Los primeros instantes del acercamiento inicial fueron caóticos. Nathalia Gaviria sintió el miedo cuando se dirigía al grupo de manifestantes de la resistencia del oeste de Cali durante el estallido social, pero no su miedo, sino el de ellos -los otros-, aquellos que por más de tres semanas permanecían con sus rostros tapados aguantando, resistiendo. Así, sin más.
Era mayo del 2021 cuando Nathalia y su amiga, Liliana Sierra, tomaron la decisión de salir de sus apartamentos vecinos de la zona y adentrarse en el corazón de la resistencia. Nadie más lo había hecho, nadie siquiera lo había intentado, nadie se había interesado por saber qué querían todos esos jóvenes.
Los primeros segundos no fueron fáciles, a medida en que las dos mujeres avanzaban a paso lento, los jóvenes corrían en búsqueda de refugio, pues era hora de almuerzo y estaban desamparados, sentados en un andén con un plato de sancocho y sin sus capuchas. Estaban a la deriva y cualquier extraño era un sinónimo de peligro.
Nathalia, recuerda ahora, sintió por primera vez la sensación de producir miedo en alguien; comprendió, además, que quienes estaban ahí no eran los malvados reseñados en redes sociales, sino personas cargadas de una inexplicable ingenuidad, repletos de utopías de un país mejor para ellos.
En ese punto de resistencia, muy cerca a la Portada al Mar, había personas de los sectores Terrón Colorado, Bellavista, Montebello y otros corregimientos. De un lado estaban ellos con sus ollas comunitarias, capuchas, música y rebeldía, y del otro, los residentes de los lujosos edificios que hay en esa zona. Convivieron por varias semanas en una línea imaginaria entre la escasez y el derroche; entre dos visiones de país, cada bando terco en sus convicciones.
En medio de ese tire y afloje, de insultos pasajeros y confrontaciones verbales a la distancia, Nathalia tomó la decisión de abandonar el privilegio y ver la realidad de cerca.
“Yo nunca había sentido la sensación de que te tengan pánico (...) Estaban los chicos en ese momento en la olla comunitaria comiendo su almuerzo, que para muchos era la única comida del día, estaban relajados, sin sus capuchas, sin sus escudos, comiendo en el andén y cuando nos vieron prefirieron tumbar su plato de comida y soltarlo para coger a toda velocidad sus escudos y ponerse sus capuchas”, cuenta Nathalia.
Ya han pasado más de dos años de aquella escena, y lo que inició con correrías de pánico, hoy es uno de los experimentos sociales más importantes de Cali y de Colombia.
Nathalia fue un par de veces más al punto de resistencia. A escondidas de su familia logró crear un vínculo con los manifestantes, allí conoció a Hellen, a Fernando, a Alejandro y a muchos otros más. Invitó a sus vecinos de los edificios y entre todos programaron un encuentro en una zona verde del sector.
“Nosotros no teníamos un plan, solo queríamos escucharlos y nos encontramos con que había muchas ganas, mucha fuerza, mucho potencial y talento; cada conversación nos mostraba que también había una realidad, que en muchos casos era muy dura”, añade Nathalia.
De ese primer encuentro entre los manifestantes y la gente de los edificios salió una tímida hoja de ruta que contemplaba unas clases de inglés. Los jóvenes querían estudiar, superarse, aprender, y los residentes que acompañaron la iniciativa donaron su conocimiento.
“Esas conversaciones fueron muy conmovedoras y reveladoras. Escuchar frases como la que nos dijo Pipe, uno de nuestros ahijados que en ese momento era uno de los líderes de la Primera Línea, cuando le preguntamos ¿ustedes qué quieren? ¿Qué es lo que sueñan?, A muchos esa pregunta los dejaba totalmente en blanco, nunca nadie les había preguntado eso, pero Pipe respondió: ‘queremos dejar de sobrevivir para poder empezar a vivir’”, dice Nathalia.
Del otro lado
Fernando Medina fue uno de los primeros que vio acercarse a Nathalia y a su amiga al puesto de resistencia aquel día de mayo. Vio la correría e intuyó una posible reacción negativa de los jóvenes, así que por su vocación pacifista corrió hacia las dos mujeres y les preguntó si se les ofrecía algo.
