En Colombia, y más en época de elecciones, resulta perturbador para el electorado (ocupado atribuladamente en la defensa de sus preferidos, como si la democracia representativa fuera un campeonato de fútbol) el que se observe con cierto grado de detenimiento los discursos de los políticos. No siendo partidaria de ningún candidato a la Alcaldía de Bogotá, me animan, para este análisis, el placer y el deber de la lectura, único oficio que conozco. Me anima también la necesidad de responderle al poder, que dice cualquier cosa de cualquier manera sin que nunca se le pidan explicaciones. Ante la autoridad de la imagen y ante la unción del gobernante, algunos ciudadanos insistimos en poner nuestros comentarios como testimonio de que los gobernados podemos leer, podemos anatomizar, podemos entender contenidos implícitos y explícitos. No se trata de interpretar, como se interpreta un sueño haciendo equivalencias entre visiones y experiencias; se trata de algo más palpable y más obvio, aunque quizá más laborioso: simplemente, de mirar despacio lo que se nos quiere hacer tragar.

Una mujer, que es candidata a la alcaldía de la capital del país, está sentada al piano. Hunde las teclas como si tomara una clase. Ensaya, con un poco de torpeza: ¿qué quiere demostrarle al espectador? Quizá la calma (ya que la han denostado por su falta de calma) que se necesita para hacer ejercicios al piano; quizá la paciencia que se necesita para aprender a tocar un instrumento (ya que se le ha reprochado que tuvo impaciencia al impedir la candidatura de Antonio Navarro); quizá la disposición a aprender de sus maestros, como, naturalmente, toda alumna de piano. Pero la poca destreza de la pupila en el instrumento ni siquiera se muestra con franqueza, pues de fondo suena una grabación para que una melodía ajena disimule los desaciertos: no se preocupen, que siempre habrá un sonido pregrabado para ayudar a un político.

Detrás de la aprendiza de piano está el patriarca Antanas Mockus, exalcalde de Bogotá. Mockus, apoyador de políticos de todas las tendencias a través de las últimas décadas, titubea en su dicción, pues está enfermo, como lo sabe todo el país. Al exhibir su dolorida oración, tal vez se apela a un sentimiento de compasión o de ternura —o de culpa— por la enfermedad y la senectud. El estado de estragamiento del patriarca da además a la imagen otro sentido: el de la sucesión. Antanas Mockus está cercano al final de su vida, y está presentando a su heredera (una de decenas, como sabemos) bajo sus grandes y poderosas manos, cuyas uñas garriformes se presentan en primer plano.

Hay algo tétrico en el gesto, que inspira temor más allá del respeto. El hombre en el hombro, ubicado como la consciencia (el Pepe Grillo) de Pinocho, con la barba de Abraham Lincoln y la palidez del padre de Hamlet, parece ya hablar desde ultratumba: es una institución “sagrada”, como han dicho sus seguidores usando una de las palabras favoritas del profesor. ¿Evoca a un rey blanco, en un lugar que no tiene monarquía hace dos siglos pero cuya colonialidad subsiste? ¿Evoca al mítico Bochica, el dador extranjero de la civilización, según la leyenda muisca? ¿Evoca a nuestro literario profesor de piano, Pietro Crespi, el extranjero seductor de Cien años de soledad? ¿Evoca a un vampiro de Europa del Este, como los vampiros más clásicos? Mockus emplea la solemnidad como bastón de mando desde hace décadas, y hace poco más de un año apareció ante el público en una especie de misa contrahecha, con una estola de sacerdote y una imitación de las tablas de la ley de Moisés, para rubricar un pacto político.

Ahí está pues, de pie, enhiesto detrás de la candidata, el hombre (sacerdote, profesor, mandatario, padre) que tantas manifestaciones ha hecho de la autoridad del varón: el mismo que, para su matrimonio, organizó un espectáculo a lomos de un torturado elefante de circo al que le pintaron con humillantes brochazos, en el costado, el letrero de “Recién casados”; el autoritario alcalde que instituyó en Bogotá un toque de queda permanente; el que se hizo famoso por bajarse los pantalones delante de sus estudiantes, poniendo punto —o culo— final a todo diálogo, y volvió a hacerlo recientemente en el Congreso, en el mismo recinto donde se caracterizó por practicar con los políticos opositores juegos propios del coaching empresarial o del parvulario; el alcalde en cuyo gobierno se electrocutó a cuántos perros callejeros en Zoonosis; el alcalde que explotó el término “cultura ciudadana”, y luego privatizó los conceptos de ciudanía y de cultura en su empresa, contratista de otros gobiernos; el restaurador; el excéntrico emperador romano de este hipertrofiado villorrio andino; el maestro cívico cuyo material didáctico principal fue un escuadrón de mimos que asediaban en las calles de Bogotá a los ciudadanos para que nos supiéramos malos ciudadanos; para que sintiéramos que nuestro salvajismo de elefantes requería ridiculización y castigo; para que nos sintiéramos niños.

