Dice Elena Garro que no todos los hombres alcanzan la perfección de morir porque hay muertos y hay cadáveres. Los primeros son los ciudadanos reconocidos y protegidos por el orden nacional que tienen derecho a la libertad de morir. Los segundos son esos cuerpos residuales y sin ninguna relevancia política que, como lo pone Agamben, pueden ser asesinados incluso por el Estado con la licencia de que sobre ellos no se configurará un homicidio. De esos "buenos muertos", como los bautizó Uribe, se espera además que cumplan con docilidad y obediencia su designio de llegar a ser cadáveres permanentes, pues si se organizan, si convocan, si protestan, si rechazan ese destino trágico al que le deben resignación, el exministro de Defensa los llama criminales y legitima esas "bajas" que nunca serán procesadas como homicidios; o ni siquiera reconocidos como menores atrapados en un conflicto armado. Como están también exiliados del ordenamiento jurídico y habitan lejos del interés de esos ciudadanos que tienen el lujo de morir con libertad, poco importa entonces que sus huesos sean bañados en glifosato, ejecutados extrajudicialmente, o que se siembre alrededor suyo la eterna sospecha de criminalidad por el simple hecho de ser pobres. La nefasta lógica uribista, en efecto, del “¿qué supone uno?”, legitima a la gente a pensar que a pesar de las complicadas condiciones socioeconómicas que atraviesan los menores de edad en las áreas remotas del país, un niño reclutado por la guerrilla está ahí por voluntad propia y merece ser asesinado. Esa lógica que atraviesa al uribismo le permite también pensar a sus seguidores que la protesta social es por sí misma criminal, que los líderes sociales y los estudiantes de universidad pública son guerrilleros; y que tanto Dilan Cruz como los que marchamos pacíficamente somos, por ese simple hecho, vándalos que merecemos ser reprimidos por el Esmad. Allí lo criminal es la protesta en sí misma y eso fue precisamente lo que mató a Dilan: la idea de que la fuerza pública puede desmarcarse de la Constitución y la Ley porque no se trata de disolver las marchas para conservar el orden público, sino de ejercer una retaliación contra los ciudadanos que salimos del orden que la doctrina del uribismo plantea. Sobre el derecho a la protesta y los peligros de su estigmatización La Constitución de 1991 lleva 28 años tratando de combatir estas lógicas coloniales según las cuáles todo lo diverso es criminal y necesita ser anulado. El proyecto de la Constitución de 1991 planteó una apertura democrática de participación ciudadana que busca otorgarle un repertorio de derechos común a todas las minorías étnicas y culturales, que evite precisamente el racismo que autoriza las sospechas de criminalidad sobre la diferencia. Ese país designado bajo el ideario pluralista de la Constitución es el que hoy reclama su cumplimiento en las calles, y protesta contra un gobierno que desde lo simbólico, lo político y lo jurídico ignora a las minorías porque quiere, por el contrario, proscribir el pluralismo e imponer un único modelo válido de cultura y de valores. Esa fue por mucho tiempo la posición de la Constitución de 1886 que quedó en el pasado tras un proceso de Asamblea Constituyente en el que intervinieron una polifonía de sectores políticos étnicos y culturales; y es aún hoy la postura del partido de gobierno y también la del presidente. Hay muertos y hay cadáveres, como dice Elena Garro en Los Recuerdos del Porvenir; y Duque nos está llenando otra vez de cadáveres, desde ese porvenir que ya también nosotros conocíamos. @vanessalondonol es escritora colombiana, ganadora del Premio Aura Estrada de Literatura y del Premio Nuevas Plumas de crónica periodística.