“Nadie se muere la víspera”, solía decir Víctor Carranza. Si alguien duró hasta el fin fue este hombre al que ni las balas, ni las bombas ni los rockets ni los intentos de envenenarlo pudieron poner fin. La historia de cómo un niño campesino huérfano y pobre, con solo segundo de primaria, se convirtió en el zar mundial de las esmeraldas y en uno de los hombres más ricos, temidos y mejor relacionados del país, es la de los últimos 60 años de violencia, paramilitarismo, narcotráfico, expoliación de tierras e impunidad en Colombia. Carranza es el personaje más emblemático de ese medio siglo turbulento. No solo fue protagonista de primera línea en todas las guerras que ha vivido el país, no solo sobrevivió a casi todos sus enemigos, sino que terminó su vida en la más completa impunidad. Sobrevivió a los ‘pájaros’ de los años cincuenta, a las sangrientas guerras esmeralderas de los años sesenta a los ochenta, al Mexicano y a Pablo Escobar; a los hermanos Castaño y el paramilitarismo, a los ejércitos de Tirofijo que amenazaron sus fincas y hasta a las bandas criminales sucesoras de las AUC. Todos esos rivales y muchos de sus socios quedaron en el camino, muertos o presos. Víctor Carranza, en cambio, murió sin un solo proceso judicial vigente en su contra, con excepción de una investigación preliminar que no ha prosperado, en una cama de la Clínica Santa Fe de Bogotá, inmensamente rico y con más de un millón de hectáreas de tierra, el pasado 4 de abril, a los 77 años, de un cáncer de próstata. Todo un arquetipo de la violencia que ha sacudido a Colombia desde los años cincuenta y de la impunidad que la ha caracterizado. Del campo a las minas Víctor Carranza Niño nació en un humilde hogar en Guateque, Boyacá, el 8 de octubre de 1935. Su padre murió cuando tenía 2 años. Dejó la escuela para ayudar a su mamá en la finca, y llevaba marranos de Santa María y San Luis de Gaceno a Guateque para venderlos. A los 8 años escarbaba la tierra en busca de esmeraldas. En 1945, a los 11, entró a trabajar a una mina en Chivor. Desde entonces, su vida se ligó a las preciosas piedras verdes, en las que se convirtió en un experto. “He sido de buenas, las esmeraldas me buscan”, decía. En 1947 se fue a Gachalá, donde encontró tres masas de piedras con esmeraldas que le permitieron tener el primer ‘plante’ de su vida. Guaqueros y mineros informales como él explotaban las esmeraldas. El Banco de la República era su ineficiente y monopólico administrador. Y el célebre bandolero Efraín González prestaba la seguridad. Desde 1960, cuando encontró su primera mina, Peñas Blancas, su ascenso en ese mundo fue meteórico. Vendió piedras en Europa. Se asoció con otros. Compró una participación en otra mina. Consiguió permisos de explotación oficiales para él y sus amigos. En la década de los sesenta, la zona esmeraldera de Boyacá fue sacudida por la que se llamó la ‘primera guerra verde’. Gracias en parte a esas conexiones, Carranza salió de ella indemne, convertido en una figura de primer orden en el turbulento y corrupto mundo de las esmeraldas. Piedras, narcos y ‘paras’ En los años setenta fue, junto al entonces zar de las esmeraldas, Gilberto Molina, uno de los beneficiados de las licitaciones que hicieron los gobiernos de Misael Pastrana y Alfonso López, que sellaron el inicio de la renuncia del Estado a manejar el negocio, dejando las esmeraldas en manos de personajes como Molina y Carranza, que tenían minas en Muzo y Quípama, y sus rivales. Con esta jugada, los esmeralderos lograron lo que habían buscado por años: ser reconocidos por el Estado, formalizar sus fortunas y que el gobierno les cediera la ‘pacificación’ (léase el control) de una zona y un negocio que nunca pudo controlar. “Si uno es un delincuente, cómo es que el Gobierno lo ha tenido en cuenta durante tantos años para explotar las minas”, le dijo Carranza hace dos años a El Espectador, reivindicando, como todos sus colegas, su carácter de ‘empresario’. A mediados de los ochenta se desató una nueva guerra que causó más de 3.000 muertos. Molina pidió ayuda al narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano, quien de joven había trabajado para él como minero, pero este acabó traicionándolo y lo asesinó, junto con 24 escoltas, en su finca de Sasaima, Cundinamarca. Pese a que muchos sostienen que tuvo nexos con el Mexicano, Carranza siempre ha dicho que se opuso a la entrada de los narcos en su región y que por eso este se volvió en contra de Molina. Durante esa guerra, mientras unos y otros se mataban entre sí, Carranza consolidaba su poder y su riqueza. Pero la muerte de su socio Molina lo dejó en una situación difícil. Tuvo que refugiarse en sus minas, protegido por sus muchachos. “Al final