Atrapados en una tenaza de plomo están los miembros de la comunidad Nasa, en las montañas del norte del departamento del Cauca, desde que se propusieron hacer cumplir la Resolución 002 de febrero de 2009 del Cabildo de Jambaló, que equivale a una ley de obligatorio cumplimiento en el sistema político indígena. “Se notifica a los dueños de las cocinas o laboratorios que se han instalado dentro del territorio para que en el término de tres días, contando a partir de la firma y publicación de la presente resolución, desalojen voluntariamente del territorio”, dice la ordenanza. En caso de que lo provisto por la resolución no se cumpla, la ley indígena ordena que los Nasakiwe Tegnas (Guardias Indígenas) ubiquen a actores armados, armas y laboratorios, y procedan a desalojarlos. “Comuníquese, aplíquese y cúmplase”, remata el texto. Si no fuera porque sus acciones son siempre pacíficas, se podría decir que los Nasa le declararon la guerra a la guerra, y a la coca que la financia. “Si no pone orden el dueño de la casa, entonces ¿quién?”, me preguntó Ulpiano Ilamo, gobernador del resguardo de López Adentro sobre la zona plana entre Caloto y Corinto. Pero defender el orden de su casa les ha significado a los valientes indígenas caucanos poner sus vidas en el filo de la navaja. Los jefes de las Farc han sentenciado a muerte a los líderes más lúcidos y, lo más grave, ya han empezado a asesinarlos, sin que hasta ahora el gobierno haya podido evitar la masacre. Esta voz de resistencia, que pocos oyen en Colombia, ya hizo eco fuera del país: el Relator de Naciones Unidas para los Pueblos indígenas colombianos viene esta semana a enterarse de primera mano del peligro que corren. Viajé a los montañosos municipios caucanos para entender por qué en los últimos meses la violencia se había vuelto a recrudecer en la zona. Apenas llegué me enteré de que ya había empezado “la limpieza del territorio”. El 4 de junio detectaron que una familia había prestado su terreno para que la guerrilla encaletara pertrechos e insumos. “Ahí sacaron de todo; botas, ropa, tubos, varillas y líquidos”, me dijo un habitante de la vereda. El material fue exhibido y quemado frente a toda la comunidad.El 2 de marzo sacaron de varios puntos de Jambaló (Loma Gruesa, La Esperanza, Bitoyo y Loma Redonda) cerca de 100 “tatucos” de las Farc, como llaman allá a los cohetes artesanales hechos con cilindros de gas propano repletos de pólvora y metralla. Algunos de estos cohetes estaban en huertas de casas y hasta había uno debajo del piso de la habitación de un joven con problemas mentales. Los indígenas llevaron el arsenal a un sitio “indicado por los espíritus” y declararon el lugar como de “Desvanecimiento del Sucio”, un espacio vedado para cualquier ser viviente, según su tradición. Pero las Farc, que por más de cuarenta años ha merodeado por ese territorio en el que la escarpada geografía ha sido su mejor trinchera, ha empezado a cobrarles a los indígenas su valentía con sangre. Hace 20 días, a Marino Mestizo, investigador del Cabildo de Jambaló, lo bajaron de su moto en la vía El Palo – Caloto, lo ataron de manos y lo asesinaron de tres tiros en la cabeza. En mayo, Robert Guachetá, líder del Cabildo de Honduras, municipio de Morales, fue asesinado minutos después de salir de su casa en la vereda Tierradentro. Y el 6 de marzo, Edgar Arcadio Ocoró, un ex gobernador indígena, también fue asesinado. Todos tenían algo en común: habían sido firmes promotores del cumplimiento de la Resolución 002, y eran hombres destacados de la filosofía de resistencia pacífica. “Yo a veces le decía que ya es hora que usted descanse y que los demás se preparen”, me contó que le había dicho a su marido la viuda de Ocoró, un mujer de voz tenue y pelo negro y liso que vive con su hija en una pequeña casa en la zona plana. “Pero a él le gustaba mucho participar de las cosas de la comunidad”. Los asesinatos no han amedrentado a los indígenas. “La resolución de limpieza del territorio la vamos a hacer cumplir y seguramente nos va a costar aún más muertos”, dijo Ulpiano del resguardo de López Adentro, dónde atacaron a Ocoró. Los líderes indígenas saben que el narcotráfico y la avidez de dinero rápido está amenazando su cultura, pero erradicar el negocio de la coca en sus territorios es una idea que no les agrada a muchos. “Allá la gente saca coca como quien coge dos racimos de plátano en cada mano”, me dijo Elides Pechené, Consejero Mayor del Concejo Regional Indígena del Cauca-Cric a quien busqué en la emblemática Hacienda La María de Piendamó, una finca recuperada por los indígenas donde a finales del año 2008 hubo enfrentamientos con la policía durante varios días. “El problema es que en muchos casos