La política da vueltas curiosas. Después de su derrota en la primera vuelta algunos de los asesores del presidente Santos le han dicho que su discurso de la paz fracasó y que tiene que cambiar de agenda. Por otra parte, los de Óscar Iván Zuluaga le han dicho que tiene que hablar de la paz para que la gente no lo identifique con la guerra. Los de Zuluaga tienen razón y los de Santos no. Los dos tienen que centrar sus campañas en la paz. En todos los otros temas ambos tienen posiciones ideológicas comparables. Y así como la educación, la salud, el empleo y la seguridad son las verdaderas prioridades de los colombianos, la elección presidencial no se va a definir por ninguno de estos temas. A pesar de que en las encuestas las negociaciones en La Habana no son la prioridad del electorado, el eje de la segunda vuelta para los dos candidatos es paz, paz, paz. Durante la campaña ese tema ha enfrentado el racionalismo de Santos con la emotividad que despierta el discurso uribista. El mayor éxito del Centro Democrático en esta campaña ha sido venderle a la opinión pública una narrativa negativa sobre el proceso de paz de este gobierno. El guión de ese libreto es que las Farc estaban prácticamente derrotadas y no era necesario darles tratamiento de contraparte de igual a igual en una mesa de negociación. También que a espaldas de la opinión pública se están haciendo concesiones inaceptables en materia económica, política y de justicia. Y como si esto fuera poco se le estaría otorgando indulto a crímenes atroces y un derecho a participar en política a quienes los cometieron. Todo esto desembocaría en la eventual llegada del castro-chavismo a Colombia creando una réplica de Venezuela. La razón por la cual el presidente Santos perdió en la primera vuelta es porque muchos colombianos han creído esa versión. Todo lo otro, ha golpeado pero ha sido menos importante. El escándalo de J.J. Rendón y Chica, los 2 millones de dólares de Uribe, la mermelada, la mala publicidad en la campaña, la falta de carisma y hasta la alianza con Petro han afectado la campaña pero ocupan un segundo lugar. La realidad es que existe un escepticismo e incluso cierta desconfianza alrededor de lo que está sucediendo en La Habana. Para el presidente es difícil contrarrestar esa percepción. Lo único que puede hacer es decir que la telenovela uribista es falsa y que el proceso va por buen camino. En cambio Zuluaga lo que está haciendo es recogiendo velas del discurso guerrerista que le dio el triunfo el 25 de mayo. Eso le ha servido para neutralizar antiuribistas aterrados. Pero si quiere ser el candidato de la paz y no de la guerra también tiene que generar algo de credibilidad y confianza en la guerrilla. El proceso de paz de Santos es realista y corresponde a una coyuntura histórica. Uribe y Santos como su ministro de Defensa habían logrado debilitar a las Farc hasta el punto en que estaban dadas las condiciones para terminar el conflicto a través de una negociación. Eso se ha hecho en forma estructurada y con muchas precauciones, ha contado con asesoría internacional del más alto nivel y con un grupo competente y representativo de negociadores colombianos. En estos casi dos años se ha llegado a acuerdos significativos alrededor de tres puntos. En el primero, el tema agrario, se pactaron, entre otras cosas, mejoras sustanciales en infraestructura, la creación de un banco de tierras, así como el compromiso de organizar el catastro y formalizar los títulos de los campesinos. En cuanto a la participación política, acordaron crear un estatuto para la oposición de modo que existan garantías para quienes no están en el poder. También se acordó crear una circunscripción especial de paz de forma transitoria en las zonas históricas del conflicto para que las Farc puedan acceder al Congreso, sin que esto implique que les entreguen automáticamente curules. Y por último, hace unas semanas el proceso logró el avance más importante en relación con el tema del narcotráfico. Así sea en el papel, las Farc renunciaron a continuar participando en este negocio. Anunciaron que participarían en la erradicación de los cultivos ilícitos y eliminarían las minas antipersonales que los cuidaban. Seguramente también se van a llegar a acuerdos sobre los dos puntos que faltan: víctimas y fin del conflicto armado. Sin embargo, siempre se ha sabido que los temas que van a ser definitivos no solo para la guerrilla sino para la opinión pública son el tratamiento jurídico a los desmovilizados y su participación en política. Estos dos ejes ya no dependen tanto de La Habana sino de las cortes y el Congreso, e