En su cerviz está la fuerza, Y delante de él se esparce el desaliento. Job 41:22 La calle era larga y hacíamos carreras de bicicletas que terminaban en esa orilla prohibida donde todos los vecinos querían poner una malla. Entendíamos que del otro lado crecía un mal, que allá había un germen, una semilla poderosa y oscura. Cumplí siete, ocho, nueve, diez años, pero nunca fuimos tan independientes, no tuvimos la malla, el muro, aunque esos muchachos del otro barrio, que traían camisetas holgadas y motilados que terminaban en colas crespas y grasientas, que andaban de a dos en bicicleta —uno pedaleando y el otro manejando—, nunca pasaban a la unidad de casas de dos niveles, todas idénticas, con las rejas de las ventanas pintadas de colores pálidos. Lo que siempre llegaba hasta la orilla del conjunto era el olor amargo de la marihuana, los rumores de una masacre, las manchas de sangre de las esquinas. Era 1995 y la muerte de Pablo Escobar había remecido a Medellín, dejándola en una guerra silenciosa, peor que la anterior. Ese año, por la primera comunión, me habían regalado una bicicleta con la que iba hasta esa orilla del barrio prohibido. Entre los amigos nos regodeábamos cuando íbamos hasta el Barrio Antioquia por la calle larga, al regreso corríamos más, pedaleábamos con más fuerza. De un lado estaban las casas de Piamonte y del otro la reja que nos separaba del Aeropuerto y decían entonces, y dicen aún, que por esa malla se ha sacado marihuana, cocaína, oro, mercancía, cuerpos para el uso. Pero nadie vio, nadie supo, nadie ve, nadie sabe. Con su muerte, Pablo Escobar, que tenía una de sus oficinas preferidas en un billar de esquina de la calle 25, donde ahora hay una panadería —es miércoles en la noche y las luces blancas chorrean la cuadra, pero más allá, en las sombras, están los muchachos que se traen algo entre las manos, los vendedores que tienen que correr de cuando en vez—, había dejado huérfano al Barrio, uno de sus fortines: porque allí también encontró sicarios dispuestos a todo, casas que se convirtieron en minas donde se vendía y se compraba de todo, porque estaba al lado del aeropuerto, de donde se sacaba marihuana, cocaína, oro, mercancía, cuerpos para el uso. Huérfano, y muerto el padre, la manada se dispersó. Los muchachos ya no tenían quién les pagara las vueltas, así que se lanzaron feroces a las calles, en sus motos, a robar, a matar, a hacerse por la fuerza con un mercado que tenía muchos interesados. Por eso en Piamonte querían la malla que los separa definitivamente —que ahora está ahí, pero nunca supe cuándo llegó ni cómo—. Pero la violencia siempre se mantuvo a raya en el Barrio, aunque todos los que pasaban por la carrera 65 lo hicieran rápido, aunque los papás de todos mis amigos nos advirtieran que no podíamos ir más allá de esa esquina donde todo empezaba a cambiar. —Hubo un tiempo en el que uno no podía estar sentado como estamos acá en esta tienda. Teníamos que estar acostados porque cuando menos pensábamos se prendía la balacera más berraca —dice Boris de Jesús Gutiérrez, líder comunitario, en una esquina del Barrio. Pero la guerra había empezado mucho antes. Todos coinciden en la fecha del infortunio: el 22 de septiembre de 1951, cuando el alcalde Luis Peláez Restrepo expidió el Decreto 517 con el que fijaba al Barrio Antioquia como la única zona de tolerancia de la ciudad. Su objetivo era sacar de los barrios cercanos al centro ese remolino de desorden que crecía. Así que allá, lejos de todo, en ese Barrio que entonces era de casas de madera y bahareque que formaban calles irregulares, mandó a las prostitutas, los homosexuales, los alcohólicos, los marihuaneros, los ladrones, a los pobres sin más que las ganas de olvidarse del mundo. Pero el alcalde dio su explicación: “En Medellín nos hemos ocupado mucho del agua y de la luz y poco del problema moral”. La decisión, claro, tuvo el respaldo del obispo de la ciudad y de las familias ricas, que vivían en Prado Centro, muy cerca de Lovaina, donde se había concentrado todos esos años, el mal. Ahora el mal quedaría en el Barrio —como se le llamó tradicionalmente a los lugares sin normas, abiertos a los excesos, tolerantes—, la única zona de la ciudad donde los bares podían abrir las veinticuatro horas y no cerrar su comercio de alcohol, sudor y sangre. Por esos días El Colombiano publicaba: “Quedaron prohibidos los bailes fuera del Barrio Antioquia… Quedó eliminada la presencia de las mujeres en establecimientos de cantina, a cualquier hora del día o de la noche, fuera del Barrio Antioquia”. Esa primera noche apagaron todas las luces de las casas de familia que habían quedado. No se vieron los bombillos amarillos sino los rojos que anunciaban el secreto que viene con las sombras, la poca luz para excederse en las tinieblas. Dicen que esa noche fueron muchos los carros que llegaron de todos los barrios de Medellín para disfrutar de ese único lugar donde cada noche sería una garganta sin salida. Cada día llegaban desde Guayaquil camiones cargados con