Quienes nacimos en Bogotá somos un poco de Chapinero. Y lo digo porque, aunque nací en el Polo Club, barrio que hace parte de mi vida, no representa a esta capital como lo hacía Chapinero. Su nombre proviene de un zapatero español (dicen que gaditano), que fabricaba chapines, calzado femenino que al golpear contra el piso sonaba como ‘chap-chap’. A quien hace chapines se le conoce como chapinero. Y así se bautizó el barrio. Porque eso era Chapinero, un barrio, no una localidad, ni una suma de barrios, como ahora. Eso era antes de que la ciudad se convirtiera en una metrópoli y la metrópoli en una ciudad con ciudades. Y si le hacemos caso a la letra de la bella ranchera: “Las distancias apartan las ciudades, las ciudades destruyen las costumbres”, caemos de lleno en la nostalgia.Para que nos entendamos, desde ahí, desde la nostalgia, escribo este texto. El Chapinero de mi memoria no es el de ahora. Los que tenemos más de 50 años guardamos otro barrio en los recuerdos. Más bien, otra ciudad. Una que sus gobernantes no valoraban. Creo que fue la primera administración de Antanas Mockus la que se preocupó de verdad por cuidar el patrimonio arquitectónico de Bogotá, sobre un argumento sólido: la valorización de los predios la había logrado toda la capital, un movimiento urbano de transformación, así que resultaba escandaloso que un particular se lucrara de décadas de esfuerzos colectivos. Mockus le dio visibilidad y relevancia a la preservación de la memoria, del patrimonio, de algo tan romántico como tener qué mostrarles a los hijos.Aún camino mucho por Chapinero. Ya sus calles no se parecen a las de mi infancia. No importa demasiado. Lo cierto es que hace poco invité a un grupo de mis estudiantes a recorrerlo. Fue maravilloso. De la docena que me acompañaba solo dos reconocieron haber pasado alguna vez por allí. Los demás ni conocían el nombre.Empezamos el recorrido en el Parque de los Hippies, un refugio para los mechudos de finales de los sesenta que insistían en hacer el amor y no la guerra y conservaban las nubes de cannabis sobre sus cabezas. Los recuerdo mansos y ensimismados en su mundo de colores, y recuerdo que mi madre me apretaba un poco más del brazo cuando pasábamos cerca. De allí nos fuimos a los anticuarios de la carrera novena. Sus dueños, sorprendidos por la llegada de adolescentes, los acogieron como a nietos desconocidos y les mostraban que en esos muebles extraños, que en esos objetos tan curiosos, había belleza e historias. Luego nos acogió la estación de bomberos de Chapinero. Después de recibir el regaño de su comandante por no haber planeado la visita, nos enseñaron los inmensos carros de bomberos, siempre rojos y brillantes, con sus instrumentos plateados y su campana de campanario itinerante, y los vimos jugar (como en mi infancia) voleibol en el parque aledaño.Mientras caminábamos les insistía que se fijaran detenidamente en los segundos y terceros pisos de las casas, porque esa es una forma de regresar algunas décadas en la historia. Funciona. Las ventanas y los frisos y las azoteas y la piedra muñeca y los detalles del ladrillo siguen hablando de un tiempo muy distinto al de la primera planta, y, por alguna razón, se resisten a desaparecer. Sin estar planeado y luego de lidiar amorosamente con algunos ciudadanos derrotados, o como insiste el eufemismo en llamarlos: ‘Habitantes de calle’, llegamos al costado oriental de la Basílica de Nuestra Señora de Lourdes (más sobre ella en la página 14) y a sus primeras gárgolas, ese gótico tan bogotano y hermoso que para todos, simplemente, no existía. Después cambiamos de escenario y llegamos al bellísimo Teatro Libre, el antiguo Teatro de la Comedia, y allí nos quedamos oyendo una parte clave de la historia de las artes escénicas colombianas. El tiempo se acababa y apenas nos quedó un rato para ir a la Castreña, paraíso del churro fundado en 1952, y visitar la dulcería San Fermín y el clásico almacén Santana que confecciona ropa interior desde hace más de 65 años.Chapinero va dejando de existir. Las nuevas generaciones no lo conocen. Y no las culpo. Cuando yo tenía su edad, y mucho antes, a uno lo llevaban a Chapinero y a Bogotá, vale decir, al centro de la ciudad, a hacer diligencias. Ya no. Ahora las familias llevan a sus hijos a los centros comerciales, esa mezcla de aire embotellado y burbuja de mentiras. Claro, es más práctico y más seguro. Pero eso no es una ciudad, es una caverna al decir de Saramago. Una caverna que no deja ver el cielo, y que al modo de la metáfora platónica, reproduce más sombras que otra cosa. Y yo le creo.*Exrector del Gimnasio Moderno.