de la guerra, cada piedra valiosa que salía de la tierra tenía nombre propio: financiaba la vuelta para matar a alguien de una u otra familia”, dijo a SEMANA uno de los líderes sobrevivientes. La muerte del Mexicano a manos de las autoridades, a fines de 1989, y la de varios líderes del bando rival, cambiaron las cosas. Con ayuda de la Iglesia y el Estado, Carranza firmó en 1990 un pacto de paz con la principal figura de la facción rival, Luis Murcia, alias el Pequinés, y otros protagonistas. Desde entonces, gracias a sus alianzas con la clase política, las fuerzas armadas, su visión empresarial, y, según muchos, su implacable decisión a la hora de lidiar con sus rivales, se convirtió en el nuevo zar de las esmeraldas. Pese a los cientos de muertos en esas guerras, la Justicia nunca actuó contra sus protagonistas. La guerra y el paso de los narcos por la zona esmeraldera fueron nefastos. Del fuego verde no solo nacieron nuevos líderes que, como Pedro Rincón, desatarían años después una nueva confrontación que Carranza no logró desactivar. En esa guerra hay que trazar, también, uno de los orígenes del paramilitarismo. Y, según lo ha declarado una decena de jefes paramilitares, en él también jugó un papel destacado Víctor Carranza. En la guerra, Carranza había creado su propio grupo armado para proteger sus propiedades, que ya entonces comprendían decenas de miles de hectáreas en el Magdalena Medio, Bogotá y los Llanos. Estos eran los célebres Carranceros. El zar decía que ese era solo el mote que se daba a sus empleados, pero muchos los consideran como uno de los primeros prototipos del paramilitarismo en Colombia. Según varios testimonios, Carranza habría participado de la escuela organizada por el Mexicano y miembros del Cartel de Medellín y del Ejército, que bajo la dirección de Yair Klein y otros mercenarios extranjeros, entrenaron y formaron los primeros grupos paramilitares en Puerto Boyacá. Antiguos paramilitares han dicho en Justicia y Paz que lo vieron en reuniones con promotores del paramilitarismo en el Magdalena Medio como Henry Pérez y con el Mexicano. Otros aseguran que a esos primeros cursos asistieron cinco personas enviadas por Carranza, incluido un sobrino suyo. Esa escuela fue el huevo de la serpiente que regó el paramilitarismo en todo el país. Y, como en la guerra de las esmeraldas, Carranza estaba en primera fila en su génesis. Un ‘boyaco’ en los Llanos Como a todos los grandes protagonistas de la violencia en Colombia, legales o ilegales, a Carranza lo caracterizó la acumulación desmedida de tierras. Como lo dijo él mismo a SEMANA en una entrevista inédita, hace un año, su relación con los Llanos Orientales comenzó en los años sesenta. “Fui a comprar ganado, para incursionar en ese negocio, y terminé quedándome con la tierra también, pues en esa época no valía nada. Fue un amor a primera vista”. Ese amor a primera vista se convertiría en una relación que signó toda su vida y lo llevó a acumular cerca de un millón de hectáreas y 100.000 reses, muchas de ellas adquiridas, según testimonios, a través de la práctica de ‘correr la cerca’ sobre baldíos del Estado. En los Llanos, Carranza, según un extrabajador, tuvo una extensa y profunda amistad con Héctor Buitrago, el padre de Martín Llanos, fundador de las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC), quien le prestaba seguridad. “El patrón nunca dejaba huellas de estas y otras relaciones no tan santas, los encuentros se hacían en las fincas llano adentro y bien custodiadas, o había hombres de mucha confianza que llevaban o traían mensajes”, le dijo a SEMANA un extrabajador. En 1997, cuando las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) decidieron ingresar a los Llanos, el zar jugó un papel decisivo y se dice que incluso tuvo relación con las masacres de Mapiripán y Caño Jabón. Según Salvatore Mancuso, los hermanos Castaño se reunieron con Carranza en la finca La Rula, para que permitiera su entrada. “Víctor Carranza era un mito dentro de las autodefensas porque había tenido grupos desde la época de Gonzalo Rodríguez Gacha, tanto en Puerto Gaitán (Meta), como en la zona esmeraldera. Además, había sido el triunfador de esas guerras internas de esmeralderos” aseguró Fredy Rendón Herrera, alias el Alemán, exjefe paramilitar del bloque Élmer Cárdenas. Según el libro Víctor Carranza, alias el ‘Patrón’ del padre jesuita Javier Giraldo y el parlamentario Iván Cepeda, Carranza se sirvió de la llegada de los paras a los Llanos para proteger sus intereses y sus tierras. Carranza fue objeto de la acción de la Justicia solo una vez, en 1998, cuando fue capturado por conformación de grupos paramilitares en los Llanos y la Costa, y por secuestro. El zar