“Cuando los vi, sentí temor y me fui corriendo hacia la tienda. Allá llegó uno de ellos. Me dijo palabras obscenas, que camine para la casa comunal. Yo le respondí que no podía porque el niño estaba desnudo y solo tiene tres meses. Espéreme voy y saco una cobijita, acompáñeme que yo no me voy a ir. Entramos a la casa y cuando abrí el bolso me le apuntó al niño con el arma, me dijo que si yo hacía algo me lo mataba”. Así comienza el brutal relato de Ruth, la mujer que el país ha visto en videos, con su bebé en brazos, encarando a los militares que llegaron el pasado 11 de septiembre a la vereda Bocas del Manso, en el municipio de Tierralta, Córdoba, amedrentando a la comunidad y, lo más grave, haciéndose pasar por una organización criminal.
A Ruth el pánico se le convirtió en rabia. Poco le importó que el amenazante hombre estuviera armado, no estaba dispuesta a permitir que su pequeño fuera señalado con la mira de un fusil como si se tratara de carne de cañón. “Cojo a mi niño y venimos alegando. Empecé a pelear con él y a decirle que por qué me maltrataba, por qué no se identificaba. Entonces, me decía: ‘Para qué quiere saber, usted no tiene por qué saber eso’”.
En medio del cruce con el hombre, Ruth fue clara y, en pocas palabras, desnudó lo que hoy es un escándalo: militares vestidos de criminales, supuestamente disidencias, como en las peores épocas de la violencia. “Usted me está maltratando, se supone que ustedes son la ley, son el Ejército. No es para que vengan maltratando al campesino, porque ustedes se las dan de que son los que nos vienen a proteger”, le contó Ruth a SEMANA, que viajó hasta Bocas del Manso, en medio de la nada, a donde solo se llega en lancha, helicóptero o mula.
El país se llenó de dudas por lo ocurrido en este remoto lugar, al que SEMANA se internó para conocer, con sus habitantes, qué pasó en este pequeño caserío. Ubicado en pleno corazón del Nudo de Paramillo, enclavado en medio de la manigua, sirve como frontera entre Córdoba y Antioquia. Fueron más de cinco horas recorriendo los serpenteados ríos en una lancha de madera, con un improvisado motor o jonson, como lo llaman los pobladores.
El puerto de partida es Frasquillo, a hora y media del casco urbano de Tierralta; el recorrido se hace por el río Sinú. La vereda es un pequeño terreno en el borde del río, en el que se ubican unas 20 casas hechas de madera; una de ellas funciona como puesto de salud y otras tres, como tiendas de víveres. Aquí conviven campesinos e indígenas de la comunidad embera katío. El río no solo es la vía de acceso, también sirve para bañarse, lavar ropa, pescar y cocinar.
“Ellos no nos decían nada. Entonces, fue cuando yo me paré y yo les dije: ‘Bueno, ¿ustedes quiénes son? Identifíquense, díganme qué quieren’. Fue cuando uno de ellos vino y me dijo: ‘Ah, usted está muy altanera’. Me sacó la pistola, y yo le dije: ‘¿Usted me va a dar? Deme. Si usted se va a atrever a darme con esa pistola, a darme un tiro, ¡démelo!’”, contó la corajuda mujer.
La altanería y valentía de Ruth hizo que de la boca de los militares saliera lo que hoy es una delicada investigación. Sin más, los hombres del Ejército se autoproclamaron criminales y actuaron como tal. “Salen dos y dicen: ‘¿Quién es la mujer que anda altanera?’. Me cogió por el cuello y me dice: ‘¿Ustedes quieren saber quiénes somos?’. Se montó en la silla y dijo: ‘Nosotros somos el quinto frente de las Farc’”.
Como en las peores épocas de las masacres en Colombia, vino una sentencia aterradora. “Dijo que ellos traían una lista y que, si estábamos en esa lista, que nos iban a meter un tiro en la cabeza y para el río nos iban a tirar”, cuenta Ruth mientras sus ojos se inundan al recordar lo ocurrido.
