Con una sola mirada, la médica familiar Andrea de Angulo notó que nada estaba bien en la comunidad indígena del resguardo Papayo, Litoral del Bajo San Juan, Chocó. Al ver a un bebé de seis meses que tenía el cráneo pequeño (microcefalia) y la piel escamosa como la de un reptil, supo que la población estaba siendo envenenada. A simple vista no había un desarrollo completo de su sistema neurológico. La profesional no entregó pronóstico, pero el poblador Uldarico Chocho sí: “El agua nos está matando”. El río San Juan se desprende desde el centro del Chocó y termina su recorrido en el Pacífico, a dos horas de Buenaventura, frontera marítima entre ese departamento y Valle del Cauca. Allí, antes de encontrar salida al océano, está la comunidad de Papayo. El afluente recorre 120 kilómetros y en muchos tramos recibe los desperdicios de la minería ilegal. Profesionales de la salud que llegaron hasta Papayo en una misión médica voluntaria, conjunto con la Armada Nacional, concluyeron en sus informes que esa comunidad indígena de 700 habitantes está siendo contaminada, caso que necesita estudio. El 95 por ciento de los pobladores tiene infecciones en la piel, problemas de crecimiento y desarrollo incompleto de diferentes órganos como los pulmones, los riñones y el hígado.
Esas patologías colectivas ponen en evidencia que el resguardo Papayo, así como otros en el Litoral San Juan, conviven con sustancias contaminantes que, según la Armada, se vierten en la parte alta del río donde la afectación por minería es bastante grande. El río San Juan es ancho, turbio, calmo e impredecible. Bordea la comunidad indígena para luego entrar con fuerza a las entrañas del mar Pacífico. Y aunque este afluente es considerado fuente de vida, hoy temen a las represalias de la naturaleza por “tanto maltrato”, dicen. Allí lavan la ropa, se bañan, navegan y pescan, pero desde hace algunos años evitan extraer agua para cocinar o beber. Ahora disponen de grandes tanques de plástico para almacenar lo que les deja la lluvia. “Sin embargo, cuando hay verano y no llueve, comenzamos a padecer”, cuenta Uldarico. En el resguardo Papayo se habla Wounaan (lengua nativa) y, a ratos, español, las casas son de madera, no tienen puertas ni ventanas. No hay camas, sino hamacas. Tienen una cancha de microfútbol, un puesto de salud, escuela y calles limpias. La autoridad indígena no permite ninguna forma de contaminación o afectación al medio ambiente. Si se talan tres árboles, deben ser sembrados seis. Todos acatan la ley y nadie refuta. El verano en el resguardo Papayo es duro. Cada temporada seca cobra la vida de una o dos personas, aumentan los casos de diarrea y la piel de los habitantes se llena de sarpullidos y llagas. Las marcas son más evidentes en las mujeres, quienes permanecen más tiempo en contacto con el río mientras lavan. “Nunca quisiera irme de aquí, pero cuando veo a mis hijos sufrir por esos granos me provoca buscar otro lugar. Un mejor sitio para ellos, aunque aquí somos felices porque la naturaleza nos da todo”, asegura Uldarico. En el puesto de salud no hay medicamentos, solo está el médico residente, un joven estudiante que llegó de Pereira hace un mes y desde su segunda noche tiene diarrea, dolor de cabeza prolongado y malestar general. En Papayo hasta el doctor del pueblo está enfermo. El día que arribó la misión humanitaria al resguardo, Uldarico había cazado toda la noche con una escopeta hechiza. A su casa llegó con un venado muerto y un cachorro herido, suficiente comida para no preocuparse por una semana. El banquete lo acompañaron con banano cocinado. “Aquí toca así, porque del río no se puede comer nada”, comenta. Uldarico no sobrepasa el metro y medio de estatura. En la piel de sus manos parece que se recrearan telerañas, así como en el borde de los ojos. Poco pelo en las cejas y una tela blanca que amenaza con devorar sus córneas. “Usted no me va a creer, pero yo tengo 34 años, sino que