Desde orillas opuestas la historia se escribe distinto. En Rusia, Oleg Gordievsky es un traidor condenado a muerte, sin importar que haya cometido sus delitos hace más de 30 años en épocas del comunismo. Mientras tanto, en el Reino Unido, un país al que le profesó su lealtad hace décadas, y donde vive actualmente, es un héroe. Solitario y paranoico a sus 77 años, pero héroe. Su destino parecía trazado. Gordievsky reunía las condiciones para llegar alto en el régimen comunista. Desde niño se destacó como deportista y estratega, y fue miembro de la Liga de la Juventud Comunista. Una vez graduado del Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú se enroló en la KGB en 1963, tal como habían hecho su padre y su hermano mayor. Pero algo no cuadraba. Era rebelde y cuestionaba los ideales comunistas, y lo sacaban de quicio las hipocresías de la dirigencia del partido. Esa realidad lo atropelló en 1966. Salió de la Unión Soviética como diplomático y llegó a Dinamarca. En Copenhague accedió a literatura y música vetada en su país, y entendió los límites de la censura. Gordievsky le dijo al diario londinense The Times: “Allá conocí la verdad sobre el mundo, Europa y la Unión Soviética. Se nos decía que vivíamos en la mejor sociedad pero la pobreza y la ignorancia eran enormes”. Cuando la URSS invadió a Checoslovaquia en 1968 para extinguir la Primavera de Praga, un movimiento que pretendía avanzar hacia un socialismo no totalitario, la brutal incursión radicalizó a Oleg: “El ataque contra esa gente inocente me hizo odiar el sistema comunista”, aseguró. Gordievsky sabía que la PET, la inteligencia danesa que trabajaba de la mano con los británicos, monitoreaba los teléfonos cercanos a la embajada soviética. Por eso se despachaba contra el régimen soviético en sus conversaciones telefónicas con su primera esposa. De ese modo hizo que la inteligencia de Occidente lo notara, pero sus señales de humo tomaron tiempo en surtir efecto. Volvió a su base en Moscú por unos meses, pero regresó a Dinamarca con un cargo más alto en 1972, y la inteligencia danesa aprovechó el momento para sugerirlo a los británicos del MI6 como un posible agente doble. Standa Kaplan, un checo que había desertado del este y que Gordievsky conocía, sirvió de enlace. Días después un diplomático británico lo buscó en las canchas donde jugaba squash. En 1973 Gordievsky selló su alianza con el MI6 y estableció sus condiciones: protección para sus contactos daneses de la KGB, que no lo grabaran en secreto y, ante todo, que no le pagaran un centavo, pues “lo hacía por convicción ideológica”. Bajo estas reglas el espía compartió información sensible durante años. Tanto, que era necesario dosificar su uso para no evidenciar la fuente. Y mientras el tiempo de Gordievsky en Dinamarca se agotaba, su vida personal cambiaba. Su primer matrimonio terminó, pero se enamoró de Leila Aliyeva una compatriota a la cual jamás le confesó su actividad secreta. Se casaron al regresar a Moscú en 1978 y tuvieron dos hijas. Pero antes de regresar a la URSS, Gordievsky y el MI6 trazaron dos planes de emergencia, uno de los cuales le salvaría la vida. Si el agente tenía información urgente para los británicos, aparecería con una gorra de cuero en un lugar determinado de Moscú a las siete de la noche de un martes. Si en cambio aparecía en el mismo lugar y hora sosteniendo una maleta, pedía ser rescatado. Gordievsky sabría que el mensaje había sido recibido si un hombre pasaba al frente suyo comiendo una barra de chocolate. Para su rescate, Gordievsky debía llegar por su cuenta a la carretera entre Leningrado y Víborg, el sábado siguiente a las 2 y 30 de la tarde. Allá, a 21 kilómetros de la frontera finlandesa, lo recogería un automóvil diplomático, inmune a las requisas, que lo sacaría del país. En Moscú, Gordievsky detuvo sus informes, pero pactó reactivarse al salir de la Unión Soviética. Esto sucedió el 28 de junio de 1982, cuando fue designado consejero de la embajada