De acuerdo con su relato y el de otros habitantes de la vereda, los militares les hicieron anotar sus nombres completos y cédulas en una lista. Se abalanzaron sobre cada lancha que llegaba para hacer descender a sus ocupantes a la fuerza y llevarlos también a la casa comunal. Cualquier cosa podía pasar. Ella se sentía encarando a la muerte, algo que no pensó en ese momento. Actuó con impotencia, dolor y, sobre todo, rabia.
Lo que sucedió fue brutal. Tres horas de terror, amenazas y hostigamientos, siempre con la sentencia de que los iban a matar, cuenta otro campesino, a quien el temor y la desconfianza le impidió dar su nombre: “A un muchacho le pegaron y lo amarraron a un lado, que lo iban a matar. Eso fue lo que más nos atemorizó, porque se presentaron como la guerrilla. Nos dijeron que dentro de ocho días volvían verificando toda la información que habíamos dado, que si era errónea se las iban a cobrar”.
Ruth, valiente, tal como la vio el país, narró que cuando se enfrentó al falso guerrillero en ningún momento sintió miedo. “Tenía mucha rabia, impotencia. Yo les dije a ellos que por qué no se comparaban con alguien que tuviera lo mismo que ellos, porque nosotros no teníamos nada, simplemente nuestras manos para trabajar, que no tenían por qué venirnos a agredir”.
Como si sentir que la muerte apareció de buenas a primeras vestida de uniforme militar no fuera suficiente, el país conoció por la Fiscalía y la Procuraduría que la barbarie llegó a tal punto que una mujer fue abusada sexualmente. En la vereda todos lo saben, pero lo hablan en voz baja, no solo por el miedo, no quieren que haya una doble victimización contra la humilde indígena que fue ultrajada.
“Realmente, uno no se encuentra seguro en la casa. Yo tengo que andar con mi compañero por donde sea, porque así como violaron a la muchacha lo pueden violar a uno. Si nos quedamos en la casa, son capaces de que nos violan o quién sabe qué nos hacen”, aseguró Delia, quien con sus palabras puso sobre la mesa una sentencia con la que cargan todos los días por el hecho de ser mujeres.
“¡Les damos dos tiros y los tiramos al río!”
“Cuando los vi llegar, me paré a buscar el carné porque no lo tenía. Uno de esos soldados me dijo que hiciera alto o me pegaba dos tiros, pero yo me fui a la pieza, cogí el carné y salí nuevamente. Ellos llegaron bastante agresivos con la comunidad, con los niños. En el video pueden evidenciar que maltrataron a una madre de familia que tenía un niño en los brazos, se lo querían arrebatar, la estaban asfixiando”, cuenta Mario Medrano, quien, como si se tratara de un arma para defenderse de los militares que actuaban como criminales, les mostró su carné de maestro de la escuela del remoto caserío. A esta asisten 18 niños, no tiene más que un techo de teja, cuatro vigas que lo sostienen, un tablero y unos cuantos pupitres.
Con cada narración, los hechos ocurridos en esas largas horas resultaban más aterradores. Tanto es así que aún se preguntan cómo no hubo muertos que lamentar. “Recorrieron casa por casa y fueron echando a la gente con las manos atadas, esto fue como un secuestro. Nos tendieron en el suelo durante tres horas y media, más o menos. Cuando se fueron, me llevaron como escudo junto con el profesor de la comunidad. Nos pasaron los fusiles por la espalda y nos advirtieron que si nos levantábamos nos mataban”, detalla Dagoberto, un curtido campesino que vive en la vereda.
No era una escena nueva para los pobladores de Bocas del Manso. Muchos de los habitantes de este remoto lugar llegaron hasta allá desplazados por la violencia. La muerte los sacó corriendo con lo que apenas podían cargar y, por eso, sentían repetir la tragedia.
“A un campesino le decían que le iban a cortar la cabeza. Nos quitaron los celulares, hubo muchos abusos que no quedaron en los videos”, relata el profesor Medrano. Agregó que “cuando se dieron cuenta de que estábamos grabando, nos quitaron los teléfonos. Al que no le diera la contraseña le cortaban el dedo o lo paraban a la orilla del río, le pegaban dos tiros y lo mandaban al río”, esa era la amenaza que repetían una y otra vez los diez militares, que decidieron empuñar las armas contra la comunidad.
