El curtido investigador judicial, al que simplemente le decían Carrillo, llegó al lugar de los hechos seis horas después de divulgada la noticia de la caída de un avión jet de la empresa Avianca, con 101 pasajeros y seis tripulantes a bordo. La aeronave hk 1803, que debía cubrir la ruta BogotáCali, había salido del Aeropuerto Eldorado a las siete y trece minutos de la mañana de ese lunes 27 de noviembre de 1989. El Boeing 727100 cayó del cielo cuando volaba a 10.400 pies de altura, y se desparramó en mil pedazos sobre una montaña rocosa, en jurisdicción de la población de Soacha, ubicada al extremo sur de la capital colombiana. Muchas personas vieron cuando explotó en el aire y pudieron observar los pedazos del aparato cayendo a tierra. Esas mismas personas llamaron a las emisoras locales y nacionales, pero nadie quiso dar crédito a «semejante vaina», a esa hora de la mañana, cuando el cielo se abría y daba paso a un sol radiante que comenzaba a iluminar la ciudad. El investigador Carrillo era el duro de los explosivos en el naciente Cuerpo Especial de Investigaciones de la Unidad de Instrucción Criminal. Cuando llegó al lugar de los hechos o, dicho en términos judiciales, a la escena del crimen, ya se encontraba invadido de periodistas, camarógrafos, fotógrafos, policías, curiosos y saqueadores que aprovechaban cualquier descuido de la sorprendida autoridad para hacerse a una prenda, un collar o un reloj. Partes de cuerpos se encontraban regadas en un radio de unos tres kilómetros, vísceras humanas y retazos de ropa colgaban de las ramas de los eucaliptos que abundan en ese lugar. El espectáculo era macabro. Nadie se salvó. Un pedazo de unos doce metros del fuselaje del avión fue la parte más intacta que quedó. Tres letras de la palabra Avianca se podían leer sobre un fondo rojo y blanco, los colores oficiales de la empresa aérea más grande e importante del país. Carrillo era un hombre muy conocido en los pasillos judiciales por todos los periodistas que cubrían las noticias de su sector, y seguramente por eso fue abordado de inmediato cuando los comunicadores descubrieron su menuda figura agazapada a un lado del fuselaje, tomando las primeras impresiones de la tragedia. ¿Accidente, falta de gasolina, falla humana, mal tiempo? Todos sus amigos periodistas le querían preguntar, al mismo tiempo, en desorden. «Fue un atentado terrorista», se atrevió a asegurar, no sin antes advertir que lo decía «off the record», pues aún era muy prematuro hablar de forma oficial. Carrillo tomó del brazo a uno de los periodistas que más le generaba confianza, y apartándolo le confió el motivo de su intuición. «¿No le huele raro, como a dulce?», le preguntó al reportero. «Sí, huele como a dulce, como a gasolina dulce», le respondió aquél. «No, guevón, es el olor del explosivo plástico, del C4». Nadie le paró bolas al investigador, pese a que Colombia vivía uno de los capítulos más sangrientos de su historia reciente, derivado de la guerra que el capo del cartel de Medellín, Pablo Escobar Gaviria, le había declarado al Estado, con el fin de evitar que se aprobara la extradición de narcotraficantes como él a Estados Unidos. A diario, y a veces hasta en intervalos de horas, las explosiones de las bombas sacudían las calles de ciudades como Cali, Bogotá y Medellín, sembrando el pánico y la desolación. Decenas de personas, inocentes en su mayoría, murieron por culpa de la arremetida de los llamados Extraditables, el grupo militar que formó Escobar Gaviria para enfrentar una guerra que él calificó como «sin cuartel». «Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos», era el lema de los comunicados que los Extraditables publicaban cada vez que se adjudicaban un atentado criminal o un ataque terrorista. Aunque esta vez no hubo comunicado alguno que se atribuyera semejante crimen, las conclusiones de Carrillo no eran tan descabelladas como a priori lo asumieron los periodistas que llegaron al lugar. ¿Sería posible que la caída de un gigante de los cielos como el Boeing de Avianca hiciera parte de un plan fraguado por la mente criminal