El coronel Javier Antonio Castro Ortega, comandante de la Policía del Caquetá, está respondiendo ante la Justicia Penal Militar por presuntas omisiones en los hechos registrados el pasado 2 de marzo, cuando cerca de 4.000 miembros de la guardia campesina, con violencia y sevicia, secuestraron a 79 uniformados, degollaron a otro más, los humillaron y los pasearon como trofeo en una camioneta cargada con estiércol. Los testimonios en el proceso son demoledores.
SEMANA conoció en su totalidad la resolución emitida por el Juzgado 181 de Instrucción Penal Militar, que dejó en libertad al coronel Castro mientras se realiza la investigación, y detalla la gravísima situación que se presentó cuando la guardia campesina se tomó las instalaciones de la petrolera Emerald Energy, en la inspección de Los Pozos, en San Vicente del Caguán, Caquetá, lo que el entonces ministro de Interior, Alfonso Prada, llamó como un cerco humanitario.
Más de 20 testimonios muestran la existencia de un cortocircuito en la emisión de las órdenes para proteger a los policías, que ya se encontraban desarmados y minimizados por los manifestantes pertenecientes a la guardia campesina, así como el nulo apoyo del Ejército. Es claro también el incuestionable poder que tenía Floro, jefe campesino que comandó la manifestación, y que en todo momento intimidó, ultrajó y humilló a los uniformados.
Los testigos aseguraron que los policías fueron dejados a su suerte. El apoyo llegó cuatro horas y media después de que se emitiera la primera alerta sobre la llegada de los manifestantes armados y revoltosos a la sede de la petrolera.
El patrullero Jorge Esteban Delgado, quien se encontraba dentro de las instalaciones de la empresa, expuso de manera detallada el infierno que se vivió. “En las cámaras de seguridad, que rápidamente fueron destruidas por los manifestantes, se registró la manera como los campesinos ingresaron por diferentes lados de la empresa y lanzaban piedras, palos y bombas molotov contra las instalaciones”, ahí empezó la tragedia.
Pese a las insistentes peticiones de apoyo a la central de la Policía y a las advertencias que detallaban que estaban sin municiones para atender la situación, nunca recibieron respuesta. “Vía telefónica, yo le solicito a mi coronel Riaño que necesitábamos apoyo”, a lo que el oficial solamente atinó a responder que “el apoyo ya iba en camino”, señala el testimonio.
Desmotivado, recordó que “el respaldo sí llegó, pero tarde, cuando todos los policías que estaban dentro de la instalación habían sido acorralados y ya nos habían quitado elementos. De igual forma, aclarar que el helicóptero de apoyo aterrizó en la H de la base militar y nunca pudo ingresar al complejo petrolero, no recuerdo la hora en que llegaron”.
La declaración coincide con lo afirmado por el patrullero Cristhian Julián Rodríguez, quien reseñó la violencia con la que ingresaron los manifestantes, la sevicia con la que atacaron al subintendente Monroy, quien fue degollado al frente de sus compañeros, y la sangre fría para llevarse el cuerpo sin vida.
“Los compañeros del Undmo (antiguo Esmad) estaban siendo atacados con armas de fuego, así logramos resistir más o menos dos horas. En ese momento, al monitorear las cámaras que quedaban, confirmamos que estábamos totalmente copados y que el cuarto de cámaras donde nos encontrábamos ya se encontraba en llamas. Fue así que solicité apoyo por última vez a la central de radio y le informé que ya teníamos que abandonar el lugar y que los compañeros se estaban quedando sin municiones”, declaró el patrullero Rodríguez.
¿Quién manda a quién?
“Me van a matar los policías, entre ya con sus soldados”. Este angustioso mensaje fue enviado por el coronel de la Policía Castro Ortega al coronel del Ejército Douglas Saavedra Hernández, ante la necesidad de contar con apoyo para evitar una tragedia. Sin embargo, todo se demoró por un trámite interno.