es como quitarle el café a un caficultor”, concluyó. En reacción a la presión de los indígenas para erradicar el narcotráfico, contó Pechené que en Caldono se creó hace tres semanas la Asociación de Cocaleros, la cual sacó su primera resolución defendiendo los cultivos de coca bajo el argumento de la “soberanía alimentaria”. “Se reunieron como 800 personas, más que todo jóvenes tanto indígenas como campesinos”, me dijo Pechené. “Todos motorizados”, agregó como dando un indicio de las ganancias que les está dejando el negocio. Hoy en día el negocio del narcotráfico se maneja desde Santander de Quilichao, el principal centro urbano del norte del Cauca. Allí confluyen milicias de las Farc, conocidas como “Guarnos”, y una banda conocida como “Los Rastrojos”, que desde el suroriente del Valle copó el espacio que dejó el Bloque Calima de las AUC después de su desmovilización. Santander de Quilichao tiene la tasa de homicidios más alta de todo el departamento, después de Popayán, la capital. Toribío, en el fondo del conflicto Llegar hasta Toribío, un pueblito de 2.500 habitantes enterrado en medio de las agrestes montañas y que ha sido tomado por la guerrilla en 14 ocasiones desde 1983 (la última en 2005), es una hazaña riesgosa. Los indígenas recomiendan que uno suba acompañado por varios miembros de la Guardia Indígena. Los guardias que nos acompañaron llevaban siempre visibles sus bastones con flecos de colores y pañoletas rojo y verde que los hace distinguir, incluso desde la distancia, como miembros de la Guardia. Ellos son de lo poco que la guerrilla aún respeta. El tramo más riesgoso es una angosta carretera entre El Palo y Toribio, rodeada de montañas. “Aquí aparecen muchos cadáveres de personas que entran solas y las acusan de ser informantes”, dijo el conductor mientras zigzagueábamos entre las lomas, desde donde la guerrilla y el ejército suelen combatir agujereando las casas que se ven a lo largo del camino. A los quince minutos de habernos adentrado en los cerros, las señales de la puja por el territorio son evidentes: graffiti alusivos a las Farc y afiches en esténcil con la imagen de Manuel Marulanda adornan las fachadas de las casas, las tiendas y las barreras de los puentes. - Vea la galería fotográfica del recorrido. “De día se oyen y por las noches se ven las ráfagas que van de una montaña a otra”, me dijo Isadora Cruz, una menuda y elocuente joven indígena que vive en la vereda Carpintero en el límite entre Caloto y Toribio. “Cuando viene el (avión) fantasma y bota bengalas, los niños dicen que parece un castillo”. “Aquí estamos como en el fondo negro de una tacita de café”, me explicó al llegar al pueblo el mayor Carlos Julio Cabrera, comandante de la estación de Policía de Toribío, una mole rodeada de garitas pintadas de un blanco inmaculado que contrasta con el verde intenso de los cerros que la rodean y el polvo rojizo de las calles. El edificio habla por sí solo: las paredes de concreto están carcomidas por los mordiscos que dejan las balas, y rodeadas de trincheras hechas de costales de nylon y arena por donde día y noche los fusiles apuntan hacia lo alto. Cabrera, un hombre amable y con voz de locutor de radio (hacía reportes de tráfico para RCN hace años), me hizo seguir de prisa a una pequeña oficina con luz artificial donde las ventanas tienen los postigos cerrados y los vidrios pintados de negro. En la pared cuelga un mapa con las montañas que rodean el pueblo y otro que tiene dibujadas las calles del casco urbano. “En el último mes ha habido mucha actividad, y hace apenas dos días tuvimos hostigamientos a las 3:15 pm”, dice el mayor que desde hace cuatro meses está al mando de 50 policías que no pueden salir de la estación sin casco blindado, chaleco antibalas y fusiles M-16. Sin esa parafernalia militar, los policías no puede patrullar las calles de un pueblo que a simple vista hace confundir el aburrimiento con la tranquilidad. -Vea el video en el que este grupo de policías repelen un ataque de las Farc en octubre de 2008 y logran salvarle la vida a un compañero. El día del último hostigamiento celebraban fiestas en el pueblo y la plaza estaba llena de gente. “Es muy triste tener que ver a nuestros niños corriendo para refugiarse debajo de las gradas de la cancha que hay en el parque central”, dijo Luis Yimer Paul, coordinador de etnoeducación del cabildo. -¿Se sienten más seguros los indígenas con la presencia de la policía?, - pregunté. - Somos nosotros los que los cuidamos a ellos, - me respondió con sorna inteligente un toribiano. Algo de razón tiene. Las trincheras de la Policía se extienden más allá de la estación y algunas son visibles junto a casas de familias y del puesto de salud. -Vea