de Pablo Escobar? En principio el tema se quedó en simples especulaciones de un investigador tercer mundista. Y si se tiene en cuenta que Colombia es un país de altísima accidentalidad aérea, pues la hipótesis de un atentado parecía esfumarse con el mismo viento que soplaba fuerte contra las rocas de la montaña donde descansaban los restos de los pasajeros del avión. Dos días más tarde, en el lugar de la tragedia aparecieron regados por todas partes agentes del fbi enviados desde Estados Unidos, de la dea y de la Agencia de Aviación. Y sólo entonces los periodistas comenzaron a sospechar, a aceptar la posibilidad de un atentado terrorista, a no descartar con tanto facilismo que la siniestra mente de Pablo Escobar había ideado un nuevo ataque sin antecedentes recientes en el mundo. Para entonces, Carrillo ya se había embolatado en otros asuntos, en otras áreas de su trabajo, sin saber que su olfato era aún más acertado que los sofisticados aparatos con los que se vio llegar al grupo de gringos vestidos por completo de negro, con gorra y comida enlatada que cargaban en gruesos morrales color militar. Tomaron muestras de los árboles, de las ramas de las que todavía, cincuenta horas después, pendían restos humanos ya putrefactos; tomaron muestras de los pedazos de cadáveres que habían sido acomodados en fila, cubiertos con sábanas blancas para que los curiosos y fotógrafos de periódicos sensacionalistas no le dieran rienda suelta al morbo. Y también se llevaron muestras de los restos del avión y de la tierra donde cayeron sus pedazos. La escena del crimen, que en cualquier otra parte del mundo es lo más sagrado en una investigación, había sido docenas de veces manipulada por los primeros curiosos, por los policías inexpertos que acudieron al lugar cuando escucharon el golpe del fuselaje contra la tierra y, obviamente, por los saqueadores que se robaron las pocas prendas que quedaron buenas y los billetes rotos que alcanzaron a llegar al suelo como plumas que se desprenden de un colchón. Pero, gracias al cielo, los investigadores colombianos no necesitaron los pocos elementos que se lograron salvar. Mientras en los laboratorios de Estados Unidos se comprobaba la presencia de explosivos en partes del avión y en el tejido blando de algunos trozos de cadáveres, en Bogotá un juez recibía el testimonio de una mujer que, sin proponérselo, allanaría el camino para aclarar los hechos o, por lo menos, una de las razones del hecho. Con el corazón destrozado y el desespero de saber noticias de su esposo que iba en el vuelo, la mujer se presentó al despacho judicial como una viuda más. La investigación la asumió en principio el juez Antonio Cadena Farfán, quien atiborró en su estrecha oficina del complejo judicial de Paloquemao, los cientos de papeles de las diligencias iniciales, los cientos de folios con testimonios de familiares de víctimas y testigos y los cientos de actas de defunción. El juez Cadena se vio en la necesidad de habilitar el baño de su despacho para acomodar allí las bolsas plásticas con los restos más pequeños del avión y algunas pertenencias de los pasajeros. El caso judicial tomó forma cuando llegó a manos de un segundo juez, en ese entonces un joven abogado tolimense que tuvo la fortuna de contar con el testimonio que revelaría una parte de la verdad. Jaime Gómez Méndez llevaba pocos meses al frente del Juzgado Séptimo de Orden Público cuando, por una comisión especial del gobierno, le entregaron el expediente con las diligencias previas y los resultados de las agencias estadounidenses que estuvieron en el lugar. Y fue a él a quien una tarde visitó en su oficina la viuda, argumentando que quería reclamar el carro que su esposo había dejado en el parqueadero del aeropuerto en Bogotá. La mujer explicó que era un Renault 9 de color blanco y que ahora, después de identificado el cadáver de su esposo, debían devolvérselo a ella, la legítima heredera. El juez Gómez Méndez echó mano de su olfato como investigador especializado en criminalística para detectar en el relato de la viuda un elemento importantísimo