La aparición de las cámaras digitales primero y su difusión masiva después, supuso el fin de la fotografía selectiva. La dependencia del revelado ha quedado tan atrás que hoy muchos jóvenes ni siquiera saben en qué consistía aquel ritual: la compra de carretes, usarlo selectivamente durante semanas o incluso meses, llevarlo a la tienda para poder recoger las fotos en papel unos días más tarde, enfrentarse a la encrucijada entre el brillo o el mate, calcular las ofertas del “2 por 1” para poder tener copias que repartir entre familia y amigos y después… descubrir la decepción de la foto que salió desenfocada, pasearse por los recuerdos colocando las buenas en el álbum o seleccionar a contraluz el negativo para encargar la ampliación de la que resultó estupenda.… Pequeños detalles de la vida que han cambiado y que nos han cambiado. Pero es especialmente la instantaneidad de la imagen, el hecho de prescindir del lapso de tiempo que existía desde que se tomaba la imagen hasta que podíamos contemplarla impresa (hasta que “era nuestra”), lo que ha supuesto un cambio social que no hace más que seguir evolucionando a toda velocidad con la masiva presencia de teléfonos inteligentes dotados de cámaras de alta calidad. Fotografiarlo todo ya no cuesta trabajo, esfuerzo, tiempo ni dinero y los cambios en el comportamiento que eso ha supuesto pueden verse en el día a día, en las redes sociales, en la obsesión por los autorretratos y en muchos otros campos de la realidad. Pero llama especialmente la atención en los museos. Las pinacotecas de las grandes ciudades del mundo son parada obligatoria de cientos de miles, millones, de turistas que abarrotan sus salas y pasillos en cualquier época del año. Tanta, que a menudo el ambiente que se respira en los museos se asemeja mucho al de un centro comercial. Sea por el ruido de fondo de la muchedumbre y las conversaciones a gritos (pareciera que los encargados de sala se hubieran rendido a la evidencia y han dejado de pedir silencio) como por la relación de la gente con el espacio y con las obras de arte. Hoy es frecuente ver al gentío paseándose por los museos tomando compulsivamente fotografías de las obras de arte e incluso, acto seguido, de las leyendas explicativas que los acompañan; o bien usándolas como telón de fondo para hacerse una selfie o autorretrato pero dedicándolas sólo el breve tiempo que requiere la operación fotográfica o encontrar el ángulo correcto para el posado Observando el comportamiento de estos coleccionistas de la nada cabe preguntarse si el imponente repertorio de fotografías que se llevan consigo es después revisado alguna vez... Quizá sea, efectivamente, para poder deleitarse más tarde con las obras de arte viéndolas tranquilamente en el salón de su casa, saboreando las imágenes y explicaciones con el tiempo y la tranquilidad que los museos ya no ofrecen. Quizá sea para llevárselas a alguien, un regalo especial para quien no pudo ir a verlas personalmente. O quizá sólo sea para saciar el ego propio y sacar a pasear la vanidad exhibiendo la colección de fotos-trofeo en el muro virtual en las que el autorretrato es realmente el protagonista y pone a su servicio la pieza de arte única junto a la que nos fotografiamos. A juzgar por las nuevas regulaciones que se están implantando, el último ejemplo sería el caso mayoritario. Los museos llevan observando con preocupación el fenómeno desde hace tiempo y preguntándose cuál es la mejor manera de promocionar y difundir el arte que encierran y, a la vez, controlar a las multitudes desenfrenadas que recorren sus pasillos con afán de posesión fotográfica y mentalidad de consumidor, sin tomar conciencia, realmente, de donde están o lo que tienen alrededor. Parece que el límite ha sido la proliferación de los palos extensibles para hacerse selfies, los cuales han potenciado de tal manera la obsesión por los autorretratos junto a las obras de arte que los museos norteamericanos, uno a uno, han ido prohibiéndolos en sus salas por considerarlos peligrosos tanto para las obras de arte como para los demás, pues invaden el espacio personal de otros visitantes, así como para el ambiente del museo al provocar distracciones que pueden terminar en accidentes. La reciente prohibición en el Museo Metropolitano de Nueva York ha sido la última en la lista antes de saltar al otro lado del océano y ser adaptada, entre otros, por el Museo Thyssen de Madrid.
La prohibición no impedirá seguir usando cámaras y teléfonos. Simplemente, los limita al espacio personal propio, allá hasta donde llegue el brazo. Si quiere sobrepasarse, habrá que recurrir al clásico, y hoy ya extraña costumbre, de pedirle a alguien que nos saque la foto. O quizá eso sea ya demasiado contacto humano para esta época… En definitiva, al visitar cualquier museo podremos seguir observando la curiosa obsesión por fotografiarlo todo y por auto-fotografiarse junto a todo. Y preguntarnos si detrás se esconde, simplemente, la codicia automática del consumidor de querer poseer y apropiarse del universo. De querer sentirse propietario también de obras de arte únicas e inaccesibles pero que se convertirán en “un poco nuestras” así sea estando encerradas en un archivo digital y arrinconadas en el fondo de un disco duro que acumulará polvo virtual por la falta de uso. O si, quizá, es porque el poder de la imagen ha conseguido ya desbancar completamente a la realidad. Y la realidad ya no solo no supera la ficción sino que, en realidad, la ficción es más real que la vida misma. Porque hoy reproducir es más importante que vivir, la transmisión más relevante que el directo y para que muchas cosas adquieran verdadera importancia, peso y dimensión no basta con que sean importantes, pesadas o inmensas… necesitan, además, ser retransmitidas para que (pese a que existan) existan de verdad. Ninguna realidad tiene hoy posibilidad de ser considerada si no está representada de algún modo en un soporte digital. Si no es capaz de evocar un pedazo de ficción.