La respuesta lo desacomodó: “venimos a almorzar con ustedes”, le dijeron. Ese día compartieron parte del sancocho y conversaron como si ya se conocieran, no había confianza plena, pero Fernando supo inmediatamente que no existían motivos para temer, que ellas, al igual que los jóvenes, estaban asustadas y solo querían dialogar.
Fernando es profesor de teatro, artista, soñador, activista medioambiental y guía turístico de la Comuna 1. Llegó a la marcha del 28 de abril con el deseo de caminar y alentar pacíficamente la movilización, pero de regreso se quedó en la portada, a escasos metros de su casa.
“Nos dieron las 8 de la noche y todavía estábamos cantando hasta que llegó la Policía a sacarnos con violencia y eso dio origen a toda la resistencia. Eso nos movió y conmovió porque había adultos, niños y jóvenes manifestándonos de manera pacífica, al otro día volvimos al mismo punto y cuando menos pensé habíamos construido una familia diversa y llevábamos dos meses de resistencia en ese punto”, recuerda Fernando.
Hellen Castro, al igual que Fernando, también se convirtió en una de los liderazgos visibles del punto de resistencia del oeste de Cali. Ella fue la encargada de catalizar el mensaje de los residentes de los edificios y agrupar a quienes quisieron participar de esa primera reunión. “Nos sentamos e hicimos una ronda con algunos chicos que estuvieron interesados, en ese momento había una situación de mucha desconfianza. Hicimos una ronda de opiniones y lo que más querían los chicos era aprender inglés, así que del otro lado alguien dijo: ‘yo soy profesora de inglés, cuando quieran arrancamos con las clases’, y así fue”, señala Hellen.
Dos mundos
El estallido social en Cali desveló las dos ciudades -o más- que habitan en la capital del Valle. A las concurridas marchas del 28 de abril de 2021, le siguieron más de 48 bloqueos en diferentes puntos, algunos se extendieron hasta por casi tres meses.
Los enfrentamientos entre manifestantes y la Fuerza Pública fueron constantes los primeros días. Hubo muertos -y decenas de heridos- en ambos bandos; desapariciones, saqueos, quema de infraestructura, daños a más del 90 por ciento de la planta física de Metrocali y vandalización de buses del MIO. La ciudad estaba marcada por huellas de improvisadas trincheras que daban cuenta de que lo que estaba ocurriendo en las calles era una verdadera guerra.
En puntos de bloqueo como Ciudad Jardín, hubo confrontaciones entre manifestantes y residentes del lugar, a quienes desde las protestas llamaron ‘los camisas blanca’ o ‘la gente de bien’, así pues, Cali estaba fracturada, socialmente dividida y con odios que florecieron con el pasar de los días, incluso hoy, dos años después, aún no se han cerrado en algunos sectores.
Mientras la ciudad estaba a punto de presenciar una masacre civil porque los ánimos estaban al tope, el alcalde Jorge Iván Ospina en un acto de valentía (o de rebeldía también) decidió reemplazar los desalojos violentos por el diálogo. Y eso permitió desescalar un poco la efervescencia en las calles.
Mientras todo eso ocurría en la ciudad, en el punto de resistencia del oeste nacía en una zona verde del sector la Fundación de Iniciativas, Paz y Oportunidades, IPO. Quienes la estructuraron decidieron escuchar desde la diferencia, anteponer los egos y abrazarse en la palabra. Era un experimento social sin precedentes en medio de un caos sin igual.
Las clases de inglés iniciaron en la Casa Obeso, también en el oeste, y aún no han concluido, de los 20 alumnos iniciales, hoy quedan 17. Pero eso no fue lo único que ocurrió, la iniciativa se extendió en tres pilares: Cultura y Reconciliación; Proyectos de Vida; y Emprendimiento Integral.
Nathalia logró que más vecinos se interesaran por este experimento social, las reuniones con los muchachos de primera línea cada vez eran más nutridas, la gente de los edificios salió a respaldar la fundación.
