La semana pasada tuve el gusto de participar en un evento internacional sobre “Selección y priorización como estrategia de persecución en los casos de crímenes internacionales” en Bogotá, con una ponencia sobre “Alternativas procesales para procesos de justicia de transición” con hincapié en el llamado principio de oportunidad, o sea la posibilidad de archivar investigaciones penales por falta de un interés público en la persecución penal. Para ello, me puse a estudiar la historia del citado principio en Colombia con miras a examinarlo de cara al conflicto armado y a los intentos de terminarlo: su introducción en el Código de Procedimiento Penal (Ley 906 de 2004, Art. 321 ss.), su extensión a los desmovilizados (los aproximadamente 19.000 miembros “rasos”) de los grupos irregulares siempre y cuando no hubiesen cometido crímenes internacionales (Ley 1312 de 2009), la declaración de inexequibilidad de esta extensión por parte de la Corte Constitucional (Sentencia C-936/10 del 23 de noviembre de 2010) y, finalmente, el –hasta ahora– último intento del legislador de solucionar el problema de los miembros rasos a través de la Ley 1424 de 2010 (reglamentada por el Decreto 2601 de 2011). Esta ley, recuérdese, implementa la sentencia de la Corte al pie de la letra ordenando la investigación y/o el juzgamiento de los miembros rasos, para después abrir la posibilidad de la suspensión condicional de la ejecución de sus penas bajos ciertos requisitos, en particular la firma de un “Acuerdo de Contribución a la verdad y a la reparación”. No obstante, la Ley ya ha sido (de nuevo) demandada. La referida sentencia de la Corte alega, en resumidas cuentas, que la aplicación del principio de oportunidad para los miembros rasos “desconoce el deber del Estado de investigar las graves violaciones de los derechos humanos y las infracciones al derecho internacional humanitario.” En efecto, lo que la Corte dice es que el derecho (penal) internacional, que es parte del derecho interno colombiano a través del bloque de constitucionalidad, obliga al Estado a criminalizar y a sancionar penalmente la mera pertenencia a un grupo criminal. La Corte no cita ninguna autoridad para defender esta tesis lo que poco sorprende pues ella no existe. Claro está, el derecho internacional obliga a los Estados a investigar y a castigar violaciones graves a los derechos humanos y crímenes internacionales desde el famoso caso Velásquez-Rodríguez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Pero la Corte Interamericana –ni mucho menos otra autoridad internacional– nunca ha dicho que la mera pertenencia a un grupo criminal constituya una violación grave a los derechos humanos. Por supuesto, la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema defiende la tesis de que la pertenencia equivale al concierto para delinquir y éste, a su vez, constituye un crimen de lesa humanidad. O sea, ¡el miembro raso de un grupo criminal es un criminal de lesa humanidad por la mera pertenencia al grupo criminal! Se trata de una tesis insostenible y ciertamente no soportada por el derecho internacional. Incluso, si uno considera que la pertenencia equivale al concierto, este último no es un crimen de lesa humanidad pues el concierto constituye un adelantamiento de la responsabilidad penal a un acto previo que, yendo más allá de una tentativa, solamente consiste en el acuerdo de cometer delitos –o sea, en un encuentro de ideas–, pero no en la actual comisión de los delitos acordados. Naturalmente, un Estado puede –si lo considera oportuno– criminalizar este acuerdo y la mayoría de las legislaciones penales efectivamente lo hace, pero el derecho internacional no obliga a hacerlo. El (neo)punitivismo que se expresa en esta y en similar jurisprudencia al nivel colombiano y latinoamericano ha llevado a un prestigioso penalista argentino (Daniel Pastor) a hablar de una “deriva neopunitivista”. En el fondo presenciamos con este desarrollo de un derecho penal mínimo, garantista, de última ratio, hacía un derecho penal máximo, de prima ratio, el desplazamiento de la clásica función protectora de los derechos humanos frente al derecho penal represivo del estado autoritario por una función proactiva, agresiva de derechos humanos, buscando su protección a través de la (sobre) criminalización. Desde luego, para un penalista alemán —de hecho también para cualquier estudioso formado en la tradición del derecho penal clásico liberal del ciudadano, que otorga los mismos derechos a sus amigos como a sus enemigos—, esta evidente contradicción es sorprendente aunque no totalmente incomprensible dada la historia del Estado terrorista en América Latina, que no solamente maltrató a sus ciudadanos, sino que trató de evitar cualquier responsabilidad por ello. Ahora bien, en una situación como la colombiana, en permanente conflicto armado y, al mismo tiempo, en medio de un intento de paz a través de la desmovilización de máquinas de guerra, la posición punitivista puede llevar a una callejón sin salida como justamente muestra el tratamiento o mejor dicho la falta de tratamiento del problema de los miembros rasos de los grupos paramilitares. Si bien la Corte Constitucional demanda el procesamiento de estas personas y el legislador, forzosamente, incorpora esta demanda en la Ley 1424, toda persona con una visión realista sabe que esta exigencia no puede ser cumplida por la justicia penal colombiana, y, de hecho, por ninguna justicia del mundo. Se trata de un puro derecho (penal) simbólico, con lo cual se vuelve a la actitud famosa de los funcionarios de la colonia del “obedezco pero no cumplo”, lo que expresa tan gráficamente el clásico divorcio entre la ley y la realidad en América Latina. Queda claro, entonces, que las interminables contiendas judiciales y los tecnicismos jurídicos no nos van a acercar más a la paz en Colombia. La posible solución pasa por la voluntad política de los actores relevantes (fuerza pública, paramilitarismo y guerrilla). El gobierno, en esta situación, solamente puede diseñar ofertas que deben aspirar a ser incluyentes en vez de excluyentes. Un importante punto de partida podría ser una estrategia global de justicia transicional para Colombia que, después de la concertación política, tenga que ser traducida en reformas legislativas para poder ser tomada en cuenta por los operadores judiciales. Tal estrategia debe informarse de la gran variedad de instrumentos y mecanismos que ofrece la justicia transicional, del uso prudente y razonable del derecho penal para los más responsables hasta los mecanismos extrapenales para los responsables inferiores, siempre teniendo en cuenta los intereses de las víctimas (en particular, en el caso colombiano, en la restitución de tierras). Si el actual gobierno está dispuesto a comenzar este proceso, como parece mostrar la Ley de Victimas (Ley 1448 de 2011), merece la ayuda de la cooperación técnica internacional. * Catedrático de Direito Penal, Direito Processual Penal, Direito Comparado e Direito Penal Internacional na Georg-August-Universität Göttingen (Alemania); juiz do Tribunal Estadual (Landgericht) de Göttingen.