Una de las frías y desconsoladas noches que arropaban la llamada Calle del Cartucho, estaba Franklin sentado en un andén a la espera de que su expendedor de fentanilo le llevara las dosis de la noche. La ansiedad lo carcomía, llevaba más de 24 horas sin consumir. Durante varios meses trató de desintoxicarse sin éxito, incluso lo habían hospitalizado en clínicas de Bogotá.
Estaba tan sumergido en el consumo que su familia, aparentemente, le había dado la espalda. “Mi mamá después me confesó que le había pedido a Dios que me llevara, que yo ya estaba sufriendo mucho”, relata.
Vio a su mamá, su papá y hermano ahogados en llanto, “mi padre se preguntaba qué había hecho mal, y realmente él no hizo nada mal”, dice que ninguna reflexión que hiciera le daba las fuerzas para dejar de lado la droga zombi. Pero confiesa que él no era feliz con la vida que llevaba. No quería vivir en la calle, pero su deseo de consumir era más grande.
Esa noche dos hombres llegaron a sentarse cerca a él en el andén, ellos eran adictos al bazuco. Uno tenía en sus manos dos fósforos y un cigarrillo de la sustancia tóxica. El otro no tenía fósforos. El primero tuvo que retirarse y le pidió al segundo que se los cuidara. Franklin alcanzó a ver que este prendió los dos cerillos para encender su “bicha”.
Cuando llegó el otro y notó que los únicos fósforos que tenía ya no existían sacó un arma de fuego y descargó todos los cartuchos sobre el que le había quitado lo suyo. “Yo alcancé a correrme para que ninguna de esas balas impactara sobre mí”, confiesa Franklin que ver que la gente se mataba por unos fósforos lo aterró y caminó hacia al norte de la ciudad.
Sobre la avenida Caracas se tiró al piso de rodillas y mirando al cielo dijo: “Dios, si usted existe, sáqueme de acá”. Siguió caminando aparentemente sin rumbo fijo, era como si alguien lo guiara según recuerda. Pero aclara que no había nadie a su lado. Después de una larga caminata miró un letrero que decía “12 pasos” (un establecimiento de narcóticos anónimos). Entró y las personas que estaban en el lugar lo recibieron con afecto, como si lo estuvieran esperando.
“Llevaba tiempo sin sentirme así, me acogieron pese a que llevaba muchos meses sin ni siquiera bañarme. Me dieron comida”, asegura que ese fue el inicio de un proceso largo que aún alimenta.
A esa entidad de los 12 pasos le debe lo que hoy es: médico, con una esposa y tres hijos; los dos pequeños no saben de la tragedia que tuvo que atravesar su padre. Cuenta que, en su momento, no recibió del sistema de salud el apoyo que requería. “Me tocó poner una tutela porque los tratamientos de salud mental no eran cubiertos”, indica.
Aún se pregunta, ¿por qué está vivo si de cada 1000 consumidores solo 3 se salvan?
Ha sido padrino de otros adictos que luchan por dejar de lado el vicio y que lamentablemente ha tenido que ver morir en el proceso. “Es que no hay adictos crónicos al fentanilo, dejan de existir”, recalca. Algunos que lo conocen creen que su recuperación fue un milagro; otros, que sus conocimientos en anestesiología no le permitieron excederse en las dosis que se aplicaba.
Franklin está convencido de que su misión es contar su historia, para que quizás personas que tienen en sus genes, hasta en tercera generación, el gusto por el trago o la marihuana (que parecieran inofensivos), se abstengan de probar esas sustancias porque pueden ser la puerta a la peor pesadilla. “La curiosidad y los genes son una mezcla mortal, siempre se va a querer probar algo más fuerte”, concluye.