el relato en video de Dora Salas en el que cuenta cómo la población civil está atrapada en medio de las balas. La guerrilla había sacado del pueblo a la Policía hace años, y el pueblo quedó a su merced por un tiempo hasta que le gobierno de Álvaro Uribe se propuso llevar la policía a todos los pueblos de donde había sido desalojada. Pregunté entonces si antes, cuando nadie disputaba el control de las Farc, vivían más tranquilos. Tampoco estaban bien, me dijeron. “La guerrilla también imponía su autoridad y nos ponían horarios para poder salir de las casas”, recordó Luis Alberto Muñoz, un hombre de sombrero y piel cobriza, mientras se acomodaba sobre la camisa el collar de cuencas de colores que lo identifica como coordinador de la Guardia Indígena del Norte del Cauca. Ahora que hay Policía en Toribio, ese poder de la guerrilla quedó confinado a las cumbres, desde donde le recuerdan a los pobladores qué siguen ahí, disparando ráfagas esporádicas que llenan de goteras los techos de las casas, o iluminando la noche con las explosiones de los “tatucos” que avientan sin tino desde lo alto. El Trapiche, en la cima del conflictoEn cualquier guerra que se resuelva en las montañas, conquistar las alturas es tener media partida ganada. Por eso el Ejército, con su Brigada 29 y con el Batallón Pichincha, ha desplegado toda su capacidad en las intrincadas montañas por donde se mueven el frente 6 de las Farc y la columna móvil Jacobo Arenas, que suman cerca de 400 hombres. Allá arriba queda El Trapiche. Para llegar tomamos una carretera destapada donde son frecuentes los derrumbes por la cantidad de riachuelos que escurren del páramo y aflojan el terreno. También son frecuentes los retenes. Al cabo de media hora de ascenso por entre precipicios, una vara de guadua atravesada en el camino hizo detener la camioneta en la que viajábamos. Llegamos a un punto desde donde se divisa hacia ambos lados la impresionante red montañosa y abajo los valles copados por los megacultivos de caña de azúcar. Cerca de treinta indígenas instalaron hace un mes un puesto de control donde inspeccionan y requisan a todo el que pasa por ahí, incluidas las chivas, un sistema comunitario de buses en los que se transportan los mismos indígenas entre sus territorios. Buscan armas, coca, explosivos o simplemente extraños. “Nos dicen que parecemos bobos aquí parados, pero no echamos pie atrás”, me dijo Aurelio Ipiadagua, un indígena de ruana y cachucha que permanecía atento a un radio Motorola de última generación mediante el cual las alertas de la Guardia Indígena vuelan por los resguardos. Ejercen el control durante las 24 horas, por lo que junto al retén tienen carpas para dormir y guarecerse de la lluvia y el frío en una zona donde a veces la neblina lo envuelve todo. Varias mujeres se encargan de cocinar para los guardias de turno. En ese punto son frecuentes los combates entre Ejército y guerrilla. Por esto la guardia se ha instalado como una fuerza desarmada de interposición. A pocos metros del retén, sobre una loma, está la casa de María Eugenia Dagua, una mujer Nasa que vive con su esposo y cinco hijos. De la casa de adobe y techo de zinc sobresale una vara inclinada de la que cuelga un desgastado trapo blanco. “De miedo, nos tocó poner esa bandera por lo que hay tanto enfrentamiento”, me dijo la mujer mientras le daba de comer pellejos de papa a un pisco que empezó a graznar ante la presencia extraña. “A veces hasta botan bombas desde el cerro”, dijo señalando hacia un sembrado de plátano donde, según ella, explotó un “tatuco” que lanzó la guerrilla desde un cerro vecino. Junto a los plátanos había algunas matas de coca que usan para mascar. - ¿Y qué hacen cuándo lanzan las bombas?, - pregunté. - Pues encerrarnos porque qué más, - respondió. María Eugenia y su familia viven en una loma entre dos cerros por donde las balas zumban como abejorros. Uno de los guardias indígenas que me acompañó a este punto apuntó con su bastón hacia un montículo a escasos tres metros detrás de la casa de la mujer. Mimetizados entre la vegetación de arbustos sobresalían los cascos blindados de varios militares que observaban nuestra presencia. Me asomé y vi a cerca de 15 soldados cavando una trinchera. “Yo les digo que por favor se vayan porque hay niños, pero apenas van y se corren un poquito”, dijo María Eugenia mirando siempre hacia el piso con un ademán que no supe si era miedo o timidez. Precisamente en uno de esos altos, en la vereda Pajarito del municipio de Caldono, hace un año el Ejército abatió en un bombardeo a Luis Carlos Ramos Pineda, alias “Dago”, comandante del frente 6 de las Farc. “Dago”, que llevaba 30 años en la guerrilla, era experto en explosivos y manejaba la