que le podría dar un giro a las pesquisas que en ese instante se encontraban bajo el rótulo de «determinadores sin identificar». Le tomó declaración bajo juramento, como requisito para la devolución del vehículo, aunque ésa no fuera su verdadera intención. Ella entregó documentos: la tarjeta de propiedad del carro, fotocopias de la cédula del esposo, el registro civil de matrimonio y su pasado judicial. En la declaración, reveló el verdadero nombre de su cónyuge y explicó, además, que él siempre viajaba «con chapa», por razones de seguridad. Chapa, según explicó, era la cédula falsa que el hombre cargaba para pasar controles oficiales, pues confesó que se trataba de un importante ex empleado del cartel de Medellín que había decidido entregarse a la justicia norteamericana para convertirse en testigo de cargo contra Pablo Escobar. Y relató, con lujo de detalles, que ese día iba para Cali a encontrarse con los agentes de la dea que lo iban a trasladar; pues la idea era sacarlo por una ciudad distinta de Bogotá o Medellín, porque los sicarios de Pablo Escobar ya lo estaban siguiendo para asesinarlo antes de salir del país. Aunque con beneficio de inventario, el juez Gómez tomó aquel relato como un elemento trascendental para empezar a dirigir la investigación hacia el grupo de los Extraditables, que para esos días ya habían enviado mensajes anónimos grabados a las emisoras radiales, atribuyéndose el plan criminal. Si hasta entonces se mantenían algunas dudas sobre los móviles y los autores del hecho, la versión de la viuda las disipó. Pero el juez nunca creyó que semejante plan terrorista, que seguramente contó con asesoría de empresas criminales extranjeras, se hubiera montado con la exclusiva intención de asesinar a un solo hombre, por muy amenazante que éste resultara para los intereses del cartel de Medellín. Y tenía razón el juez, pero nunca pudo saber esa otra parte de la verdad, porque la investigación se enredó en asuntos más administrativos, como la entrega de las pertenencias a las familias, la identificación plena de los pasajeros y las llamadas actas de defunción. Para ello, debió releer las versiones de todos los familiares, con el fin de confrontarlas con los documentos de identidad hallados en el lugar, y poder así hacer entrega física y oficial de los cadáveres, para que recibieran los oficios religiosos de rigor y cristiana o católica sepultura. Aunque el juez Gómez Méndez encontró méritos suficientes para abrir investigación formal y vincular como autores a los jefes del cartel de Medellín, nunca conoció un segundo testimonio que acabaría de confirmar las especulaciones que ya se habían convertido en verdades callejeras. Testimonio que, más que reiterar quiénes fueron los autores intelectuales, arrojó luces sobre la forma como se desarrolló el macabro plan, desde su inicio en Medellín hasta su ejecución a 10.400 pies de altura en los cielos de Bogotá. Lo entregó una persona muy cercana a la familia de Pablo Escobar Gaviria, casi diez años después de ocurrido el hecho, época en que la investigación ya había sido archivada y olvidada. Sucedió cuando se encontraba preso en Estados Unidos uno de los sicarios más sanguinarios al servicio del capo, conocido como La Quica y señalado por la dea de haber sido parte del grupo encargado de volar el avión, donde además figuraba en la lista de víctimas un ciudadano estadounidense. Según ese último testimonio -del que existe evidencia magnetofónica-, uno de los jefes del ala terrorista de Pablo Escobar, y quien fuera asesinado años después al salir de la cárcel, fue el encargado de organizar a los hombres y dotarlos de todos los elementos necesarios para el atentado. Aunque se presume que hubo asesoría de un terrorista español, al parecer ex miembro de la eta, la bomba con que volaron el avión de Avianca resultó ser un aparato sencillo de fabricación casera, que mandó a hacer un joven sicario del cartel de Medellín, bajo de estatura, grueso y de tez trigueña. Un bigote que sólo se le pobló en los extremos del labio superior, le daba a su rostro un parecido al