La declaratoria del estado de conmoción interior por el gobierno de Uribe (cuya más impactante motivación es el ataque terrorista de las Farc en Bogotá el día de la posesión del Presidente y que dejó 20 muertos) es la expresión política más diciente de un estado de ánimo predominante en buena parte de la sociedad colombiana sobre la forma cómo el Estado debe enfrentar el conflicto armado: con mano dura (mano firme, corregirá Uribe). La necesidad de hacer uso de medidas extremas y de emergencia, como en este caso el estado de conmoción interior, parece estar plenamente justificada y es compartida por la inmensa mayoría de la población colombiana, pues el Estado no parece estar preparado para enfrentar las nuevas y feroces modalidades de lucha de las Farc, basadas principalmente en la generación de caos, desgobierno y terror. Pero la pregunta que hoy se hacen algunos es en qué medida esta apuesta política encuentra como obstáculos en su camino a la Constitución de 1991 y, en particular, a la Corte Constitucional. Por la manera en que el Ministro Londoño se ha referido tanto a la una como a la otra, resulta claro que algunos de sus rasgos son una verdadera piedra en el zapato para el gobierno de Uribe. Esto se debe a que el nuevo gobierno concibe su papel como una autoridad que debe aglomerar grandes poderes y facultades con el fin de restaurar el orden público. Así, exigencias como el respeto pleno de los derechos humanos y el control estricto de las acciones del ejecutivo y de las otras ramas del poder público, son supeditadas al fin primordial y absoluto de asfixiar a la violencia mediante el uso legítimo de ella por parte del Estado. Este ideal, de por sí complicado, ha sido visto como la esperanza de salida a nuestra realidad mil veces más compleja, en donde la violencia es sólo uno de los factores desestabilizadores, y no el factor desestabilizador, como erróneamente parece desprenderse de algunos de los mensajes enviados por el Ministro Londoño. Que el nuevo gobierno tenga esta postura radical es motivo de preocupación, pero lo que verdaderamente resulta insólito es que para seguir adelante con su ideal invoque hechos que simplemente son falsos, como el señalamiento realizado por el Ministro Londoño de que la Corte Constitucional es la mayor responsable de que los gobiernos entrante y saliente consideren que los poderes de excepción diseñados por la Constitución de 1991 en favor del Presidente, carecen de la contundencia necesaria para hacerle frente a la violencia generalizada que se tomó al país. La verdad, al contrario de lo que muchos quieren hacer ver, es que la Corte Constitucional con su jurisprudencia no "ha dejado maniatado" al gobierno en materia de estados de excepción. Así, de los 5 estados de conmoción interior sancionados durante los años 90, 3 fueron declarados constitucionales; de los 78 decretos de excepción dictados por los presidentes de turno en la misma década, 54 de ellos fueron declarados ajustados a la Carta Política por la Corte Constitucional, esto es, un 69% del total de decretos expedidos. Las medidas que la Corte consideró constitucionales no sólo fueron numerosas, sino también significativas: interceptación de comunicaciones sin autorización judicial previa; controles a la prensa; restricción del derecho de circulación y residencia; restricción del derecho de reunión y de manifestación; aprehensión preventiva de personas, de quienes se tenga indicio que cometieron o cometerán un delito, y realización de allanamientos sin orden judicial previa; modificación del presupuesto; teatros de operaciones; mayores atribuciones a las fuerzas militares y a los organismos de seguridad del Estado. Como se ve, resulta bastante difícil sostener que el juez constitucional "obstruyó" de manera sistemática a los gobiernos de los noventa con respecto a sus poderes de emergencia, cuando más de las dos terceras partes de las iniciativas asumidas por el legislador de excepción - los Presidentes Gaviria y Samper - fueron totalmente avaladas por la Corte Constitucional. Pero lo cierto es que la polarización entre la posición realista y pragmática que parece caracterizar al gobierno de Uribe y la perspectiva "cándida" de la Constitución de 1991 y de la Corte Constitucional - como protectoras de los derechos humanos y el orden constitucional y democrático, encierra un problema más profundo y esencial: la paradoja misma del Estado colombiano. En efecto, la