Desde que se ganó el título de ser una maestra para muchas monjas, todas las semanas la madre María Berenice Duque Hencker destapaba su máquina de escribir y en una hojita cualquiera tecleaba poesía, escribía alguna carta para los obispos, soltaba alguna reflexión para el día siguiente o comenzaba o terminaba algún capítulo de los 25 libros que publicó mientras estuvo con vida. La hermana Berenice fue, antes que monja, antes que religiosa, una escritora.
Ana Julia –su nombre de bautizo– aprendió a leer gracias a los cuentos de santos católicos que le compartía su madre Berenice Hencker, de origen de inmigrantes alemanes que huyeron de la Primera Guerra Mundial para asentarse en la Antioquia la grande. En una infancia inseparable de la religión Católica, Ana Julia se formó hasta que decidió entregar su vida “al servicio de Dios”, como dicen las religiosas, pero su vocación ahora ha trascendido mucho más.
El Vaticano informó a sus fieles que aquella monja ya dio el gran paso para ser beatificada. “El 12 de febrero de 2019, el santo padre Francisco recibió en su audiencia a S.E. el cardenal Angelo Becciu, prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos. Durante la audiencia, el sumo pontífice autorizó a dicha Congregación a promulgar los decretos relativos a las virtudes heroicas de la sierva de Dios María Berenice Duque Hencker”, se leyó en un primer comunicado de la Santa Sede.
Dada su educación religiosa, a temprana edad entró a ser parte de las dominicas de la Presentación. La muerte de una de sus hermanas –Ana Julia fue la mayor de 18 hermanos– la llevó a dejar las cosas que tenía, armar una maleta e irse a Bogotá. Atrás quedó Salamina, Caldas, donde había nacido, y a donde sus padres llegaron luego de haber contraído matrimonio en La Ceja, Antioquia. Terminó bachillerato y mientras perteneció a las dominicas de la Presentación hizo varios estudios en la Universidad Javeriana, gracias a lo cual recorrió el país enseñando ciencias naturales, de Ubaté en Cundinamarca hasta Zapatoca en Santander. De la costa hasta el Valle del Cauca.
María Berenice se olvidó de su nombre Ana Julia y tomó el de su madre como propio. En 1933, la hermana no pudo más con las diferencias de clases en la vida religiosa, así que en ese año le dieron la oportunidad de formar a jóvenes para el trabajo familiar. Su propuesta fue crear una escuela para enseñar a leer y dar clases de costura a las mujeres. “A sus pupilas no solo les quedó la dicha de aprender algo, sino que a muchas les interesó profundizar en conocimientos religiosos”, cuenta la hermana Luz Ofelia Herrón, la encargada del proceso de canonización de María Berenice, y alumna suya.
Doce de aquellas mujeres quisieron un convento, pero María Berenice no les podía buscar un lugar a todas. Entonces en su papel de escritora, que resucitaba cuando más lo necesitaba, le escribió una carta al arzobispo de la época. “Usted se va a encargar, yo la designo para formar a estas mujeres”, fue la respuesta que recibió.
Las mujeres negras estigmatizadas, otras que pertenecían a lo que injustamente llamaban “la chusma”, y aquellas consideradas “incultas” fueron las que María Berenice acogió. En 1943 ya el grupo tenía un nombre propio: Las Hermanas de la Anunciación. Esta congregación fue una catapulta para acercarse al poder, pero sin dejar a un lado que su origen y su causa estaba en la base de la injusta y desigual pirámide que separaba las clases del país rural y provinciano que le tocó vivir.
El presidente Gustavo Rojas Pinilla escuchó con atención las palabras de la hermana Berenice. Una vez aprobada la propuesta de la monja, lo que siguió en su vida fue volver a empacar maletas, para ir de un lado de otro. Recorrer Putumayo, viajar hasta Nariño y atravesar Caquetá con el único objetivo de ir fundando escuelitas para los más necesitados. Ella les decía a todas sus alumnas que estudiaran en la universidad pública, porque allí se formaba la gente más humilde, recuerda la sor Luz Ofelia Herrón. Muchas de ellas ingresaron a la Universidad de Antioquia motivadas por María Berenice.
La congregación no solo se quedó en Colombia, sino que llegó a España, Ecuador, Venezuela, Perú, los lugares más apartados de Nicaragua y recientemente a África. “Era muy culta, una persona muy honesta. Ella recibía abiertamente, pero si no tenía vocación les aconsejaba conseguir un trabajo, no engañaba, recibía”, recuerda su alumna.
Detrás de la historia de María Berenice están las personas que ayudó sin esperar nada a cambio: una niña a la que le asesinaron sus dos padres, que no tenía un brazo, y que la monja le hizo una prótesis y le dio trabajo hasta que aprendió a subsistir sola, o recolectar el dinero para el ataúd del padre de una de las hermanas que lo había dejado todo.
También están las personas que la ayudaron en su lucha para que otros vivieran un poco mejor su paso por este mundo: un arquitecto que se ofreció a construir la capilla y una mujer adinerada que se volvió monja, después de que sus hijos ya vivían en Estados Unidos, y que con sus millones construyó el actual convento.
En 1993, la monja María Berenice se fue de este mundo. Nueve años después comenzó un largo proceso de beatificación. Inició en Medellín con monseñor Giraldo, se nombró un tribunal y médicos para la investigación del milagro y allí se dieron cuenta de un hecho difícil de explicar por el que podría llegar a ser beatificada y ser estudiado en Roma. Tuvo que ser traducido a varios idiomas.
El milagro
Sebastián Vásquez Sierra nació en Caldas, Antioquia. Una enfermedad lo había condenado a la inmovilidad. Parapléjico, pasó sus primeros años arrastrándose, hasta que una silla de ruedas le permitió ir al colegio. Fue muy difícil para él por vivir en el campo.
Lo desahuciaron en un tratamiento que le practicaron en el Hospital San Vicente en Medellín. La única salida que encontró fue el consejo de una profesora que le dijo que le rezara a María Berenice, invocando esa cultura paisa que se aferra a sus santos y sus religiosos hasta en la última instancia.
Nueve años esperó Sebastián Vásquez, en los que rezó todos los días. En un sueño, su inconsciente le dibujó una escena reveladora: lo empujaban de una camilla e inexplicablemente se levantaba y caminaba. Se mostró ante su papá, quien no le creyó: “Usted no puede caminar, usted es parapléjico”, repetía. Esa fue una de las últimas noches que Sebastián vivió siendo parapléjico.
Hoy está estudiando y trabaja en una biblioteca. Cinco médicos estudiaron el caso, estuvieron en el tribunal, no le encontraron explicación de que pudiera caminar después de haber tenido aquel padecimiento. “Por la medicina no podemos entender esto”.
Uno de los pensamientos que María Berenice dejó consignados en su máquina dice: “Cada uno llevamos en nuestro corazón un recuerdo de lo que María ha hecho por nosotros”, tal vez para todas las personas que ayudó esta frase no les remita a la Virgen María, sino a María Berenice, a quien se le pueda decir santa.
Artículo publicado por SEMANA originalmente el 17 de febrero de 2019