“Él cuenta con detalles lo que le hizo a mi hermano. Es algo impresionante, sabía cómo vivía, por dónde, lo había visto en las calles de Buga, sabía que vendía boletas y que tenía problemas en la casa. Cuenta cómo tomó la decisión de engañarlo al decirle que le ayudara en algo y se lo llevó con engaños al cañaduzal. Lo amordazó, lo violó y lo dejó allá tirado, muerto”, cuenta Karina, hermana de uno de los más de 200 niños violados y asesinados por Luis Alfredo Garavito, la Bestia, quien murió esta semana en un hospital de Valledupar.
Karina tenía 10 años cuando su hermano, de 12, fue víctima de la Bestia. La tragedia que significó la muerte de su hermano no quedó ahí, se llevó por delante a su mamá. “Lo que ella nos contaba es que lo buscó por cielo y tierra hasta que entró en depresión y cayó en las drogas. Fue después de 20 años que se volvió cristiana y se recuperó cuando supo que era una de las víctimas de Garavito”.
Hoy la mujer dice que siente alivio con la muerte este 12 de octubre de la Bestia, como le decían a este criminal, luego de cumplir 24 de los 40 años de cárcel a los que fue sentenciado. “La verdad, es como un descanso. A pesar de que uno sabe que estaba en una cárcel, da tranquilidad saber que ya no puede quedar libre la persona que hizo tanto daño a tantas familias”, dice Karina.
Garavito nació en Génova, Quindío, en enero de 1957 y su primer crimen fue cometido en 1992 en Jamundí, Valle del Cauca. Después de esto no se detuvo hasta su captura el 22 de abril de 1999. En ese momento confesó con frialdad cómo cometía los aberrantes crímenes.
“La primera vez fue en el año 92, en Jamundí. No sé quién era el niño, él pasó y yo estaba tomando cerveza en un bar. Me lo llevé cerquita de ahí, del pueblo, lo acaricié y luego lo maté. Al otro día me sentía bien, pero al mirar que la ropa mía estaba sangrada, me dije: Dios mío, qué fue lo que hice. Y me puse a llorar. A los tres días apareció en la prensa y me sentí muy mal”, confesó Garavito después de su captura, en una indagatoria que duró más de diez horas.
Quienes conocieron a Garavito testificaron que se trataba de un hombre iracundo, agresivo y borracho. A Karina la marcó para siempre la confesión de Garavito en la que daba detalles de la violación, tortura y asesinato de su hermano.
“Las declaraciones de él, acordarse de todo, cómo lo hizo, por lo menos en el caso de mi hermano, cómo lo cortejaba, cómo lo engañó, cómo lo mató. Es una persona que yo digo: Dios mío, ¿con qué mente lo hizo? ¿Cómo es capaz de acordarse? Cuando nos dieron lo que él relató, se acordaba de que a mi hermano le decían Panqueso y de todas sus características, de la cicatriz que tenía, eso me impactó”, cuenta Karina.
Garavito estudiaba detalladamente a sus víctimas. Se paraba enfrente de las escuelas, en las plazas de mercado, en los terminales de los buses. Buscaba niños entre los 8 y los 16 años, de estatura pequeña, provenientes de hogares humildes y que se encontraran solos.
El modus operandi era siempre el mismo, se mostraba inofensivo y amable, les ofrecía dulces, dinero o regalos y les pedía que lo acompañaran a caminar. Luego, se internaba con ellos en cañaduzales, en zonas boscosas o potreros, y allí, a plena luz del día, porque paradójicamente le temía a la oscuridad, se transformaba en la Bestia.
Una vez tenía a los niños amedrentados o amarrados de pies y manos en el lugar que previamente había elegido, Garavito ingería un sorbo de una botella de brandi barato y comenzaba a abusarlos sexualmente, al tiempo que les infligía golpes y heridas con un afilado cuchillo, destornilladores o con cuchillas Minora, que ponía entre sus dedos. Una vez se saciaba, los degollaba y abandonaba sus cuerpos.
“En Pereira me llevé a los dos juntos. Los contacté porque ellos iban por los lados de una escuela, les dije lo mismo, que tenía una caña para cortar, los entré a los cañaduzales. Los maté a puñal, gritaron y a mí me dio susto de que me fueran a coger. Entonces, amarré primero a uno, lo dejé ahí, y cogí al otro. El niño veía lo que yo le hacía al otro y, entonces, lo maté. Luego maté al otro niño”, fue una de las crudas y aberrantes confesiones de Garavito.