no fue a la cárcel sino a la escuela de formación del DAS y contrató, entre otros, a dos exmagistrados y un magistrado hoy en funciones para defenderlo. Pasó casi cuatro años en esa reclusión y, pese a que en algunas de las fincas que le habían pertenecido se hallaron cadáveres enterrados y una escuela de entrenamiento paramilitar, fue finalmente absuelto, dejado en libertad y recibió una indemnización de 70 millones de pesos. “Si en alguna parte Carranza tenía poder, era en la Justicia, pues durante toda su vida se dedicó a apoyar la carrera de muchos abogados que terminaban llegando a las altas cortes y tribunales”, dijo un conocido de la familia. En esos años llegó a la zona esmeraldera Yesid Nieto. Aunque se presentó como miembro de una nueva generación limpia y trabajadora de las gemas, luego se sabría que estaba relacionado con el narcotráfico y hacía parte de la estructura paramilitar liderada por Don Berna y el Alemán. A su salida de la reclusión, Carranza se enfrentó a este nuevo grupo, a la vez que intentaba mantener el pacto de paz de 1990. Fue objeto de dos espectaculares atentados, de los que se salvó de milagro. Nieto sobrevivió a un atentado en Bogotá y murió asesinado en Guatemala en 2007. Todos estos hechos, hasta hoy, están en la impunidad. Carranza pasó los últimos años al frente de la frágil paz en la zona esmeraldera y en sus inmensas propiedades en los Llanos. Vendió el 50 por ciento de dos de sus minas a socios de Estados Unidos buscando asegurar su sucesión. Le tocó la guerra entre los paramilitares del Llano, que enfrentó al grupo de Martín Llanos con el de Miguel Arroyave a mediados de los años 2000, en la que se dice que, con sus contactos entre los militares, Carranza ayudó para que la fuerza pública atacar a a los hombres de Arroyave para inclinar la balanza en favor de Martín Llanos y su padre. Luego de la desmovilización de las autodefensas, se vio enfrentado a un nuevo líder, alias Cuchillo, jefe de uno de los grupos que las sucedieron, y al poderoso narcotraficante el Loco Barrera, por conflictos alrededor de sus tierras. Se cree que estos dos personajes estuvieron detrás de los dos atentados contra el zar. Además de hacer frente a esta guerra, en sus últimos meses Carranza tuvo que lidiar con las denuncias de numerosos paramilitares desmovilizados que lo relacionaban con ellos. Iván Roberto Duque, alias Ernesto Báez, actualmente en prisión, aseguró a la Fiscalía que no se le debía llamar el zar de las esmeraldas sino ‘el zar del paramilitarismo’. Pero ninguna investigación prosperó y, al momento de su muerte, no había en su contra ningún proceso judicial en firme. Víctor Carranza fue, ante todo, un sobreviviente. Dormía con una subametralladora y siempre tenía a mano su pistola 3.57. Todos sus escoltas eran conocidos de años o familiares. Comía con ellos en la misma mesa, les daba de su plato o les quitaba del suyo para probar. Lo protegían, además, oficiales del Ejército, que ayudó desde rangos inferiores y llegaron hasta a generales. Analizaba con minucia a cada persona nueva, como lo hacía con los políticos, ministros, candidatos presidenciales, funcionarios públicos, generales, policías o magistrados que lo visitaban. Nunca se quedaba más de unos días en una propiedad. Compartió más con su guardia personal que con su esposa Blanca, los cinco hijos que tuvo con ella (Hollman, Ernesto, Mery, Felipe y Arturo), y otras cuatro hijas (Sandra, Viviane, Catalina y Juliana) que tuvo con otras tantas mujeres. Tenía una relación distante con sus hijos para mantenerlos protegidos. Al final, solo su esposa Blanca le daba de comer, por temor a ser envenenado. Carranza encarnó como nadie la dinámica de la violencia de los últimos 40 años. La de las peleas intestinas, la de las guerras sangrientas entre bandos, la de los tentáculos del narcotráfico, la de la complicidad política y judicial, pero también la de la sagacidad, la de la supervivencia y la de la movilidad social, así sea por caminos non sanctos. Pero ante todo la de la incapacidad del Estado para enfrentar todos estos flagelos. Víctor Carranza es el único protagonista de medio siglo de guerra en Colombia –quizá con Tirofijo– que terminó su vida en su cama. Los hombres del Llano A pesar de que el zar de las esmeraldas siempre negó cualquier vínculo con los paramilitares, las evidencias en su contra son evidentes. Con Héctor Buitrago, alias Martín Llanos, Carranza sostuvo una larga amistad y una alianza militar que le permitieron controlar gran parte de Meta y Casanare. Los hermanos Castaño le pidieron permiso para entrar a sus paramilitares a los Llanos. Al final terminaron enfrentádose a las autodefensas de Martín Llanos. En la foto, Carlos Castaño.