Un año antes de que comenzara el proceso de paz con las Farc y los titulares de prensa se inundaran con detalles de lo que se discutía en La Habana, Colombia daba un paso no menos importante: reparar a las víctimas. Con la Ley 1448 de 2011, el gobierno le abrió la puerta a la reparación, dejando atrás décadas de olvido.  Desde entonces, la Unidad de Víctimas diseñó un programa que busca cambiarle la cara a quienes han sufrido de primera mano el dolor de la guerra. Un paso histórico, sin duda, pero un desafío gigantesco. Antes de terminar el primer mandato del presidente Juan Manuel Santos, la unidad decidió medir sus resultados. Luego de un proceso de selección, escogió a la Universidad de Harvard para evaluar las verdaderas posibilidades del Estado colombiano de hacer que la Ley de Víctimas pase del dicho al hecho. El Carr Center for Human Rights del Harvard Kennedy School se encargó de hacer el estudio dividido en tres partes. La primera es un análisis comparativo del proceso de reparación colombiano con el de otros  países. La segunda evalúa la capacidad institucional de la Unidad de Víctimas y la última, quizá más decisiva, aborda los resultados. Es decir, las víctimas que ya han sido reparadas. SEMANA conoció la primera parte del informe titulado Colombia´s Integral Reparations: Accomplishments and Challenges. Global and Comparative Benchmarking. Harvard hizo una evaluación comparativa del programa de reparación de la Unidad de Víctimas frente a 45 políticas de reparación en 31 países que vivieron procesos de justicia transicional entre 1970 y 2013. Con ayuda de un grupo experto en el tema, escogieron países que vivieron grandes violaciones a los derechos humanos, desarrollaron reparaciones administrativas, es decir, coordinadas por el Estado, formularon la reparación por iniciativa propia y pasaron por un proceso de transición entre autoritarismo y democracia. De esas 45 experiencias quedaron cinco que se ajustaban como referencia al caso colombiano: Guatemala, Indonesia, Perú, Sudáfrica y Marruecos. Al final, por la complejidad y completitud de sus reparaciones, y las pistas que podrían darle a la Ley de Víctimas quedaron los tres primeros. El balance del informe es muy positivo, pero los retos a largo plazo son inmensos. El primer hallazgo es que el número de víctimas que Colombia pretende reparar es mucho más amplio que cualquier otro programa de reparación en la historia. La violencia ha dejado 6,9 millones de víctimas, equivalentes al 14 por ciento de la población y la cifra va en aumento. Ningún otro programa ha reparado más del 1 por ciento de su población, a excepción de Perú y Marruecos. Por eso no existe una referencia sobre lo que el país pretende hacer. El cálculo del 14 por ciento resultó de una decisión del Estado colombiano al incluir a las víctimas de desplazamiento forzoso, que suman casi 5,4 millones desde 1984. Si estas no se contaran, el tamaño sería de 2 por ciento, que en todo caso sigue siendo el doble de lo que otros países han reparado. En términos de escala es un paso histórico. Según el informe, lo único que se le acerca en tamaño es la reparación a los desplazados de la Segunda Guerra Mundial (1939 – 1945) en Europa. Al comparar los recursos invertidos en cambiarle la cara a un continente devastado, con el esfuerzo de un gobierno por saldar la deuda histórica del conflicto armado, es evidente que si Colombia cumple el propósito de la ley, se convertiría en el espejo mundial de las reparaciones de ahora en adelante. La gran pregunta es de dónde van a salir tantos recursos para reparar tanta gente. Pero todavía queda un largo camino por recorrer. Aunque la unidad ha reparado 426.000 víctimas en menos de cuatro años y es una cifra récord comparada a otros países, el 94 por ciento de los 6,9 millones sigue sin ser atendida. El informe reconoce que la unidad no podrá terminar la compensación antes de que se acabe la ley en 2021 y entonces se abre la puerta a dos caminos: extenderla o aumentar la velocidad, algo que implicaría reparar 450.000 víctimas por año, sin contar que la cifra es cada vez más grande. Sin embargo, más allá del plazo, lo cierto es que saldar la deuda de la guerra no se reduce a la vigencia de una ley. Las heridas del conflicto armado son tan hondas, que trascienden la esfera de lo normativo. Según el informe, parte del reto está en lograr que el esfuerzo por reparar a las víctimas se convierta en una política de Estado y no dependa de las voluntades de cada gobierno. Puede que Santos haya dado el primer empujón, pero hace falta un pacto social y un compromiso de los próximos mandatos para cumplir la ambiciosa tarea de reparar a tantos colombianos. “Ningún tipo de esfuerzo de la UV será suficiente sin el apoyo financiero y político del gobierno y de la sociedad en su conjunto” dice el documento.  Por eso es necesario integrar la política de reparación a la política macro económica del país y ajustar el presupuesto a la realidad. Según el informe, el Plan de Atención y Reparación a Víctimas recibió una suma de 2.800 millones de dólares en 2011, cuando el número estimado de víctimas era de 4,5 millones. Hoy las víctimas han aumentado en 50 por ciento y el presupuesto sigue siendo el mismo. Otro punto importante es que al decidir ponerle pocos límites al tiempo en el que las víctimas pueden registrarse para obtener beneficios se vuelve una reparación sin fin. El gobierno abrió una gran ventana hace dos años y en algún momento tendrá que cerrarla si quiere cumplir. “Como en muchas áreas de derechos humanos, los estados han progresado en el ámbito de los compromisos, pero tienen problemas trasladando esas promesas en resultados” advierte el texto.  A pesar de todo, Colombia tiene el programa de reparación con más alto puntaje en el mundo porque reconoce un mayor número de daños, los criterios de selección de las víctimas son muy amplios, las formas de reparación son variadas e identifica diferentes beneficios de acuerdo al tipo de víctima.