memorable humorista mexicano Mario Moreno. Pero dentro del cartel de Medellín no se le conocía con el alias de Cantinflas sino así, simplemente Uzma, por su apellido. Darío Uzma tenía una mirada penetrante y agresiva, y aunque nunca cursó estudios superiores -apenas hasta primero de bachillerato-, sobresalía por su astucia innata, su arrojo y su despiadada forma de acabar con sus víctimas. Pocas veces utilizaba armas de fuego para cumplir las órdenes de Pablo. Generalmente lo hacía con cuchillos o dagas. En las comunas de Medellín, una zona que frecuentaba, le adjudicaban la leyenda de haberle propinado cincuenta puñaladas a un joven que se le había quedado con una plata. Uzma fue el elegido por el extinto jefe terrorista al que a su vez Escobar había confiado toda la organización y la logística del plan por el que el capo había ofrecido un millón de dólares si se cumplía al pie de la letra. La información de inteligencia, que los sabuesos de Escobar habían recogido mediante infiltrados y la interceptación de llamadas telefónicas, daba cuenta de la posibilidad de que en ese vuelo de Avianca viajarían los dos hermanos Rodríguez Orejuela, los jefes del cartel de drogas de Cali, para esa época ya clasificados como archienemigos del capo de Medellín. También se decía tener la certeza de que el avión sería abordado por el político colombiano César Gaviria Trujillo, quien había sido declarado objetivo militar. Seguramente Escobar también sabía de la presencia del testigo de la dea que declararía en su contra en Estados Unidos. Siendo así, la mesa estaba servida para que el jefe del cartel de Medellín se deshiciera de un solo golpe de cuatro enemigos que en ese momento representaban su mayor amenaza. Y todo por un mismo precio, un millón de dólares, que para él no significaban mucho, si se tiene en cuenta que manejaba una caja menor permanente de 10 millones de dólares en una caleta que él en persona había construido en su ciudad. Por eso, cuando Uzma se enteró del encargo y de la importancia que ese trabajo significaba para el Patrón, expresó a sus allegados la inmensa alegría que le producía el anuncio y prometió cumplirlo a cabalidad. Buscó al asesor en explosivos, quien le entregaría la bomba ya fabricada, y él se encargaría de idear la manera más eficaz y desapercibida posible de hacerla llegar al interior de la aeronave y camuflarla en un lugar que no pudiera ser escudriñado por la seguridad aeroportuaria. Lo demás, lo más fácil, sería conseguir a alguien que la llevara y la activara en pleno vuelo. Uzma contactó a uno de sus secuaces de la comuna de Zamora, en el oriente de Medellín, a quien le encargó la contratación de un jovencito que cumpliera con la última fase del atentado. «Conseguime un suizo», le pidió a su amigo. Y éste no tuvo mucha dificultad para convencer a un muchacho de 18 años, recién cedulado, hijo de humildes recogedores de basura, pobres y desahuciados de la sociedad. La de los suizos era una de las muchas formas que utilizaban los jefes de sicarios de Pablo Escobar para llevar a cabo sus objetivos sin mancharse las manos de sangre, sin tener que apretar el gatillo, cuando las condiciones del atentado se tornaran difíciles. En varios de los atentados que cobraron la vida de dirigentes políticos, los matones de Escobar habían acudido a esta desalmada figura que tristemente hizo carrera como la de los suizos. Suizo, invento paisa, es una derivación de la palabra «suicida», acomodada a los jovencitos hambrientos que harían cualquier cosa por conseguir dinero, para comprarle una casa a la mamá o algún electrodoméstico que les aliviara las cargas domésticas. En algunos casos sabían de antemano que morirían en el intento, y por eso exigían la mitad del pago por anticipado antes de ejecutar el trabajo. Otras veces eran engañados por los reclutadores, que los convencían diciéndoles que se trataba de vueltas fáciles y con pocos riesgos, o que contarían con el apoyo de otros sicarios si encontraban dificultades en el camino. Así se lo hicieron saber, por ejemplo, a Jerry, un niño de 17 años al que le