plata del narcotráfico en el Damián, La María, El Culebrero, El Boquerón, La Cominera y El Trapiche. Había participado en las en las sangrientas tomas de Corinto y Toribío en el 2002. Después de su caída en combate, las Farc acusan a los indígenas de haberlas traicionado. Los indígenas reconocen la autoridad del Estado colombiano, pero consideran que la presencia militar, guerrillera o paramilitar es como una prolongación de las fuerzas colonizadoras que hace quinientos años llegaron y los expulsaron de su territorio. Por eso los militares han tenido dificultades para poner a la población de su lado. El sol empezaba a caer y no era recomendable, por seguridad, regresar por la carretera por la que habíamos llegado, después del atardecer. Sobre una de las montañas apareció el arco iris. Le señalé la escena a un camarógrafo que nos acompañaba. “Para nosotros no es tan bueno que aparezca”, me dijo Isadora Cruz, y explicó que cuando el arco iris está demasiado rojo era para ellos era un mensaje de infortunios y de muerte. Reclutamiento en los colegios De vuelta, pregunté a varios cuánto tiempo más creían que podía durar allí la guerra. Jorge Arias, de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca-Acin me dio una respuesta elocuente: “Desde el año pasado la estrategia de reclutamiento se ha intensificado”. Aunque los indígenas lo saben pero les cuesta reconocerlo, las filas de la guerrilla están hechas ante todo de indígenas, muchos de ellos niños. “El problema hoy con los jóvenes que se han ido a las filas no es cómo expulsarlos de la comunidad de acuerdo a las directivas de nuestra ley, sino cómo reintegrarlos”, me dijo Elides Pechené, Concejero Mayor del Cric. Entre Toribío y Jamabló está el CCIDIC, uno de los colegios indígenas más grandes de la zona. Es una construcción de ladrillo con ventanas sin vidrio, como si fuera de tierra caliente. Los 500 estudiantes están en vacaciones y hay apenas unos cuantos jóvenes, que juegan al volleyball. “La forma de reclutamiento han cambiado”, me explica Diego Fernando Yatacué, director del CCIDIC, sobre los métodos de la guerrilla. “Identifican a jóvenes que por su situación escolar o familiar son propensos y luego de que los entrenan los envían de nuevo para que identifiquen a otros jóvenes”, agregó. En lo corrido del año 60 jóvenes y niños han desertado de los colegios de la zona de Toribío. Hoy, los indígenas tienen certeza de que diez de ellos han sido reclutados por las Farc. Precisamente dos niños indígenas de esta escuela estuvieron entre el saldo de guerrilleros heridos que dejó la operación que mató a alias ‘Dago’. En 2008, fueron 80 niños los que desertaron del colegio, según un informe de la Defensoría del Pueblo, aunque no se sabe si todos se enrolaron en un grupo armado. Aunque muchos niños ingresan a las filas por voluntad propia y bajo la ilusión de una vida asegurada, también muchos se arrepienten. Son numerosos los casos en los que la Guardia Indígena va hasta los campamentos para exigir a los jefes guerrilleros que los devuelvan a sus familias y con frecuencia consiguen traerlos de regreso a sus casas. - Vea el video en el que Arthur Pechené recuerda cómo su mamá y la Guardia Indígena lo sacaron de las filas del frente 6 de las Farc.La capacidad de movilización masiva y pacífica de los nasa les ha permitido desafiar con frecuencia el poder de las Farc. “Somos como la casita de las avispas, si usted la toca ellas no se encierran sino que todas salen a defenderla”, me explicó Dora Salas, coordinadora de Nasa Stereo, una de las emisoras comunitarias que tienen los indígenas. Pese a las amenazas, los muertos y los hostigamientos, en la valiente comunidad Nasa no piensan dejar su tierra. No lo han hecho en 500 años y no piensan hacerlo ahora. A diferencia de lo que sucede con las comunidades negras del Cauca, los indígenas no se desplazan fuera de sus territorios. Los suyos son desplazamientos internos hacia otros resguardos o hacia los puntos de encuentro que ellos mismos han construido: grandes malocas para refugiarse cuando los bombardeos o los combates arrecian. “A pesar de los enfrentamientos, el sueño y el proceso indígena sigue adelante y yo creo que eso es lo que más le duele tanto a la guerrilla como al gobierno”, me dijo Luis Evelio Ipia, coordinador general del proyecto Nasa. De regreso a Bogotá, desde las alturas y la tranquilidad del avión, vi hacia abajo ese nudo de montañas donde sigue atorada la guerra. Recordé las palabras de Muñoz, el jefe de la Guardia Indígena, cuando le pregunté si creía que los enfrentamientos entre la guerrilla y las fuerzas militares en esas tierras terminarían algún día. Me miró como a un niño. “Ni se matan, ni se van”, dijo.