mujeres destinadas al oficio de alargar las noches y escurrir los bolsillos de los lujuriosos. Las prostitutas ocuparon treinta casas que se convirtieron en burdeles, que pasado un mes aumentarían a doscientas quince. Los que se quedaron en el Barrio decidieron vestirse de luto y salir a protestar en una marcha encabezada por la Virgen y los pocos niños que quedaban. Aunque poco cambiaría y muy rápido las escuelas pasaron a ser centros profilácticos donde las prostitutas abrían las piernas para que las examinara algún médico, obligando a los niños a ir hasta otros barrios para poder estudiar. El desorden duraría dos años más. * Busco en Google Barrio Antioquia, lo primero que encuentro es una noticia, los párrafos dicen exactamente en su prosa sicarial: “Una pareja de novios murió asesinada, luego de que hombres en moto que les dispararan en varias oportunidades cuando departían en un local de comidas rápidas en el Barrio Antioquia, occidente de Medellín. El pistolero se acercó y disparó contra Alejandro Orozco Villegas y Jesicca Sánchez Díaz, de 21 y 18 años, dijo el comandante operativo de la Policía Metropolitana, coronel John Rodríguez: ‘Mientras una pareja se encontraba departiendo en un lugar de comidas, sin mediar palabras, los ultiman, causándoles a cada uno de ellos la muerte en el lugar de los hechos. Parece que utilizaron una automática’, señaló el oficial”. Pero en el correo tengo un mensaje de un colega, Chepe —hijo de doña Olivia, que tuvo una tienda muy cerca del antiguo paradero de buses—, y dice esto: «Cada vez que cruzo la calle 25, esa pasarela de la vida cotidiana en el barrio donde crecí, tengo sentimientos encontrados: el dolor generacional por haber perdido amigos de juegos callejeros en la trágica espiral de la violencia que sufrió Medellín a finales de los años 80 y principios de los años 90 del siglo pasado. Y al mismo tiempo una profunda alegría, porque al estigma que históricamente hemos portado los habitantes del Barrio Antioquia, se le antepone un sentimiento de orgullo por ese territorio local, tan nuestro. Allí aprendí el valor del afecto de mis primeros maestros, a montar en cicla por sus calles planas, a tentar la suerte jugando fútbol en plena pista del aeropuerto de la ciudad, a jugar buen baloncesto, a bailar salsa, a deleitarnos con la bella cadencia, el desparpajo y la libertad de las peladas de la cuadra. A disfrutar las fiestas de diciembre en la mejor pista de baile: las calles, adornadas de tirantas multicolores, con los equipos de sonido de los vecinos retumbando en las aceras, sintonizados en la misma emisora de música tropical, para que el goce fuera colectivo. Cuando se es y se conoce la esencia de la geografía humana del Barrio Antioquia, no deja de sorprender esa inclinación a ser solidarios en el dolor y en la fiesta. No negamos que hemos sido epicentro de una historia difícil, pero en muchos casos hemos aprendido, por contraste, que tenemos derecho a un lugar diferente en la ciudad. En el calor del hogar, nuestras abuelas repetían sin cesar ‘el que quiera celeste, que le cueste’, para significar que no la teníamos fácil y que todo esfuerzo por lograr una vida decente, suponía una alta dosis de perseverancia, para impulsarnos por encima del sino de la violencia y catapultarnos al futuro, con el sello de la generosidad, la alegría y el afecto por nuestro barrio, señales particulares que hoy perduran en sus habitantes y en quienes allí crecimos». * En los años sesenta el Barrio se hizo famoso por sus milagrosos ladrones, capaces de despojar a cualquiera sin dejar un solo rastro. Con pompa y nombre llegaron a ciudades norteamericanas, adonde viajaban para hacer sus vueltas, que eran precisas y rápidas. Regresaban a Medellín con un estilo entre cubano de Miami y puertorriqueño de Nueva York: vestidos con pantalones holgados, camisas de flores y acentos mezclados, que confundían a la Policía local. Eran hombres que amaban el arrabal, los tangos, esa forma decorosa del crimen, griegos del más acá que veían en la muerte temprana y de frente una manera del honor. —Después vino la época de la mafia, en los setenta, un poco antes del acenso de Griselda Blanco en el mundo criminal. Desde aquí despachábamos gente con documentos para Estados Unidos. Imagínese que una vez se fue un muchacho de acá, él llevaba una caja con marihuana, y cuando eso pocos sabían qué era eso, apenas estaba empezando todo el tráfico. Resulta que cuando llegó a Miami le abrieron el pasaporte y se le cayó la foto, se dieron cuenta que los documentos eran falsos, ya no se podía hacer nada, entonces lo deportaron, pero lo deportaron con la cajita llena de marihuana —se ríe uno de los viejos del Barrio mientras conversamos al frente de la nueva cancha sintética, que por las mañanas se llena de muchachos que entrenan sin descanso. Mientras una generación crecía para las motos, otra generación lo hacía para el fútbol, entre ellos están los hermanos Rubén y Libardo Vélez, este último dueño de un talento excepcional que se perdió