Los testigos coincidieron en señalar que, desde el minuto uno, los indígenas manejaron a su antojo la situación, incluso dando órdenes a los cinco soldados profesionales que se encontraban resguardando la zona, dejándoles claro que ellos eran ajenos a la situación y que era mejor que no se metieran. “(...) Los sacaron a todos diciéndoles que el problema no era con ellos, sino con los policías”, recordó el cabo segundo del Ejército Édison Daniel León Novoa.
El cortocircuito y la falta de apoyo entre policías y militares quedó en evidencia con lo narrado por Miguel Ángel Díaz Ramírez, quien trabajaba como conductor del comandante del operativo de seguridad ciudadana en el Comando de la Policía del Caquetá. Fue él quien recibió la orden directa de un mayor de dirigirse a la zona de Los Pozos.
“Yo al ver que estábamos copados, con un compañero muerto y las instalaciones del Puesto de Mando Unificado incendiadas, pido el apoyo nuevamente de forma insistente. Le digo a la central que cómo era posible que ya se había pedido el apoyo con tiempo suficiente y nada que llegaba (...). Me decía que guardara la calma y la compostura”, narró Díaz Ramírez.
Con la situación fuera de control, las dudas sobre el paradero del cuerpo sin vida del subintendente Monroy y el aumento de criminales posando como manifestantes, tomó la decisión de irse huyendo de la posible muerte a la base militar, que estaba a pocos metros.
La sorpresa fue mayúscula cuando los militares no los dejaron entrar. “Viendo el desespero y la angustia de los compañeros, decidieron ‘darnos la espalda’, manifestando uno de los soldados que este era el acuerdo con la guardia campesina”.
El subintendente Cristian Fernando Leguízamo Epia no dudó en manifestar que no hubo apoyo, los dejaron tirados. Pese a utilizar todos los canales que estaban a la mano, nunca recibieron una respuesta oportuna y, mucho menos, efectiva.
Por eso recordó, con un evidente reclamo, “que el Ejército no sirve para un culo”. Durante más de dos horas estuvieron esperando el helicóptero para que se le brindara ayuda al intendente Monroy, que estaba gravemente herido y finalmente murió.
Esta declaración se complementa con lo mencionado por el mayor Andrés Gonzalo Zuluaga frente a la sevicia de los líderes de la manifestación, que no contentos con quitarles todo el armamento y la ropa a los policías, continuaron con sus amenazas.
No valió demostrarles que estaban desarmados y completamente vulnerables, el odio hacia los agentes impidió, incluso, adelantar una negociación pacífica.
“Uno de los líderes me dice ‘cállese, que usted aquí no tiene voz ni voto’. Vuelve y reitera como una orden a los otros campesinos que nos quitaran todos los elementos (relojes, cadenas, billeteras, celulares, anillos), todo lo que tuviéramos, así como los elementos asignados para el servicio”, dijo el mayor Zuluaga.
Es que no fueron solo los golpes y la humillación, incluso amenazaron con literalmente violarlos. “Uno de los líderes le señala que si nos quedamos con algo tenía un tábano o dispositivo electrónico y si no entregábamos todo nos lo metían por el recto, y mostró el dispositivo de forma amenazante”, se lee en la declaración.
Estos crudos testimonios forman parte de las pruebas en el proceso contra el coronel Javier Antonio Castro, comandante de la Policía del Caquetá, ante la Justicia Penal Militar, que tendrá que definir si, en efecto, se presentó una falla en el servicio del coronel Castro Ortega en el procedimiento para actuar en contra de la grave alteración al orden público, en este hecho que afectó la integridad de los hombres que tenía a su mando.
Pero los testimonios no son solo eso, se convierten en una crónica de la humillación, falta de respaldo, malos tratos, indiferencia del Ejército y nula reacción en este caso de secuestro masivo y homicidio de policías, que el exministro Alfonso Prada, de manera inexplicable, se atrevió a calificar de “cerco humanitario”.