Después de 50 años de vivir lejos de su tierra, Jaime Salem no se arrepiente de haber dejado Palestina para viajar al otro lado del mundo en busca de un mejor futuro. Sentado a la entrada de su almacén de confecciones en el sector árabe del centro de Bogotá, repasa de vez en cuando las fotografías de la Jerusalén que dejó a los 17 años, cuando por decisión de sus padres tuvo que embarcarse en un buque desde Beirut rumbo a Cartagena. La travesía duró 30 días e incluyó escala en la ciudad italiana de Nápoles, en donde el navío completó su cupo de 2.000 pasajeros con africanos, franceses e italianos. Sólo cinco de los viajeros eran palestinos. Salem no conocía a los otros cuatro y tampoco sabía a dónde tenía que llegar. El instinto viajero que por años acompañó a sus ancestros lo guío hasta pisar suelo colombiano el 10 de mayo de 1952. Como la mayoría de los inmigrantes árabes que llegaron a Colombia después de la Segunda Guerra Mundial, Salem venía con la convicción de amasar una fortuna para regresar a su país. La suerte de sus doce hermanos menores y sus ancianos padres estaba en las manos de aquel joven que con solo cuatro años de primaria cursados llegó a Cartagena, atravesó el Magdalena, se instaló en Bogotá, consolidó una reconocida cadena de almacenes y decidió quedarse a vivir en el país. Cada año, sin falta, viaja por tres meses a visitar a su familia, la mayoría de la cual ya conoce su nueva patria. Por ese extraño olfato que tienen los árabes para los negocios y debido a su vida en comunidad, Salem se encontró en el centro de Bogotá con decenas de inmigrantes de Oriente Medio, con los cuales consolidó el sector árabe a una cuadra de la histórica Plaza de Bolívar. A decir verdad, muchos bogotanos ignoran que los almacenes de textiles y confecciones que durante años fueron el principal centro de abastecimiento de la capital son al mismo tiempo una colonia de árabes que hace rato dejaron de sentirse extranjeros. Según el Centro Cultural Colombo Árabe, en el país hay 1.5 millones de descendientes directos de sus tres oleadas de inmigración. En la primera (1880 y 1920) predominaron los palestinos cristianos que, sin hablar español, se insertaron en la cultura local aportando técnicas comerciales como las tiendas por departamento, el crédito y las ventas puerta a puerta. Recibieron el calificativo de “turcos” por traer pasaporte otomano, pero la verdad es que muchos huían de la represión turca. La segunda (1920- 1945) era de jóvenes árabes con pasaporte francés o inglés, debido a las ocupaciones de finales de la primera Guerra Mundial. A ella pertenecen familias como la del periodista Yamid Amat, cuyo padre llegó por Buenaventura, en 1930, y viajó hasta Boyacá en donde el comunicador se casó con una colombiana. Y la tercera (1945) correspondió a la diáspora de países que ya eran independientes como las de sirios y libaneses. Uno de ellos era Salem, quien conserva intacto su acento árabe, como si acabara de bajarse del buque que lo trajo hasta Cartagena. Inserción cultural Los pioneros árabes entraron al país por Puerto Colombia y Cartagena. Los demás, por Santa Marta y Buenaventura. Colonizaron la Costa Atlántica, en donde le sacaron provecho a sus condiciones de navegantes (innovaron con el uso de barcos de vapor) y ayudaron a la construcción de la identidad nacional en un periodo en que el Caribe colombiano estaba poco poblado. Hasta donaron aviones privados para defender a Colombia en la guerra contra Perú. Aunque en principio recibieron ataques de comerciantes que no querían tener competencia extranjera en su negocio, se extendieron por todo el país hasta zonas como Chocó (a la cual llegaron atraídos por la bonanza en la explotación mineral). Curiosamente no pudieron entrar a Antioquia, lugar de procedencia de los comerciantes colombianos más fuertes de la época. Lo sabe Salem, quien durante sus primeros años en el país perdió los ahorros que traía desde Palestina porque los negocios no marcharon bien. Por donde pasaban los árabes se