soviética en Londres, una sorpresa para el MI6, que no dudó en aprobar la visa. El cargo le exigía reclutar agentes para la causa comunista, la fachada perfecta para hacer lo contrario: proveer a los británicos de inteligencia que revelara el funcionamiento de la KGB. “Quería romper el sistema soviético: el Comité Central, el Politburó, la KGB”, aseguró. Mientras tanto, sus superiores soviéticos en Londres caían uno a uno con complicidad de la justicia británica. Así, en 1985, Gordievsky se convirtió en el ‘rezident’, el soviético de mayor rango en Inglaterra. Y aunque su intención era desmontar el régimen que detestaba, sus informaciones lograron reducir la paranoia que reinaba entre dos superpotencias con el poder de destruir el planeta. Según The Times, el que Margaret Thatcher haya visto en Gorbachov alguien con quien podía hablar y negociar se debió en gran parte al trabajo de Gordievsky. La chocolatina y la zozobra Ambos lados de la cortina de hierro contaban con informantes. Y si bien Gordievsky neutralizó a Michael Bettaney, un agente de contrainteligencia británico que por dinero ofreció información a la URSS y pudo haberlo expuesto, no lo logró con el estadounidense Aldrich Ames. Este, agente de la CIA, pactó un trato de 7 millones de dólares con los soviéticos, y en 1985 delató uno a uno a los agentes que cooperaban con el enemigo. Moscú llamó de vuelta a Gordievsky para “confirmar su estatus como ‘rezident’”. MI6 le dijo que podía quedarse en Inglaterra y retirarse con la conciencia de haber aportado bastante, pero Gordievsky regresó. Y desde que llegó a su apartamento se sintió extraño. El candado que él nunca ajustaba en su departamento estaba con seguro y sus compañeros en el trabajo lo evitaban. Gordievsky sospechaba que algo venía, hasta que su jefe directo lo convocó a una reunión que resultó más un interrogatorio forzado. Lo drogaron pero no obtuvieron lo que querían. “Ha sido usted muy maleducado con nosotros camarada”, al despertarse le dijeron dos hombres al otro día, “ya confesó, solo hágalo de nuevo”. Frente a su negativa, y para su sorpresa, lo dejaron libre. Desde ahí, vigilado 24 horas al día, perseguido como una carnada que esperaban se delatara, pero libre. En ese momento Gordievsky envió a su familia a unas vacaciones en el mar Caspio, prometiendo que llegaría luego. Pero sabía que mentía. Y como siete años antes se había acordado, activó el plan de rescate. Reunió coraje para llegar al lugar pactado, cargando la maleta, un martes a las siete de la noche. Para su alivio, vio a un hombre comiendo chocolate al frente suyo. Desde ahí solo era cuestión de sobrevivir la angustia hasta el sábado, escabullirse del seguimiento de la KGB y contar con que la MI6 cumpliera su parte. Y así lo hizo. Los agentes del MI6 montaron una fachada elaborada según la cual una pareja de sus agentes saldría de un coctel de bienvenida al nuevo embajador británico en Moscú en la noche del viernes. La mujer fingiría un malestar que le exigía un tratamiento en Helsinki, y por esto viajarían en la mañana hacia Finlandia. Otra pareja de agentes los acompañaría, con bebé a bordo, para fortalecer la coartada. Recogerían a Gordievsky a 21 kilómetros de la frontera. Extraerían a alguien de la Unión Soviética como nunca antes se había logrado. Entre la noche del viernes y la mañana del sábado todo fue zozobra para Gordievsky y sus rescatistas. El espía, paranoico, tomando ron y tranquilizantes, debió encadenar varios buses, paradas, y fingir malestares para poderse bajar cerca del lugar clave, mientras que los agentes británicos luchaban contra el temor de que en la frontera todo se viniera abajo. Y a pesar de todo lo que pudo salir mal, de que los rusos siguieron los autos de los rescatistas constantemente y solo una ventana de un par de minutos permitió que recogieran al espía, el plan funcionó. El espía doble se escabulló de la KGB y es el único que, a pesar de haber sido descubierto, vive para contarlo.