En la vereda no hay señal de celular, aunque existe una antena satelital que brinda servicio de manera intermitente. Ese día, los habitantes alcanzaron a grabar imágenes, pero los hombres armados les arrebataron los celulares y borraron los videos. Como las grabaciones quedaron en la papelera de los teléfonos, el país se enteró de lo que había ocurrido.
Los pobladores de Bocas del Manso, acostumbrados a que las únicas visitas que reciben son de hombres armados, sin importar si son criminales o militares, dicen que de inmediato se dieron cuenta de que estos hombres no pertenecían a ningún grupo de disidencias de las Farc, como afirmaban. En realidad se trataba de miembros del Ejército Nacional.
“Tenían insignias militares. En el video se ve uno que tiene una pañoleta roja amarrada en el brazo izquierdo. Esa pañoleta decía infantería no sé qué cosa, batallón y nada más se le veía la J, o sea, quiere decir Junín, entonces uno deduce eso. Aparte, tenían el mismo armamento que uno les ve a ellos nada más”, cuenta el profesor.
En esta vereda sienten miedo y zozobra. Incluso, temían contarle a la prensa lo sucedido por las represalias. Le piden al Gobierno retirar las tropas de la zona, prefieren estar solos en medio de la nada a que quien tiene la obligación de cuidarlos amedrenten con armas en la mano.
“Cuando el Ejército no estaba por aquí, se vivía muy bueno, yo podía salir al monte. Ahora nos prohibieron ir a los trabajos, que no saliéramos, ya nos dijeron que no podemos salir solos por los caminos”, dice Luis, otro habitante del lugar.
En esta zona desde hace algunos años hace presencia el Clan del Golfo. Los campesinos no tienen alternativas para su sustento distintas al cultivo de hoja de coca. Solo hay unos pocos sembrados de pancoger, arroz, yuca y maíz; gallinas y algunas bestias que andan por la zona sin necesidad de corral. Aseguran que desde 2016, cuando se firmó la paz con las Farc, se les prometió que serían beneficiarios de tierras y proyectos productivos; por eso, dicen, arrancaron las matas de coca cumpliendo con su parte del compromiso, pero lo único que han recibido son promesas.
En Bocas del Manso reinan los cultivos de hoja de coca, la procesan, forman parte de su economía y reconocen que son los primeros en atravesarse a los intentos de erradicación, pero nuevamente llegan las denuncias contra los militares que manchan su uniforme verde oliva.
“A un señor una vez se le metieron a la casa y encontraron 12 kilos de pasta ahí. Ellos no reportaron eso, se la llevaron, dicen que fue la misma tropa que entró a la vereda. Cuando ellos (el Ejército) van a arrancar las matas, nosotros ahí mismo nos vamos para allá, porque para qué le voy a decir mentiras, todo este territorio siembra es coca. Entonces, cuando ellos llegan a arrancar la coca, ahí mismo todo ese poco de gente se les mete. Es que el Gobierno se comprometió con nosotros a darnos proyectos productivos para dejar de sembrar y no lo ha hecho”, dice Francisco, campesino del lugar.“
Cuando estaba la guerrilla, entonces éramos guerrilleros. Se fue la guerrilla y llegaron estos otros y ahora dicen que somos paracos. Lo que pasa es que si llega cualquier grupo nosotros estamos ahí, ¿para dónde nos vamos a ir? Ellos (el Ejército) vienen dizque a protegernos, que a buscar a esos manes. ¿Saben qué hacen? Se ponen cerquita a las veredas para que no les den, se protegen con nosotros, nos ponen de escudo”, agrega Francisco.
Luego de lo sucedido, este jueves en la tarde finalmente llegó a Bocas del Manso la comisión de la Procuraduría y la Fiscalía, que no había logrado aterrizar por el atentado al helicóptero en el que se movilizaban. Según los habitantes de la vereda, fue realizado también por el mismo Ejército.
Miembros del CTI y funcionarios del Ministerio Público recibieron las declaraciones de quienes estuvieron esa oscura tarde para llevar a cabo las investigaciones correspondientes. El fiscal general, Francisco Barbosa, calificó el hecho como un posible regreso del paramilitarismo, y el comandante del Ejército, general Luis Fernando Ospina, anunció desde Montería que fueron retirados del servicio diez de los uniformados involucrados en este hostigamiento.