producía una mezcla cultural invaluable con las costumbres de occidente. En Colombia, la riqueza de su arquitectura quedó plasmada por todo el país. Las edificaciones del centro bogotano en donde Salem instaló sus negocios así lo testifican. Lo dice también la calle 12 de Cali, que alguna vez fue considerada como el centro vendedor de textiles más grande de América Latina. En Lorica (Córdoba), municipio al que el escritor David Sánchez Juliao rebautizó como “Lorica Saudita”, hay 29 construcciones de los comerciantes árabes que el Ministerio de Cultura declaró de interés nacional por la perfección en sus estilos republicanos, mozárabes y eclécticos. La comida criolla no podía escapar a esta fusión cultural, pues fueron los árabes quienes -según la analista Gladys Behaine- les enseñaron a los habitantes del Sinú a consumir productos como cebolla y berenjena, que se creía eran venenosos. La maravilla de esta mezcla cultural fue descrita para Semana por el periodista Juan Gossaín, quien escribió, en 1994, que “una vez en Lorica vi a una muchacha que vendía dulces y comestibles en la calle. Llevaba una batea en la cabeza. Y en la batea, kibbes fritos revueltos con kasabitos de coco, alfajores, cocadas de ajonjolí y bolas de tamarindo. Ese día, estremecido, comprendí lo que quiso decir Nietzsche cuando escribió que la sangre es el espíritu”. Muchos de los árabes de segunda y tercera generación han logrado tal nivel de asimilación que resulta difícil reconocer su origen, a pesar de que no han perdido sus costumbres. Algunos prefieren la vida anónima en sus tradicionales ventas de textiles. Otros se hicieron visibles por su éxito en los negocios, las artes, las telecomunicaciones y el deporte. Periodistas como Amat, Gossaín y Julio Sánchez Cristo, estrellas de la farándula como Shakira y Paola Turbay, empresarios como la familia Char, científicos como el genetista Emilio Yunis y el neurocirujano Salomón Hakim, y clanes políticos como los de los Name, Nule y Manzur ejemplifican su éxito en la vida pública. Eso sin olvidar que lograron la Presidencia de la República a través de Julio César Turbay, hijo de un libanés que llegó a Cartagena en 1880. La mayoría de ellos se reunirán el 23 y 24 de noviembre en Cartagena durante el II Encuentro Cultural Colombo Árabe y I Encuentro Árabe Latinoamericano, para agradecer colectivamente a Colombia por permitirles echar raíces y hacer vidas nuevas. “Hay una riqueza cultural conjunta que la comunidad árabe quiere preservar para estrechar aún más sus lazos con Colombia”, asegura Zuleima Slebi, organizadora del certamen. Salem también está agradecido, pero no deja de sentir nostalgia por Palestina, especialmente desde que su esposa colombiana decidió irse del país ante el secuestro de su hijo Mahmud. Salem prefirió quedarse para buscarlo y, mientras tanto, recordar a su familia y su tierra con fotografías. Ya fue hasta Costa Rica a hablar con Ramiro Vargas, integrante del Comando Central del ELN. También se entrevistó en Colombia con Francisco Galán y Antonio García, miembros de ese grupo armado. Ni aceptaron ni negaron que lo tengan en su poder. Basado en la experiencia ganada gracias a sus 50 años en Colombia, Salem hace análisis sobre lo que llama el conflicto social de Colombia y la suerte que pudo correr su hijo: “Es mejor que lo tenga el ELN. Si se lo llevaron los paramilitares lo más posible es que esté muerto”. Acto seguido retoma la fotografía de Mahmud y recuerda que la última vez que lo vio fue cuando el muchacho partió hacia la Sierra Nevada de Santa Marta a recibir el tercer milenio en las montañas. Y de las montañas se lo llevaron. Pese a la tragedia, el vendedor de textiles del centro de Bogotá no pierde la fe en el país: “El problema es el conflicto social. Para mí sería muy fácil sacar mis cosas e irme, pero a pesar del conflicto, del secuestro de mi hijo y del que yo mismo viví durante tres meses, me quedo en Colombia porque aquí se puede ser feliz. Porque muchos árabes encontramos la felicidad acá”.