En las últimas páginas de la Historia de un entusiasmo, la escritora Laura Restrepo cuenta que en 1985, mientras se volvía trizas el proceso de paz de Belisario Betancur con el M-19, ella tuvo la oportunidad de entrevistarse con el presidente y anunciarle que salía para el exilio porque no aguantaba las amenazas en su contra. Aprovecharía su estada por fuera para escribir un libro. Entonces Betancur, con la frivolidad que caracteriza a nuestros gobernantes le dijo: “Cuente con una beca de mi gobierno para escribir el libro”. Restrepo, como es apenas lógico, declinó tan extraño ofrecimiento. En un país normal, al presidente le causaría vergüenza que sus intelectuales tengan que emigrar por miedo a ser asesinados en cualquier esquina. Tres décadas después, poco ha cambiado. Esta semana la investigadora Claudia López tuvo que salir del país por amenazas de muerte. Su nombre se suma a los de León Valencia, Ariel Ávila y Gonzalo Guillén, quienes en junio fueron advertidos por el propio gobierno de que por Bogotá andaba suelto un sicario al que ya le habían pagado para matarlos. ¿La razón? Les querían cobrar el haber denunciado que el gobernador de La Guajira, Kiko Gómez, al parecer mantiene vínculos con la mafia del narcotráfico y de la gasolina en su región. En su momento, León Valencia y los demás salieron del país, mientras el Gobierno se rasgaba las vestiduras por la libertad de expresión y anunciaba exhaustivas investigaciones. Hasta ahora no ha pasado nada. Excepto que los amenazados tuvieron que regresar. Porque, contrario a lo que mucha gente piensa, el exilio no es ninguna vacación chévere, ni se trata de tener becas para escribir libros. A quienes les toca echar los chiros en una maleta y salir de afán, como lo hizo Claudia López esta semana, se les vuelve añicos la vida. Es que, además de periodistas o analistas, también tienen madres enfermas que visitar, empleos y contratos por los cuales responder para poder sobrevivir, hijos a quienes ver crecer y que no pueden estar de aquí para allá con ellos, amigos con quienes conversar. Nostalgias, amores, apegos, como todo el mundo. Entonces, a pesar del riesgo que corren, terminan por volver. Porque finalmente este paisito, con todo y sus sicarios, es el que ellos quieren para opinar. Y es a los políticos de acá y no a los de Cafarnaum a los que quieren denunciar. Así las cosas, les toca aceptar lo único que el Gobierno tiene para darles: un carro y unos escoltas. Entonces dos o tres tipos armados se les ponen a la pata y la intimidad deja de existir. Sus vidas se van llenando de precauciones y temores. Hasta cuando terminan por acostumbrarse a vivir escoltados y los demás empezamos a ver como normal que los intelectuales estén rigurosamente custodiados. Como si eso no fuera anómalo. Y el Gobierno se siente tranquilo porque tiene unos esquemas de protección aceptables, mientras los criminales siguen sueltos y haciendo política. Y nadie los toca porque como vienen las elecciones, qué tal que esos grandes caciques se vayan con sus votos para otro lado. Para que vean cómo funciona hoy ese aterrador imperio de la mafia en Cesar, Magdalena y La Guajira, lean el reportaje de publicó recientemente La Silla Vacía (Ver aquí: El fantasma de un sueño mafioso acosa al Cesar). A lo mejor Claudia López se fue porque no quiere vivir más con escoltas. Durante sus estudios de doctorado en Estados Unidos se había liberado de ellos y al regresar dijo que no quería más esos esquemas. Pero le tocó. Si es que quiere vivir en Colombia y seguir deliberando aquí. O callarse, como quieren sus malquerientes. Cosa que veo difícil. Queda muy mal el Gobierno advirtiéndole a este grupo de periodistas y líderes que todavía no sabe quién quiere matarlos, o silenciarlos, o en todo caso, enredarles la vida. Y pidiéndoles, en la práctica, que aprendan a vivir, o quién sabe si a morir, en estado permanente de amenaza.