Mockus mira al infinito por encima de la candidata, que como infanta y favorita juega con los dientes del piano. El símbolo estructural del patriarcado siempre ha sido la paternidad de la hija, no del hijo (pues la filiación masculina entraña la amenaza del parricidio; no así la filiación femenina, que además garantiza la sujeción de las mujeres). El patriarca tiene las manos sobre los hombros de la pupila, o la hija, o la dama en su lección de intérprete. Y, mientras ella calla y levemente sonríe con un gesto de satisfacción, o de automplacencia, o de gratitud, él comienza su discurso. Lo primero que dice es que votará por ella "porque me permitirá dormir un poco más tranquilo": no comienza por ninguna razón social, sino por una individual. Nosotros debemos votar para que él duerma tranquilo (¿el sueño de los justos?), lo cual debe interesarnos por encima del bien común. “Necesitamos personas sobre cuyos hombros apoyarnos", dice enseguida, y evoca con ello esa imagen patriarcal del anciano que tiene como báculo a su hija (el anciano exgobernante, Edipo rey).

"Ella ya conoce mucho del tinglado de corrupción que hay en el país", dice. Ella va sabiendo sus cosas, pues; ahí va aprendiendo, saca buenas notas. ¿Qué significado o alcance o sustancia tiene la afirmación “conoce el tinglado”? Conocer "mucho del tinglado de la corrupción" no afirma absolutamente nada sobre una futura gestión. El patriarca alza entonces la mano y, con gesto de predicador, dice "Marcará una línea recta": nuevamente el moralismo sin contenido; la línea que no se desvía, la rectitud: ¿de qué, hacia qué? No importa. Solo importa el adjetivo moralizante "recta", puntuado por el movimiento de la mano dura, la mano de la orden y la palmada.

Dice luego: "No habrá los coqueteos con la corrupción que ha habido en décadas anteriores". Es harto impreciso el sustantivo "coqueteos", pues en épocas anteriores no ha habido ningunos "coqueteos" con la corrupción, sino que la corrupción ha devorado la ciudad. La elección del sustantivo es, además, curiosa: el patriarca, con la sucesora bajo la zarpa, nos tranquiliza con que ella no es una coqueta: es una rígida dama al piano.

A continuación, el patriarca enuncia una proclama precaria y de cajón que acaso busca ser feminista; una proclama que no insta a la búsqueda de la igualdad, sino que tranquiliza con respecto a lo que se tiene: “Hace 50, 60 años, la mujer no tenía los mismos deberes ni los mismos derechos que el hombre”. Además del énfasis retrospectivo, llama la atención la anteposición —la prelación— de los “deberes” en la oración del profesor (no olvide, espectadora —alumna—, que primeramente usted tiene ahora más deberes: estamos en la escuela). Sigue así: “Hoy en día la mujer ha conquistado una serie de espacios en los cuales puede ejercer derechos”. No se dice que la mujer tiene esos derechos, o los disfruta, o se le reconocen, sino que ha conquistado espacios en los que puede ejercerlos; no se habla de libertad ni de igualdad, sino de deber y ejercicio. Y viene enseguida un lapsus colosal en la redacción: “Ya nadie puede decir que como las mujeres son inferiores, entonces podemos maltratarlas”, que bien podría leerse como: “No porque las mujeres son inferiores, entonces podemos maltratarlas”. Y prosigue la salmodia vaga y general, sin posicionamiento alguno: “Necesitamos ser más justos con la mujer. Necesitamos respetar los derechos de las mujeres”. Y en el uso del “nosotros”, que suponemos que implica al espectador, el orador sugiere que se dirige a hombres solamente (pues las “mujeres” ocupan el lugar de una tercera persona aludida). La candidata puntea con el piano, con los tonos más agudos: pi, pi, pi, pi, pi.

“Yo prefiero arrancar con una candidata que tiene muchas virtudes, que presenta muchas garantías”, dice Mockus. ¿”Arrancar”?: enigma oracular. “Muchas virtudes”. ¿Podrían haberle pedido que nombrara al menos una, o era mucha falta de respeto con su majestad? Solamente se presenta a la sucesora como virtuosa (ciertamente no en la interpretación del piano, que es lo único que ella aparece haciendo), y eso debe bastar. “Virtudes” es la misma palabra con que se ofrecería a una hija —y su dote— en matrimonio. “Muchas garantías”, dice: ¿cuáles “garantías”? ¿Y “muchas”? ¿Cómo se cuantifican? ¿O estamos ya diciendo cualquier cosa? No hay ninguna garantía (en el caso de ningún candidato) para un buen gobierno. El exgobernante, sin embargo, garantiza las garantías de la candidata; y, como de lo único que ha hablado es de su no “coqueteo” con la “corrupción”, está expresamente garantizando la pureza: como si garantizara el virgo de la hija.

“Y por esas garantías y esos rasgos tan típicos de ella, pues me hago la esperanza de que podamos hacer un buen gobierno”, concluye. “Rasgos tan típicos de ella”: ¿Cuáles? Nuevamente, no dice ninguno. ¿Debemos votar por alguien porque tiene rasgos “típicos” de sí mismo? ¿Qué significa ese galimatías? No importa que nada signifique nada: es palabra sagrada. Es palabra del dios Mockus, el padre trascendente de los bogotanos, bajo cuya tutela debe gobernarse la ciudad. “Podamos hacer un buen gobierno”, dice, y uno no sabe si ese plural es mayestático o familiar o de pareja reinante. Tan pronto como él declara que gobernarán juntos, la candidata echa hacia atrás la cabeza, hace con los labios la forma de un beso, cierra los ojos y recibe en la frente el beso paternal, el sello de la sucesión, la cruz de ceniza, el salvoconducto del anciano enfermo, del sagrado profesor, del civilizador de nosotros, los bárbaros niños y niñas de Bogotá.