Las lecciones Un gran aporte del estudio son las pistas que le dejan al país los casos de Guatemala, Perú e Indonesia. Guatemala vivió un intenso conflicto armado entre 1960 y 1996. El fuego cruzado entre el gobierno, la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca y las autodefensas civiles, dejó un saldo de 200.000 muertos, 45.000 desaparecidos, más de 1 millón de desplazados y 42.275 víctimas. El gobierno del presidente Alfonso Portillo creó el Programa Nacional de Resarcimiento (PNR) para ofrecer reparaciones individuales y colectivas bajo el mando de la Comisión Nacional de Resarcimiento (CNR). Hasta hoy 29.000 familias han sido reparadas, pero los problemas de aplicación no tardaron en llegar. El primer error es que “la normativa que regula el programa es de un rango tal que sus acciones son de gobierno y no de Estado.” Con el paso del tiempo, los recursos no son los mismos y el apoyo político tampoco. Como lo dice el informe “El PNR parece más interesado en recoger información que en prestarle atención a la dignidad de las víctimas.” Aunque en Guatemala la comisión de la verdad se organizó después de la guerra y Colombia está reparando sin que el conflicto haya terminado, es importante que el país no repita esos errores. En el caso de Perú, el que más se parece a Colombia en su compleja manera de abordar la reparación, también hay grandes lecciones. El conflicto allá duró 20 años, dejó 69.280 muertos o desaparecidos y 430.000 desplazados, la mayoría indígenas quechuas. Entre 2001 y 2003, la Comisión de Verdad y Reconciliación (CVR) oyó el testimonio de 24.000 víctimas y encontró que Sendero Luminoso, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y el Estado eran los grandes responsables del baño de sangre. Un año después, se creo la Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN), para organizar una política de reparación. A finales de 2013, el resultado fue histórico: 1946 comunidades y 37,138 víctimas fueron reparadas. Sin embargo, solo el 6,5 por ciento sintió que el proyecto respondió a sus necesidades. Como en Guatemala, la reparación también ha tenido problemas al ser aplicada, tanto así que hasta el presidente Alejandro Toledo ofreció una disculpa, pues según el informe “el programa no ha seguido una lógica de acción coherente y sus avances se deben a intereses iniciales del gobierno de turno.” Indonesia es otro ejemplo relevante aunque poco parecido. Su política de reparación se centró enreintegrar a los insurgentes del Movimiento Aceh Libre, que dominaba la región del mismo nombre, al norte del país. Rica en recursos naturales, Aceh fue saqueada bajo la dictadura de Suharto, que duró más de 30 años hasta 1998. La caída del dictador marcó el comienzo de una ruptura entre los habitantes de Aceh y el gobierno. En 2004 la región fue devastada por un tsunami que desplazó a más de 500,000 personas. Varias organizaciones internacionales unieron sus fuerzas para ayudar y el programa de reparación canalizó 1.400 millones de dólares para atender a las víctimas. Al final, el 96 por ciento se sintió satisfecho con el programa, pero los lazos entre las personas de ese territorio y el gobierno siguen siendo muy débiles. De ahí se rescatan dos lecciones: hay que crear un tejido social con todos los sectores del país para que se sientan comprometidos con el trabajo de la Unidad de Víctimas y hay que apuntarle a programas de reparación colectiva y no solo individual, si se tiene en cuenta que cada mes hay entre 100.000 y 150.000 nuevas víctimas en el país. Para Paula Gaviria, directora de la Unidad de Víctimas “si por alguna razón Santos no logra la paz, la Ley de Víctimas sería su mayor legado”. Queda claro en esta investigación que Colombia va en la dirección correcta. Tiene un marco legal serio, voluntad política y una institucionalidad para enfrentar el problema. Pero falta la otra mitad: cuantiosos recursos, política de Estado y apropiación de toda la sociedad para abrazar a las víctimas en su nueva vida. Porque mucho más que reconciliarse con una guerrilla minoritaria, es necesario que la reconciliación incluya a todos los colombianos, a las víctimas y a un Estado que por muchos años se olvidó de sus historias. Informe Unidad de Víctimas