aquí no sé por qué el indio envejece más rápido”, dice entre risas. La doctora De Angulo cree que todo lo encontrado en Papayo son síntomas de una exposición permanente al mercurio en alto grado. Incluso, los habitantes del resguardo tienen patologías asociadas a este metal desde antes de nacer. “Puede que no tomen agua del río, pero sí hay contacto cuando se bañan o ingieren pescado. El mercurio viaja a través del cordón umbilical y afecta el sistema neurológico del bebé”. Cuando los niños son sometidos a grandes cantidades de mercurio, en su juventud pueden padecer problemas de memoria, articulación, habla, coordinación de la motricidad y demencia. El planteamiento médico no es descabellado, dice el Coronel de Infantería de Marina Wisner Paz Palomeque, pues las consecuencias que deja esta práctica en Chocó son “una cosa impresionante. La minería ilegal se ve en la parte alta del río San Juan, que es Andagoya, Condoto, Istmina. Allá hay unos playones impresionantes, una cosa bárbara. En mi vida había visto algo así”. El coronel asegura que basta con destruir una máquina retroexcavadora para que en pocos días aparezcan tres más. En todo este entramado ilegal, y muchas veces operado por estructuras criminales como ELN, el mercurio juega un papel fundamental. El metal se utiliza en el procesamiento del oro. Lo emplean a gran escala, cuando la minería es a cielo abierto con maquinaria, o en barequeo —forma artesanal— para separar la tierra del mineral. El mercurio se adhiere al oro y aísla los residuos restantes. El Instituto Gemológico Español explica que el mercurio se adhiere al oro, formando una amalgama que facilita su separación de la roca, arena u otro material. Luego se calienta la amalgama para que se evapore el mercurio y quede el oro. En minería a cielo abierto para sacar un solo gramo de oro se necesita una máquina retroexcavadora que remueve alrededor de seis toneladas de suelo y bosque. De acuerdo con datos del Ministerio de Minas, en Colombia hay afectadas 66.000 hectáreas por minería ilegal, de ese número, el 44 por ciento está en territorio chocoano. Según la Organización Mundial de la Salud, la exposición a gran escala de mercurio en el cuerpo humano es devastador. Colombia suspendió su uso en 2018. Ninguna persona con título minero lo puede utilizar, pero las estructuras armadas que se lucran de este metal y comunidades apartadas de cascos urbanos hacen caso omiso a la norma. Carolina Rojas Hayes, viceministra de Minas, explica que en el país se practican tres tipos de explotación ilícita: minería a cielo abierto, en ríos y subterránea. En el río San Juan operan las dos primeras. “En todas se utiliza mercurio, pero paradójicamente este metal no es el método más eficiente para retener el oro”. En busca de la verdad Las autoridades indígenas del resguardo Papayo se dieron cuenta hace siete años de que muchos de sus problemas de salud viajaban por el San Juan. Decidieron encontrar los motivos que generaban tales sucesos, pero sus peticiones no hicieron eco en la Gobernación del Chocó ni en la administración municipal. Entonces, tomaron la decisión de buscar la verdad por sus propios medios apoyados en la ciencia. Escogieron por votación popular a uno de sus habitantes para que iniciara una carrera universitaria en biología en la Universidad Indígena del Cauca, con sede en Popayán. Uldarico fue el elegido. Por cinco años ha viajado una vez al mes, el recorrido le toma dos horas en lancha y diez por carretera. Se queda 15 días en las instalaciones universitarias y luego retorna a su territorio. El semestre cuesta $600.000 y los pasajes $200.000 por viaje. El resguardo cubre los gastos. “Ya pasé todas las materias, ahora solo tengo que presentar el trabajo de grado”. Su estudio final son las aguas del río San Juan, busca determinar qué es lo que alberga ese afluente para precipitar la muerte y extender el dolor en su comunidad. Vea el informe especial completo