en los excesos y un asesinato, después vinieron Robeiro Moreno, Neider Morantes y Edwin Cardona, por contar unos pocos. —Es que eso es lo que le duele a uno del Barrio, que solo cuenten las cosas malas, que si fueron muy malas, pero también están los personajes ilustres, que son muchos deportistas. No más aquí a la vuelta viven los de la Orquesta Los Núñez, los que hicieron esa canción del Nacional —dice Boris y señala el gimnasio que él mismo gestionó hace seis años cuando era el presidente de la Junta de Acción Comunal. Al fondo se ven las máquinas amarillas que aguantan el uso y el abuso, abiertas al cielo donde ahora mismo dos descamisados hacen barritas. * No hay un monopolio. El negocio de la venta de drogas en el Barrio Antioquia parece una cooperativa: son muchas familias que manejan su plaza, que no se meten en las cuadras de otros, porque plata para todos hay. Hace ocho, nueve años, hubo una reunión dirigida por alguien poderoso, un señor —una señora— que desde las sombras es capaz de mover hilos finos y peligrosos. La orden fue pactar una paz duradera donde todos ganaran y la plaza no se dañara. Desde entonces hay pocos muertos en estas calles, la 25 bulle de comercio y ventas, la 65 es tan concurrida como siempre y nadie teme. Pero en las calles irregulares que forman un laberinto difícil, se esconde el humo que esparce el desaliento. Voy con unos amigos en un carro que conocen. Entramos por la calle que viene de la Unidad Deportiva de Belén y volteamos en una esquina. Uno dice que aquella es una plaza grande donde tienen una puerta blindada de quince centímetros de grosor para evitar ataques varios. Pero vamos más adentro. La luz es poca y los muchachos se escurren por las esquinas como lagartos, otros miran con ojos de vendedores profesionales, de esos que en El Hueco te quieren calzar los tenis y meterte en un bluyín, pero estos quieren meternos los baretos a la boca. —Apague las luces que llegamos—, dice el que va a mi izquierda, pero alguien silba afuera y entonces tenemos que seguir porque ese es el campanero y anuncia que hay policías. El cuadro que se arma, de tan patético, da risa: los muchachos corren, no disimulan, corren, y una mujer vieja que está parada en una puerta recibe un paquete, recibe algo, y dos se meten por una puerta que se cierra rápido y sin ruido. Decidimos dar otra vuelta y regresar, pero el campanero vuelve a silbar, así que seguimos derecho, llegamos a la 25 y esperamos unos diez minutos. Volvemos, el campanero silba, pero uno de los jíbaros reconoce a uno de los muchachos que va en el carro y grita: —Los están confundiendo con rayas— Los rayas son los policías y nosotros somos cuatro hombres en un carro típico de los agentes de la Sijín. Paramos, el hombre —un muchacho de unos veinte años, escuálido, de rostro parejo y sin evidencias de consumo— pregunta cuántos, decimos que tres, los entrega y nos vamos. * A Piamonte llegó a vivir una pareja misteriosa a la que todos le huían. Decían que venían del Barrio y que no traían buenas intenciones. Un día anochecieron pero no amanecieron. Se fueron dejando nada y dos carros se desaparecieron de la unidad residencial, fue todo un escándalo. Pero los niños no entendíamos nada y ya en la frontera teníamos amigos que venían del Barrio y jugábamos fútbol en la calle toda la tarde, ellos se iban a las cinco, a las seis y se internaban en ese mundo que para nosotros era bello, por desconocido, porque nos llamaba con su aliento, con sus dientes, porque nos prometía lo prohibido, que siempre esconde su corazón de terror para que no lo veamos. Esta mañana de sábado recordé eso cuando Robeiro Moreno —exfutbolista: Selección Juvenil de Antioquia, diez años en el Once Caldas, dos en el Atlético Nacional, un caballero— me dice que tantos jóvenes no se perdieron por el fútbol y que él fue uno de ellos, que prefirió el balón y salir corriendo hasta la Unidad Deportiva de Belén en los años ochenta, que trabajar para Pablo en una guerra de la que nadie sobrevivió. Robeiro es todo un personaje en el Barrio. Y mientras conversamos una jauría de niños va a entrenar, fútbol y baloncesto, y en la Institución Educativa Benjamín Herrera otros tantos preparan sus violines, sus violonchelos, sus trombones para ensayar —Pilar Solano, cantante y exprofesora de la Red de Escuelas de Música me dirá después que ese es uno de los lugares más sagrados del Barrio, el segundo hogar de muchos—, entonces pienso en que puede ser posible un cambio, otra vida, aunque a dos cuadras otros muchachos se dediquen a la venta de cigarrillos que sostiene un aparato criminal más grande que todo esto. Pero pienso también en esos muchachitos talentosos para el fútbol que nos superaban por mucho, dueños de una talento silvestre y salvaje, pienso en su muerte, en que es probable que ya no vivan y sus madres los lloren larga y amargamente, y pienso, finalmente, que todo fue un azar, que el muerto pudo estar de este lado de la malla, que un dedo incierto, apurado, nos puso de un lado, y no de otro.