrientas como ministro de Defensa, e incluso en calidad de ministro de Trabajo y de alcalde encargado de Bogotá, para finalizar en mi labor como alto consejero presidencial para el Posconflicto. Las drogas, su consumo, su tráfico y su producción afectan todas las áreas de nuestra sociedad.Y en la lucha contra ellas hemos fracasado. Sí, ganamos algunas batallas, pero no hemos sido capaces de construir una fórmula, una apuesta común, por fuera de las discusiones ideológicas, de mezquindades partidistas. El mundo reclama de los líderes honestidad frente a una realidad que acaba cada día con más vidas, les quita dignidad a nuestros trabajadores del campo y deteriora nuestras tierras y manantiales, que garantizan la supervivencia del planeta. Esto último pasa por encima del uso o no del glifosato; va más allá. Es una decisión de todas las partes. Un diálogo transparente con los Estados Unidos, con otras naciones, como Portugal, con los cultivadores, con los empresarios, con los médicos, con el Estado todo; con una clase dirigente que no puede seguir siendo cómplice de esta guerra. Debemos ser capaces de mirar las realidades por fuera de nuestras fronteras. Mirar hacia Afganistán y la fallida guerra contra el opio, luego de más de 9.000 millones de dólares anuales invertidos; una guerra que, en total, costó 766.000 millones de dólares, según Foreign Affairs. En fin. No tengo fórmulas mágicas, pero sí una experiencia que aportar y pruebas, en alguna medida exitosas, que necesitan paciencia. En especial, hago la invitación a que juntos acordemos cómo enfrentar el creciente consumo de opiáceos y de drogas sintéticas, y la resiembra de coca. Muchos de los artículos que aparecen en este libro han sido extraídos de mis publicaciones anteriores De primera mano, Historia de las guerras y El fin del paramilitarismo. También, recojo algunas conferencias dictadas en México, cuando esa nación empezaba a enfrentar al demonio de narcotráfico.Y, finalmente, mis más recientes reflexiones luego de recorrer los territorios tras la firma del proceso de paz con las Farc para construir la arquitectura de posconflicto en Colombia".