dieron un arma para que asesinara a un candidato presidencial en el interior de un avión, concidencialmente de la misma empresa de aviación. En este caso, a Jerry le aseguraron que dos hombres irían con él cubriéndole la espalda, para ayudarlo a huir una vez cumplido el trabajo. Pero no fue así. Cuando apretó el gatillo de la 9 mm contra la humanidad del dirigente de izquierda Carlos Pizarro, el supuesto compañero que le habían enviado para apoyarlo lo asesinó para borrar cualquier vestigio. Lo mismo hicieron con el terrorista que llevó un carro cargado con explosivos para volarlo en el periódico El Espectador de Bogotá. Lo convencieron de que, una vez estacionado el vehículo, sólo debía accionar el freno de aire y salir corriendo. Le aseguraron que tendría entre cinco y siete minutos para huir, pero tan pronto activó el supuesto freno, el carro voló en mil pedazos, con él adentro. Y, claro está, el atentado al avión de Avianca no sería la excepción. También iban a engañar al terrorista. Cuando su amigo del barrio Zamora lo llevó hasta donde Uzma, éste le explicó que necesitaban de sus servicios para hacer una grabación en el interior de la aeronave, supuestamente a unos políticos enemigos del Patrón que viajarían allí. Los detalles del plan se ultimaron en una casa de la loma El Esmeraldal de Medellín, adonde llevaron al suizo para explicarle lo que debía hacer. Ya entonces Uzma había decidido que el explosivo sería introducido en un maletín, similar al que utilizan los ejecutivos de las empresas. Negro, que combinara perfectamente con el vestido de paño oscuro que le compraron al muchacho, para que se subiera al avión sin despertar sospechas y no fuera objeto de una excesiva requisa, o de un cuestionario antes de abordar. En esa casa de El Esmeraldal solían reunirse jefes y sicarios de Pablo Escobar a planificar los atentados terroristas y los homicidios. De allí salían las órdenes y llegaban los mensajes del Patrón. Muchas veces Pablo los mandaba a llamar, y entonces el grupo se iba hasta una de las fincas de Envigado donde él les daba instrucciones de forma directa y personal. El Combo, le llamaban a este grupo de asesinos de confianza del capo, al que pertenecían los mejores en cada especialidad. Había explosivistas, ladrones de carros, armadores de caletas y expertos en alistar carros bomba, en conseguir armas, y los sicarios con mayor destreza en el manejo de pistolas automáticas y que hubieran sobresalido por su puntería a la hora de disparar desde una motocicleta en movimiento. Chopo, Arete, Carlos Chocao, el Negro, eran los alias de cuatro de los más temibles del Combo que acostumbraban reunirse en El Esmeraldal. Un político muy importante de Bogotá les enviaba los datos necesarios sobre los movimientos de las posibles víctimas, especialmente cuando se trataba de funcionarios del gobierno o de personalidades de la vida nacional que vivían en la capital del país. Por eso, confiaban tanto en la información acerca de que el avión sería abordado por los personajes que tanto trasnochaban a Pablo Escobar. En la casa le explicaron al suizo que una grabadora de audio ya había sido acondicionada en el interior del maletín, y le enseñaron a activarla con el simple movimiento de un interruptor. «Cuando yo le diga, usted la pone a grabar», le explicó Uzma, quien, para darle más confianza, le aseguró que estaría con él durante el viaje, a su lado, en la silla contigua. Eso sí, Uzma siempre insistió en que debía ponerla a funcionar únicamente cuando el avión hubiera ganado buena altura, antes no. «Cuando vos veás que vamos altos, zas, la ponés a grabar, porque si lo hacés antes, la grabadora interfiere con las comunicaciones internas del avión y te hacen bajar». El muchachito entendió la advertencia, emocionado no sólo porque sería su primer trabajo grande para Pablo Escobar, sino porque del resutado de esta tarea dependía su ingreso definitivo al Combo. La exaltación crecía en su corazón al pensar que sería su primer viaje en un avión. Y todo salió a la perfección. Al joven lo disfrazaron de ejecutivo, le dieron los