El jueves 15 de noviembre se entregó en Bogotá, en su edición número 43, el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, el más importante reconocimiento a la producción periodística del país. Este año, el cronista Juan Miguel Álvarez fue elegido como ganador en la categoría de Reportaje en prensa escrita por su investigación sobre la Dirección Colegiada, que supuestamente hoy gobierna el crimen organizado en el Valle de Aburrá, publicada en VICE Colombia en noviembre pasado. Álvarez, también colaborador de esta casa, ya se había alzado con el premio el año pasado por su crónica "Paulina busca a su hija". Aplaudimos su reconocimiento y, abajo, compartimos el reportaje ganador. El poder bajo la tierra Juan Miguel Álvarez Publicado originalmente en VICE Colombia Era una noche espesa. Sin estrellas ni reflejos. Todo oculto por nubes terrosas tras un aguacero de tarde completa. La gente se protegía de las goteras que escurrían desde los filos de los techos y evitaba pisar los charcos de un suelo pantanoso y empedrado. *** Corrían los últimos días de octubre de 2016, y en el barrio Esfuerzos de Paz había cierta tranquilidad. Una calma relativa. La banda armada que dominaba sus calles no tenía rivales ni disidencias que pusieran en riesgo el control del territorio. Su líder era un tipo de treinta y cinco años llamado Pedro, que se había ganado su cargo luego de haber sido un gatillero sin hígados, pero también por mantener acuerdos de convivencia con los vecinos y, en general, con la comunidad. En ese momento, unos setenta hombres entre los quince y los treinta y cinco años conformaban la banda. Algunos habían sido soldados regulares, otros habían integrado frentes paramilitares, y uno que otro había combatido en la guerrilla. Pero el grueso estaba compuesto por muchachos como Pedro, formados en el salvajismo de la urbe contra la persecución de la policía, duchos en puñales y revólveres de bolsillo. Tenían armas de asalto —fusiles, sobre todo—, pero no vestían uniformes con distintivos ni nada que los asemejara a una organización militar. Pedro, de hecho, acostumbraba vestir ropa holgada, al estilo hip hop, de colores muy vivos: azul bandera, rojo escarlata, tenis con naranjas y violetas, gorra ancha de aleta recta. Y los jóvenes que lo acompañaban a manera de escolta no lucían muy distinto: jeans, tenis, gorra, la piel del torso y de los brazos manchada con tatuajes fabricados por un pulso burdo. —El combo no tiene nombre —me aclaró— y trabajamos en llave con los otros combos de la Comuna 8. En total podemos ser unos 300 o 400 hombres. A todo este grupo lo han llamado La Banda de Caicedo. Escaso de estatura, Pedro tenía la piel blanca, cejas negras tupidas, nariz profusa, y traía un frenillo en los dientes. La casa no parecía más que una artesanía. Sobre el piso de cemento se erguían paredes y divisiones interiores en retablo con plásticos. Estaba situada en una de las últimas cuadras del barrio, uno de los extramuros más pobres de la comuna, casi en la punta más alta de los cerros centrorientales de Medellín. Unos cuantos metros más arriba se hallaban una base militar y los bordes del ecoparque Las Tinajas. Para llegar hasta allá debí bajarme en la última parada del bus, en un punto conocido como La Torre. Luego caminé por una autovía de tierra desnuda y me interné por senderos escalonados de barro y ladrillo entre paredes de tabla martillada y techos de zinc. Un claro asentamiento subnormal sin direcciones postales, con el servicio de agua intermitente, alcantarillado precario y nudos de cables que cuelgan de los postes del alumbrado público. —Para decirle la verdad —me dijo Pedro, sentados los dos en un escalón de ingreso a una habitación—, a uno no lo coge la policía porque no le da la gana. Saben quién es uno y dónde vive. Uno de sus orgullos como cabecilla tiene que ver con la financiación de la banda. A boca llena, me dijo que en los barrios donde "operaba" su gente no había jíbaros ni ventas de drogas. A nadie le tenían permitido lucrarse con el microtráfico. El dinero del día a día lo obtenían de "colaboraciones de comerciantes" y de un "impuesto" que les cobraban a los encargados de las obras públicas. Es decir, de la extorsión. Si un grupo de contratistas llegaba a pavimentar una calle de Esfuerzos de Paz, tenía que pagar cuotas por casi todo. En una ocasión la banda les cobró a unos contratistas 100.000 pesos diarios por cuidar una máquina de construcción y 400.000 por dejarla salir del barrio. —Yo tengo hijos pequeños —me dijo Pedro mientras señalaba con su mano cerrada a un niño que rodaba por la casa— y a mí no me gustaría que cogieran el vicio. Y este barrio está lleno de niños. Por eso por aquí no hay plazas de vicio. Continúe leyendo la crónica haciendo clic acá.