Luego de veintiséis años de existencia, la figura de la vicepresidencia de la república no ha demostrado su utilidad y su necesidad. No ha encontrado su lugar en el andamiaje constitucional ni en el plano electoral. ¿Llegó la hora de volver a la figura del designado? Desde los inicios de la república, hace doscientos años, Colombia ha ido y vuelto varias veces sobre la necesidad de contar con una vicepresidencia. En ocasiones se pensó como una forma de limitar los poderes del presidente, otras como simple garantía de continuidad institucional en caso de ausencia o muerte del titular. Desde los tiempos de Bolívar y Santander, ha generado tensiones en un esquema bicéfalo o ha sido reducida a una figura meramente decorativa. La Constitución de 1886 contempló la figura vicepresidencial, pero fue abolida en 1905. En la Constitución de 1991 se reinstauró con un doble propósito. Primero, en la búsqueda de una mayor legitimidad institucional, se consideró que era necesario que quien asumiera el poder en caso de muerte del primer mandatario, tuviera también un mandato democrático, y no fuera elegido por el senado, como era el caso de la figura del designado. Segundo, en el marco de la ampliación democrática y para acabar con el bipartidismo, se pensó que la dupla presidente-vicepresidente permitiría crear coaliciones entre nuevos partidos y así acceder al poder. Esa perspectiva de forjar alianzas y ganar las elecciones ha sido la que ha primado en los Estados Unidos, y que se buscó replicar en Colombia. Cuando repasamos elecciones desde 1994, se puede decir que la selección de los vicepresidentes se ha hecho en dos líneas principales. La primera ha sido balancear regionalmente la dupla. Tal fue el caso de Andrés Pastrana, bogotano de pura cepa, quien escogió al barranquillero Gustavo Bell y Álvaro Uribe quien le hizo un guiño a las elites bogotanas seleccionando a Francisco Santos. La segunda ha sido consolidar una alianza. Tal es el caso de Ernesto Samper y de Iván Duque, quienes eligieron como vicepresidente a sus rivales en las consultas, Humberto De la Calle y Marta Lucia Ramírez respectivamente. Juan Manuel Santos en 2010 buscó hacer una mezcla de las dos al pedirle a Angelino Garzón, valluno y con trayectoria sindical que complementara su perfil de bogotano y ministro de defensa de mano dura. Para 2014, Santos prefirió ofrecerle el cargo a su ministro Germán Vargas Lleras para así mantener un frente unido de cara a la reelección. Qué tanto han aportado a la victoria esas escogencias es objeto de debate. En los regímenes presidencialistas rara vez la gente vota por el segundo en la foto del tarjetón. En Estados Unidos, expertos en encuestas políticas señalan que la contribución a la victoria es bastante limitada. En el caso de Colombia, dado que las encuestas a salida de urna están prohibidas, es imposible aventurar una hipótesis sobre cuan determinante fue para los presidentes electos la escogencia de su fórmula vicepresidencial. Sin embargo, es posible pensar que el sistema de doble candidatura ha abierto un espacio más amplio para la formación de coaliciones gobernantes en el país. Esto es particularmente relevante cuando se tiene en cuenta la fragmentación y proliferación de partidos políticos en el país que dificultan la gobernabilidad. El principal problema de la vicepresidencia es que en la Constitución no le asignó funciones ni responsabilidades específicas. Quedó dependiendo absolutamente de que el presidente le asigne libérrimamente tareas y oficios. Samper, en medio de las tensiones con De la Calle por el proceso 8000, lo mandó a la embajada en Madrid. Pastrana nombró a Bell ministro de defensa después del episodio del llamado ruido de sables. Pero el que ha tenido una mayor autonomía y mando fue Vargas Lleras, pues Santos le encomendó liderar todo el tema de infraestructura, incluyendo vivienda. Temas que también le encargó Duque a Marta Lucia Ramírez. Oscar Naranjo tuvo la responsabilidad fundamental de supervisar la implementación del acuerdo de paz. Más allá de una evaluación individual de su desempeño en el cargo, lo importante es que este sistema deja siempre en un limbo al vicepresidente, pues el presidente sigue siendo el jefe de gobierno y es a él a quien los ministros le rinden cuentas. Esto hace que periódicamente surja el tema de acabar con esta figura, argumentando sus costos y su poca utilidad. Yo creo que es conveniente mantener la figura de la vicepresidencia. En materia institucional, es un seguro. Garantiza una sucesión ordenada y democrática en caso de necesidad. Y como los seguros, solo se valora cuando se necesita. En el plano político es una herramienta útil para lograr gobernabilidad. Todas estas ventajas se verían potenciadas si se resuelve el problema de las otras funciones del vicepresidente (además de remplazar al presidente en caso de enfermedad, renuncia o muerte). Hay una muy sencilla. Cuando el presidente viaja al exterior, se debe nombrar a un ministro delegatario. Eso es absurdo. Debería ser el vicepresidente quien asume esa responsabilidad. Otras podrían ser de carácter más institucional como por ejemplo favorecer la articulación de las diferentes ramas del poder público. U otras más políticas como en Estados Unidos donde el vicepresidente tiene un voto decisivo en el Senado en caso de empate en una votación. La vicepresidencia debe robustecerse, no acabarse.