tiquetes, la cédula falsa, dinero para viajar por tierra hasta Bogotá y hospedarse en un hotel del centro de la ciudad la noche anterior al ataque. El maletín le sería entregado minutos antes de subir al aparato, pues Uzma temía que el suizo sintiera curiosidad, lo abriera y descubriera que, en vez de grabadora, lo que llevaría era una bomba que mataría a 107 personas. Aparentemente Darío Uzma arregló otros detalles con anterioridad, pues no de otra manera se explica la facilidad con la que ingresaron el maletín a la aeronave, sin requisas y sin mayores controles por parte de las autoridades encargadas del filtro de ingreso y de los equipos de rayos x que se ubican en las puertas de los terminales aéreos. Uzma y el suizo entraron sin problemas y, según sospechas de los investigadores, se acomodaron en las sillas 18a y 18k, en la zona intermedia, encima de uno de los tanques de combustible del hk 1803. Cuando el vuelo estaba casi listo y los pasajeros en su mayoría habían abordado el avión, Uzma volvió a recitarle una por una las instrucciones a su compañero de viaje; incluso, al azar, señaló a tres robustos pasajeros de la otra fila y le explicó que a ellos era a quienes debía grabar. Calculó el tiempo, y justo cuando una de las azafatas anunciaba que el vuelo quedaría cerrado, Uzma activó un beeper que portaba en la correa del pantalón, y con cara de resignación, le notificó al muchacho que debía regresar de urgencia a Medellín por instrucciones del Patrón, pero que los planes seguían intactos, que siguiera el viaje solo y que él lo recogería en la noche, cuando regresara de Cali, para llevarlo de nuevo a Medellín. Se bajó. Desde el mismo aeropuerto Eldorado, Uzma pudo observar cuando el avión tomó rumbo hacia el sur de la ciudad, surcando el cielo en dirección a un destino al que jamás habría de llegar. Sintió alegría y satisfacción. Pensó en su Patrón y, claro está, en el millón de dólares que se acababa de ganar. Darío Uzma regresó a Medellín por vía terrestre y esa noche durmió tranquilo. Al otro día, según lo convenido, se reuniría con otro de los jefes de confianza de Pablo Escobar, a quien el capo ya le había dado indicaciones para recoger el millón de dólares de una de las tantas caletas que mantenía repletas de billetes en casas y apartamentos de diferentes barrios de la ciudad. Pero alguien todavía más tramposo, sagaz y malo que Uzma ya tenía planes muy diferentes para él. Tres días después, Uzma sólo recibió 100.000 dólares del millón acordado, con la promesa de que más tarde, quizás en semanas, el resto le sería entregado por un emisario del cartel. Aunque entre las víctimas no figuraron los hermanos Rodríguez ni César Gaviria, el atentado terrorista había causado otros efectos que Pablo agradeció. Por ejemplo, fortaleció su imagen de hombre fuerte y dispuesto a todo, y la gente en la calle empezaba a pedir un tratamiento jurídico más benévolo con él, si de esa manera se terminaba la guerra fratricida que ya dejaba cientos y cientos de víctimas inocentes. Pablo había dado muestras de estar satisfecho con la gestión de Uzma. Por eso Uzma esperó tranquilo y confiado. Si algo había aprendido en este mundo del hampa organizada, era ver al Patrón como un hombre de palabra: que lo que prometía lo cumplía sin ninguna vacilación. En el cartel, las palabras de Pablo eran recibidas como decretos que no admitían reposición. Una orden suya se regaba como pólvora en Medellín, y de inmediato las veinte «oficinas de cobro» se disponían a trabajar en esa dirección. La que primero comenzara el trabajo, se ganaba la gran bonificación. Eso explica que varios crímenes se cumplieron años después de haber salido la orden de boca de Escobar, cuando ya ni siquiera el capo se acordaba del asunto. El ministro de Justicia Enrique Low Murtra, un jurista bonachón y amigable, murió acribillado a bala en una calle del centro de Bogotá, muchos años después de haber dejado el cargo desde el cual autorizó la extradición de Escobar y el resto de jefes del cartel. Ya nadie se acordaba del doctor Low Murtra, que en esa época, desprovisto