Se encontraron dos mundos que empezaron a co-crear, a reconocerse y a avanzar juntos. “Nuestro propósito es crear oportunidades colectivas, que impacten el desarrollo de la comunidad y los proyectos de vida a través del emprendimiento, el arte, la cultura, la educación y la empleabilidad para transformar imaginarios colectivos entre vecinos que habitan territorios con diferencias sociales, económicas y culturales; y así fomentar espacios de paz, mejorar la calidad de vida y promover el bienestar común”, reza en la carta de presentación de la Fundación IPO.
En palabras simples: lo que ocurre ahí no son procesos asistenciales, sino de acompañamiento, los vecinos del oeste apadrinaron a jóvenes de la primera línea y a través de ese padrinazgo trazan proyectos de vida, reciben asesoría para presentar una entrevista de trabajo, tienen apoyo con capital semilla para los nacientes emprendimientos, hay pulgueros, bazares, apoyo psicosocial, talleres, oportunidades educativas y un interesante plan de ecoturismo en la zona rural de Cali.
Todo eso ocurre porque los vecinos del oeste donan su conocimiento y tiempo, y los jóvenes beneficiarios les muestran las cosas que no se ven desde la altura de sus lujosos edificios.
“Nos hemos vuelto como una expansión, una parte de la familia. Por ejemplo, ellos nos han invitado a sus barrios y hemos descubierto que aquí, muy cerca, a nuestras casas pasan ríos cristalinos, que en esos sectores pasan cosas interesantes. Esto ha sido un aprendizaje mutuo, un tema de sanación, de escucha. Los aportes económicos que nos hacen los vecinos son muy importantes, pero el banco de tiempo que tenemos aquí es maravilloso porque hay gente que viene con su experiencia y su conocimiento a realizar los talleres y esto es algo maravilloso”, cuenta Fabiola Aguirre, miembro de la Fundación IPO.
Sandra Patricia Arango es contadora profesional, residente en el oeste de Cali, y llegó a la fundación poco tiempo después de su puesta en marcha. Su planteamiento inicial era poner su conocimiento a disposición, pero terminó encontrando algo más.
“También estoy encontrando mi propósito de vida, no es solo el propósito de ellos (los jóvenes), sino también nos están ayudando a encontrar el de nosotros. Yo me pongo a hablar con ellos y luego pienso: aquí hemos aprendido tanto”, reflexiona Sandra Patricia.
La antropóloga Martha Botero, quien también hace parte de la fundación, define lo que está ocurriendo en el oeste de Cali así: “este es un proceso de co-creación, de escuchar, concertar, trabajar unidos, sin imposiciones, nos ayudamos entre todos”.
Los ahijados y ahijadas
Fernando, Hellen, Alejandro y decenas más son ahijados y ahijadas de la fundación. Tienen madrinas y padrinos que los apoyan como soporte para avanzar en sus proyectos de vida, eso les ha permitido desarrollar sus emprendimientos, llevar a cabo sus estudios y encontrar buenos empleos.
La Fundación IPO asesora en la actualidad a más de 163 emprendimientos. Una de esas iniciativas es la de Fernando que ahora es guía turístico certificado de los paraísos naturales escondidos entre la Comuna 1 y los corregimientos Montebello y Felidia.
Alejandro, por su parte, es artista urbano y con la fundación trabaja de la mano en su barrio, Terrón Colorado, donde es multiplicador del conocimiento adquirido y un referente de liderazgo positivo. Lo realizado por IPO trascendió a tal punto que ya no solo acompañan a quienes estuvieron en los puntos de resistencia, sino que ampliaron la cobertura para todos aquellos que necesiten apoyo y asesoría.
Lo que inició con testeos de miedo aquel día de mayo, hoy es uno de los logros más importantes que dejó el estallido social en Cali. Ya no hay miedo, ya no hay barreras imaginarias, ni brechas sociales, ya no hay un “ellos”; hay un “nosotros”. La sociedad del oeste, la de los edificios y los manifestantes, ya no son ruedas sueltas, sino que dieron el gigante paso de transformarse en un vehículo de cambio.