estabilidad política formal que ha caracterizado a Colombia oculta en su seno un Estado estructuralmente precario que no ha terminado de formarse, al mismo tiempo que debe enfrentar los retos propios de los Estados contemporáneos donde la democracia, el libre mercado y el respeto de los derechos humanos son considerados credos insustituibles. Dicha tensión se ha intensificado con la Constitución de 1991 la cual, tratando de romper con un pasado institucional autoritario, estableció un modelo de Estado democrático, pluralista y participativo, generoso en derechos y garantías. Es decir, el nivel de exigencia -o la camisa de fuerza, si se mira desde una perspectiva autoritaria- que la Carta del 91 le impuso al Ejecutivo con respecto al manejo del orden público fue mucho más alto que aquél establecido por la Constitución de 1886, lo cual permitió que el estado de sitio se convirtiera precisamente en aquello que la misma Constitución combatía: en fuente de impunidad y de reproducción agigantada de la violencia que supuestamente se buscaba sofocar. Este recorrido histórico hace que el nuevo gobierno parezca atrapado en una especie de postura esquizofrénica en donde se promete de un lado apertura política y garantías democráticas que permitan llegar a un proceso de paz negociado, mientras del otro se muestra una tendencia autoritaria guiada por unas políticas de orden público de choque que entienden al opositor, el mismo con el que se quiere negociar, como un enemigo que debe ser aniquilado. Por estas razones no es de extrañarse que la Corte Constitucional haya estado en el ojo del huracán por más de diez años y que ahora lo esté aun más, si se mira en dirección del Palacio de Nariño; su papel político ha sido protagónico -en gran medida debido a la crisis política que ha deslegitimado al Ejecutivo, al Congreso y a la clase política en general- aunque no exento de polémica, pues en numerosas ocasiones el alto tribunal se ha visto atrapado en medio de la paradoja: mientras que para los sectores más liberales de la sociedad colombiana no ha hecho lo suficiente para imponer un límite estricto y coherente a los abusos del gobierno, para los sectores más conservadores lo ha maniatado en lo referente a la conservación del orden público. Por su parte el gobierno de Uribe, cuyos pronunciamientos y acciones lo llevan a ubicarse más en el segundo de estos dos polos, insiste en exigir más poderes y menos controles para el Ejecutivo. Frente a esta exigencia algo le debe quedar claro al país: tal y como la historia lo ha mostrado, cuando un gobierno realiza estas demandas- por muy bien intencionadas que sean - lo que está en juego no es la mera ejecución de unos cuantos ajustes institucionales, sino el mismo modelo estatal, pluralista y participativo, establecido por la Constitución de 1991. Propuestas como el retorno a la figura del estado de sitio y la desaparición de la Corte Constitucional, hacen pensar que el nuevo gobierno, en una suerte de Regeneración - ya no de Núñez, sino de Uribe -, lo que está pidiendo es el regreso a un Estado que fue pensado para la Colombia de los siglos XIX y XX, y no para la del siglo XXI. Por esto la discusión que Uribe está planteando -que, a juzgar por el tono de su ministro Londoño, parece más bien una notificación de hechos cumplidos- no se debe centrar en la reforma de la Constitución de 1991 y de la Corte Constitucional, sino en el sistema de gobierno que deseamos los colombianos. Una discusión de tal calibre debe darse de cara a la opinión pública y con la participación amplia y vigilante de toda la sociedad, en vez de decidirse unilateralmente por el gobierno, con la aprobación pasiva del Congreso, aprovechando el bajo perfil de una reforma constitucional. Las instituciones democráticas de la Constitución de 1991 no han fallado; lo que ha fallado es la voluntad política para darle una verdadera oportunidad a la democracia. Con esto no se quiere insinuar que la actual conmoción interior no esté justificada (la Corte Constitucional seguramente la avalará). La pregunta clave es si esta conmoción interior -que puede durar hasta 270 días- o las que vengan (acaso en forma de estado de sitio, si los deseos de Londoño se cumplen) pueden poner fin, en el largo plazo, al conflicto colombiano y, sobretodo, si son el recurso legítimo y democrático para hacerlo.*Profesores de derecho de la Universidad de los Andes, expertos en derecho constitucional.