De marzo a hoy la vida se nos hizo lenta, muy lenta. El nuevo coronavirus nos opacó los días y nos obligó a confinarnos en nuestras casas. Así nos lo impuso ese enemigo incierto, absolutamente desconocido por los eruditos científicos y que una vez se instaló, nos amenazó y, nos amenaza aún, sin saber a dónde vamos a parar; salvo que la salvadora vacuna aparezca. Es un momento de la vida impredecible, mediado por las dificultades que, al presentarse repentinamente el virus, caímos al suelo y todo se paralizó: la vida cotidiana misma, las actividades económicas y, por supuesto las relaciones sociales: la mirada cercana, el beso, los abrazos, los afectos que nos permiten husmear los olores y humores. Todo eso nos provocó una ansiedad insospechada que nos infundió temor, pero al mismo tiempo esperanza y sosiego al ver que otros, los trabajadores de la salud, pusieron a disposición de la humanidad su conocimiento y arriesgaron sus vidas para enfrentar la pandemia. Sin embargo, no obstante los esfuerzos por salvar vidas, que han sido cientos de miles, las noticias no siempre son alentadoras; y es allí donde he querido hacer un alto en el camino a sabiendas de que el virus seguirá incólume y haciendo estragos para recordar a los amigos que este puto bicho se llevó. Empiezo por un viejo querido, ochentero él. Un conversador magistral que hizo de sus últimos años de su vida un servicio a la comunidad: decidió, después de entregarle seis décadas al trabajo serio, honesto y responsable, dedicarle el resto de los años a su natal Girardot denunciando la corrupción y a los malquerientes del puerto más importante sobre el río Magdalena en el centro del país. Se trata de Pedro Rojas, hombre de voz gruesa, bonachona y solidaria al que sus 180 centímetros lo hacían imponente e inclaudicable frente al desbarajuste institucional de la región por culpa de los politiqueros; ese hombre inquieto y comprometido un día aceptó el reto de derrotar el miedo escénico y se lanzó a hacer públicos sus pensamientos como columnista en el periódico La Realidad Girardoteña; desde esa tribuna, sin tapujos ni gabelas, decidió conectar a sus paisanos con los grandes problemas de la región; puso todo su empeño para que la ineptitud de los funcionarios que tenían responsabilidades públicas no pasaran desapercibidos. En cada columna que Pedro escribió estampó su maravillosa idea de crear una píldora para la conciencia. A este hombre, al que tuve la fortuna de conocer, abrazar y sentir su afecto, se lo llevó el maldito virus. Tan grande como Pedro, era mi amigo Argemiro Hernández a quien el puto virus también se lo llevó. Este hombre era un duplicado en el trabajo: camarógrafo y periodista a la vez, al que, quienes solíamos hacer la reportería con él, impajaritablemente teníamos que involucrar. No era un convidado de piedra, era un protagonista. Aguerrido, comprometido e informado hacía parte de la historia a través de su lente sin omitir el menor detalle. Argemiro a los reporteros siempre nos sorprendió por su astucia y, sobre todo, empatía con que abordaba su reportería. Su cámara era su dulce compañía. Es evidente que Pedro, el grande, como cariñosamente le decía una amiga, y Argemiro tienen en común que se los llevó el maldito coronavirus, pero también el de haber sido protagonistas de una historia que nos aterrizó en ese punto muerto de la perplejidad y las miradas vacías, en el mundo del abracadabra. Se van los amigos de la vida y nos dejan con la incertidumbre de creer que esta pausa global la vamos a superar muy pronto, pero no es cierto; al contrario, hoy seguimos registrando cifras que ya nos llevan a superar los 15.000 muertos y 500.000 contagios en Colombia, mientras, entre la parálisis del presente y el temor al futuro, seguimos a la espera del mágico pinchazo que nos inmunice contra el coronavirus.