Kevin Murillo Palacio inundó de sangre la pista de baile, luego de recibir una bala que le perforó el corazón. Un sujeto le disparó porque su rostro era desconocido en el barrio San Martín de la ciudad de Quibdó donde estaba disfrutando de un cumpleaños.
La canción que sonaba fue reemplazada por aturdidores llantos. El cadáver fue levantado por su hermano, mientras daba los últimos respiros. Aunque maniobraron para mantenerlo con vida hasta que un médico lo viera, en el hospital dijeron que llegó sin signos vitales.
Su nombre aparece en la lista de 600 jóvenes asesinados de manera violenta en los últimos siete años en la capital de Chocó, producto de la sangrienta confrontación armada que sostienen las organizaciones delincuenciales por el control del territorio.
Hoy nadie aparece para cargar con el homicidio, a pesar de que hay dos equipos de investigadores detrás de él. Por un lado, está la Fiscalía que promete presentarlo ante un juez y, por el otro, los allegados de la víctima que esperan llevarlo al cementerio.
Ambos lados han concluido que Murillo Palacio no estaba enfilado en los grupos que, en agosto de 2021, se encontraban en disputa. Ante los delincuentes, su pecado fue cruzar una frontera invisible que le negaba el paso al que no tuviera una casa en el sector.
Él pisó la mina imaginaria y explotó. La detonación acabó con los sueños de un hombre de 22 años que anheló un puesto en una universidad, pero los recursos no le alcanzaron. Las puertas de la Policía también se las cerraron porque no cumplió con los requisitos.
Quedó a la deriva. Sin embargo, no soltó los anhelos. En su mente tenía presente construirle una vivienda a su mamá y hacer todo lo que estuviera en sus manos para nunca borrarle la sonrisa, aunque su fallecimiento le tatuó en el rostro la tristeza.
Genoveva Palacio frunce el ceño cuando se le pregunta por su hijo, no tiene tranquilidad porque el homicida se está paseando por las calles de Colombia sin pagar por el tesoro que le arrebató. “Le quitó los sueños a mi hijo, porque él ya no tenía”, dijo entre lamentos.
Desde que notó que las autoridades judiciales no estaban interesadas en darle agilidad al proceso de esclarecimiento, se convirtió en una detective. Cruzó datos para dar con los nombres de los asistentes de la fiesta y se paseó por Facebook para hallar sus perfiles.
Todas las sospechas han fracasado. Con su dedo ha señalado al supuesto criminal en varias oportunidades, pero termina siendo inocente frente a su lupa. “Me dicen que fue el uno, que fue el otro”. La única certeza que tiene es que el Estado se olvidó del asesinato.
Citó, por ejemplo, que ha trabajado más que la Fiscalía. En medio de la incertidumbre, aseguró que la justicia es tardía, por lo que la mano propia sería la más efectiva para encontrar alivio en la muerte de Kevin Murillo Palacio, aunque reza para no hacerlo.
Este dolor no es nuevo en su corazón. Ocho meses antes del homicidio de su hijo, perdió a su compañero sentimental en un escenario parecido: hombres armados ingresaron a su casa en busca de un joven y, por evitar la muerte, se metió en la mitad y recibió las balas.
Los dos asesinatos no tienen responsables, al parecer, por el silencio de los testigos. La persona que observe un ataque armado en Quibdó corre con el riesgo de morir en el altercado o ser blanco de una persecución por la información que conoce.
Ante este escenario, no hay quien ponga las reglas en juego para hacer cumplir la ley, reconoce Genoveva. Entretanto, reprocha la acción de la Policía y Fiscalía para hacer justicia y el trabajo de la administración municipal para evitar las muertes de inocentes.