Después de cometer los crímenes, coleccionaba los recortes de los periódicos en los que se registraban los hechos, como si se tratara de pequeños trofeos.
Terminaba el año 1997 cuando las autoridades hicieron un macabro hallazgo que dio inicio a las investigaciones. Se trataba de los restos óseos de tres niños, de 9, 12 y 13 años, en una finca de Génova, Quindío. Los tres estaban en condiciones similares: amarrados y degollados. En un primer momento se alcanzó a pensar que se trataba de alguna secta satánica.
Los investigadores encontraron cerca de la escena una nota con una dirección y al llegar allí había una mujer que lo conocía. En el lugar, Garavito había dejado varías bolsas con sus pertenencias, entre ellas imágenes de niños, un diario en el que registraba los crímenes y recortes de prensa relacionados con los homicidios.
Las autoridades descubrieron que se movía de región, que usaba otros nombres, que había ido a Alcohólicos Anónimos. Se hacía pasar por cura, tuvo una enfermedad venérea, visitaba la Iglesia Pentecostal, era aficionado a las cantinas y lo llamaban el Loco, Tribilín y Conflicto.
Comenzaron a llegar las denuncias de más niños desaparecidos en varias regiones del país y al mismo tiempo se hacían nuevos hallazgos de más osamentas con las mismas características. Para las autoridades ya era claro que estaban tras la pista de un asesino y violador en serie. Fue entonces cuando se ordenó su captura por el homicidio de un niño en Tunja.
Garavito logró escabullírseles a las autoridades usando disfraces y viajando de un lado a otro. Tuvo que pasar un año para su captura, pero ya había dejado su huella macabra en Quindío, Risaralda, Caldas, Antioquia, Cundinamarca, Valle, Cauca, Nariño, Putumayo, Boyacá, Meta, Casanare, Guaviare, Bogotá e, incluso, en Ecuador y Venezuela.
El 22 de abril de 1999, Garavito se encontraba en una zona rural de Villavicencio. Tenía sometida a otra de sus víctimas. El niño, presintiendo lo que estaba a punto de sucederle, comenzó a gritar y su llamado de auxilio fue escuchado por un habitante de calle que comenzó a lanzarle piedras.
La Bestia intentó defenderse con el mismo puñal con el que pretendía asesinar al menor que ya tenía amarrado de pies y manos, pero no lo logró y, como un animal asustado, se internó en la maleza, pero finalmente fue capturado.
El día de la indagatoria, la Fiscalía había llevado un maletín con numerosas pruebas halladas el día de la captura: una mochila de lana rosada y negra en la cual estaban unas gafas grandes de color oscuro, billetes de chance, tiquetes de bus que confirmaban su paso por Urabá en la época en que ocurrieron varias desapariciones y muertes de niños. Lo más contundente: portaba cuerdas de nailon y una caja de vaselina. En la indagatoria, el hombre aseguró haber sido abusado sexualmente a los 12 años y habló también de su vida sexual. “Pues como le explicara, lo normal sin dejarme llevar por desbordamientos, sin salirme de los límites (…). Nunca he tenido relaciones homosexuales. Cada vez que yo tomaba, a mí me daba por ir a buscar un niño y hacerle lo que a mí me hicieron y luego matarlo”, dijo.
Garavito comenzó a relatar detalles escabrosos de sus actos. Sabía perfectamente el día, el lugar, la hora de cada crimen y recordaba las características de cada una de sus víctimas. Mientras continuaba con el terrible relato, pidió que le alcanzaran una hoja de papel kraft en la que aparecían los años, las iniciales de las ciudades donde había estado y el número de sus víctimas. El papel era una de las pruebas encontradas entre sus pertenencias. “Este papel es de los niños que han muerto, fueron 11 niños en el 93”.
“Yo soy responsable de la muerte de 140 niños”, dijo Garavito, aunque todavía se cree que pudieron ser más de 200. Precisamente, la cifra exacta de los niños que violó y asesinó, así como la ubicación de muchos de los restos de sus víctimas, fueron los secretos que Garavito se llevó a la tumba. Ahora, las familias de los niños que murieron a manos suyas solo esperan que haya justicia divina.
Karina, casi dos décadas después de la muerte de su hermano, apenas dos años mayor que ella, solo se atreve a decir: “Odio no siento, porque eso ya le queda a Dios, pero sí es algo frustrante ver que la justicia no se dio a pesar de tanto daño que hizo”.