incluso de la Corte Penal Internacional. La Corte Constitucional estableció en la sentencia del Marco Jurídico para la Paz que no debe haber impunidad total, pero sí un tratamiento penal flexible dentro del marco de la justicia transicional. Eso en la práctica podría significar no castigos en cárceles de máxima seguridad sino algún tipo de detención en zonas especiales diseñadas para este efecto. Y en cuanto a la participación en política, esta va a ser posible, pero no para los guerrilleros que hayan cometido delitos atroces. El tema está siendo analizado en este momento por la Corte Constitucional. Y a esto se suma que ambos temas tienen que ser reglamentados por el próximo Congreso. Lo anterior corresponde a una forma lógica de dar por terminado un conflicto armado con una guerrilla que este mes cumple medio siglo y que ha definido la historia reciente de Colombia. Todo proceso de paz busca un equilibrio entre las concesiones que hay que hacer en materia de justicia para que no haya impunidad total. Por otra parte, no se discute que tiene que existir la posibilidad de participación en política pues por definición lo que se busca es que los guerrilleros cambien las balas por los discursos y que formen parte del juego democrático. Esa es la situación actual. Obviamente, no es una paz perfecta y no acabará ni con el narcotráfico ni con la inseguridad. Pero sí acabará con el conflicto armado y con la justificación ideológica que ha tenido la subversión hasta ahora. Colombia a mediano plazo estaría lejos de ser un país ideal, pero definitivamente sería un país mejor. Esa es la situación actual, pero después de cuatro años del gobierno de Santos, esa expectativa no deja a los colombianos satisfechos ni los emociona. Esa es la gran frustración del presidente y el mayor triunfo del uribismo hasta el momento. Lo que ha despertado más emoción ha sido el grito de guerra contra el proceso: que esos facinerosos tienen que ir a la cárcel, que hay que exigirles un cese unilateral permanente del fuego, que se olviden del Congreso y que si no les gusta habrá plomo. Esa, palabras más, palabras menos, ha sido la plataforma con la cual Zuluaga ganó en la primera vuelta. El problema es que esa posición es muy popular pero no es viable en la práctica. Sacar pecho como el hombre de la mano dura le había resultado rentable al candidato del Centro Democrático, pero el tránsito de aspirante a posible presidente lo está comenzando a obligar a hacer ajustes para no tirar por la borda los resultados obtenidos hasta ahora. La campaña de Zuluaga ha decidido esta semana desmontarse de su imagen de candidato de la guerra a la de un candidato de una paz más exigente que la de Santos. Ya dio un primer paso en esa dirección al suavizar su posición frente a la suspensión de los diálogos con ultimátum que había anunciado. Justificó este reverzaso como una concesión programática a Marta Lucía Ramírez por su adhesión. Pero la candidata conservadora no piensa ser una convidada de piedra. Ya notificó que quiere a su vicepresidente, Camilo Gómez, como un hombre clave en la mesa de La Habana. Se ha revelado que este ya se reunió con Álvaro Leyva, el hombre que les habla al oído a las Farc y ha contribuido a convencerlas de la necesidad de una constituyente. Lo paradójico es que el uribismo, que llegó al poder por su rechazo fulminante al Caguán, acabe recurriendo a los dos hombres que hicieron posible ese fallido proceso. Lo cierto es que Zuluaga, a pesar de las condiciones que pretende poner, tendrá que hacerle algunas concesiones no solo a Marta Lucía sino también a las Farc si no quiere que estas se paren de la mesa. Eso explica su intención de desmontarse de su imagen de halcón para no dejarle el monopolio de la paloma de la paz a Santos. Eso le puede generar votos pero lo expone a que lo acusen de traición a la causa uribista. Sin embargo, si no quiere que la guerrilla abandone el proceso le va a tocar hacer ajustes. Ni a esa guerrilla ni a Zuluaga les interesa romper los diálogos. Su eslogan de que él no es el candidato de la guerra sino de una paz digna le está ayudando para atraer votos. Pero así como la frase cautiva algunos sectores, no se sabe exactamente qué significa ni qué tan diferente podría ser una negociación de Zuluaga frente a la de Santos. Las condiciones que él ha mencionado hasta ahora como requisito para seguir adelante con las negociaciones no son viables para las Farc y terminarían con el proceso. Serían consideradas como una rendición y no como una negociación. Si gana Zuluaga se va a requerir mucho tire y afloje para mantener a flote el proceso.