de cualquier temor, caminaba por las calles al regresar de dictar sus clases nocturnas de derecho penal en una universidad. Pero su cabeza ya tenía precio desde tiempo atrás, y el capo ya lo había pagado. Uzma cumplió su misión a cabalidad, sin dejar un solo rastro. Tenía claro, eso sí, que no fue culpa suya que los enemigos del Patrón no hubieran abordado el avión o que se arrepintieran a última hora de viajar. El jefe ya estaría averiguando eso; seguramente, ya habría ordenado investigar esos detalles, porque lo cierto es que las labores previas de inteligencia habían fallado, o la información se había filtrado hasta llegar a oídos de los narcos caleños. Pero nada de eso tenía por qué preocupar a Uzma, que sólo esperaba el dinero pendiente. Pasaron las semanas y el saldo no llegó. Decidió entonces acudir a la fuente de información, ir directamente adonde el hombre encargado por Pablo de pagar todo el plan criminal. Y fue cuando Uzma descubrió que su dinero estaba más embolatado de lo que temía. Le respondieron con un «no» rotundo, sin más explicación. Pero antes que rendirse, decidido a todo, envió un mensaje de reclamo a Pablo para que éste recriminara al jefe y lo obligara a pagar. Sin proponérselo, con esos reclamos estaba firmando su propia condena de muerte. A una famosa discoteca de Medellín en la que solían reunirse los sicarios del cartel a celebrar sus golpes, a beber y a derrochar dinero a manotadas con lindas mujeres, llegó Uzma una noche a contar el motivo de su frustración. Que Pablo ya estaba enterado del robo, que iba a luchar hasta el final por recuperar todo el dinero, que esto y que lo otro. Y, en un tono que sonó un tanto amenazante, hasta llegó a hablar de cobrar de otra manera si las cosas no se solucionaban de forma civilizada. No estaba en su día el temible Uzma. Abrió la boca en el lugar equivocado, a la hora equivocada y delante de la persona equivocada: un hombre que creía su mejor amigo, su parce, el de más confianza. Y no contaba Uzma con que su amigo era más amigo aún del jefe que se había quedado con su dinero. Las lealtades en la mafia suben y bajan con el precio del dólar. El que tiene más poder, tiene más plata. Y era evidente quién pesaba más en el cartel, quién era más allegado al Patrón. El amigo con quien departía en la mesa lo escuchó con atención, sin interrumpir, y en una supuesta visita al baño, telefoneó al hombre del dinero para ponerlo al tanto de las palabras de Uzma y de sus intenciones de delatarlo ante el Patrón. Al otro lado de la línea, se alcanzó a escuchar la orden de asesinarlo de inmediato. Un escuadrón de sicarios preparó el ataque esa misma noche, aprovechando que el resentido Uzma estaba pasado de tragos. Todo se planeó y ejecutó en cuestión de horas. Tres hombres llegaron hasta su mesa y, delante de todos los presentes que gozaban de la rumba del lugar, lo acribillaron sin piedad. Recibió casi toda la descarga en el estómago, pero no murió. Cuando los sicarios ya no estaban en el sitio, un moribundo Uzma se paró como pudo y salió de la discoteca para salvar su vida en una clínica de la ciudad. Eso sí, nunca más pudo caminar. Quedó postrado en una silla de ruedas y prácticamente se apartó de las actividades del cartel. Pensaría que se salvó. Cinco meses más tarde, cuando terminaba de almorzar con su familia, en una casa del barrio Fátima de Medellín, otro de sus amigos del cartel llamó a la puerta y Uzma lo hizo seguir. El hombre subió las escaleras hasta el segundo piso, lo saludó y le declaró su solidaridad. Se despidió con un fuerte abrazo y, al salir, dejó abierta a propósito la puerta de la calle; y por ahí, sólo unos segundos más tarde, dos sicarios entraron sigilosos, silenciosos, y terminaron la tarea que habían dejado inconclusa en la discoteca de Medellín. Esta vez sí. Uzma murió en el acto, sobre la misma silla de ruedas en la que se movilizaba. Lo traicionó su mejor amigo en el cartel, así como él traicionó al flaco, como cariñosamente le decía al suizo que contrató para volar el HK 1803 de Avianca esa mañana del 27 de noviembre de 1989.