Señor Gerente General Gran Hotel de Medellín: Solo quiero aclararle que mi intención, en ningún momento, ha sido dañar la imagen de nadie, mucho menos la de su hotel. El artículo, que lleva por título “El gran burdel”, publicado en la edición digital del 29 de septiembre de 2014 de la Revista Semana, tiene como objetivo reiterar un hecho que viene dándose con regularidad y que las autoridades de la ciudad soslayan. El asunto se ha vuelto viral porque un canal inglés realizó un documental donde se muestra esa realidad que, a mi parecer, hay que tomarla por el lado más amable, pues no se puede tapar el sol con las manos: la compra y venta de sexo está ahí, en las calles de la ciudad, y el hecho de que miremos para otro lado no nos garantiza que vaya a desaparecer. La anécdota de mi estadía en su hotel me pareció, en su momento, un hecho intrascendente. Ojo, la anécdota, no la estadía. En Cartagena de Indias, donde viví la mayor parte de vida, y donde acudo con cierta regularidad, eso que cuento en mi artículo pasa con más frecuencia de lo que usted o cualquier persona pueda imaginar. El turismo sexual es una realidad en La Heroica, y no dudo de que se lleve a cabo en otras ciudades del país. Este comercio clandestino es un secreto a voces que empieza con las agencias de viajes, conecta con taxistas, guías de turismo y enlaza toda una cadena en la que cada eslabón cumple una función específica. Tampoco dudo que detrás de este hecho se encuentra una mafia en la que participan, incluso, miembros de las autoridades locales. Eso pasa en Cartagena de Indias. Y resulta cómico que un alcalde se rasgue las vestiduras y vocifere por los medios de comunicación que eso no sucede en su ciudad. En Medellín, estimado señor Uribe Mejía, pasa todos los días, frente a los ojos de todo el mundo, aunque esto no sea, como usted lo afirma, una práctica del Gran Hotel. En muchas estaciones del metro, en el Parque Botero, en la Universidad de Antioquia y otros espacios públicos de la ciudad, la promoción, compra y venta de sexo es una realidad insoslayable. Del microtráfico de drogas no hablo porque es mucho más evidente que la prostitución. Lo importante de esto que le cuento no es sacrificar al mensajero. Si usted me dice que yo no fui prudente porque narro una anécdota que se dio hace más de veinte años en su hotel, le recuerdo que yo solo soy el que da la información. Irse  lanza en ristre contra el periodista que realiza un documental donde se muestra el lado más oscuro de Medellín, no es bueno ni para la ciudad ni para el  alcalde, ni mucho para la libertad de prensa. Ocultar el hecho, o no hablar de él, ni en público ni en privado, no soluciona el problema. Tapar el muerto no elimina el mal olor. Ahora bien, no dudo de que usted sea una persona racional, pero tiene su corazoncito. Si esto me pasó a mí, ¿no cree que pudo pasarle también a muchas otras que han visitado su hotel? Repito, no comuniqué el hecho a la administración porque me pareció en su momento intrascendente. En el artículo en mención, soy claro: “No puedo asegurar si aquello era un negocio particular del muchacho o una política del hotel”. Creo que, más allá de afirmar que mi artículo va en contra del buen nombre del Gran Hotel, o que el mensaje distorsiona la realidad, lo que hay que hacer es velar porque situaciones como esas no vuelvan a suceder. No se imagina usted la gran cantidad de mensajes que, como el suyo, entraron a mi e-mail días después de la publicación de ese artículo. Me quedo corto si le digo que más del 95% de los recibidos concuerdan con mi apreciaron de los hechos que narro. Por ejemplo, el señor Darío Monsalve, quien asegura haber visitado muchas ciudades de América Latina y haberse hospedado en muchos hoteles, dice: “Nadie, absolutamente nadie, puede negar la venta de sexo en Medellín. Con lo que no estamos de acuerdo los antioqueños es con el título del documental: ‘Medellín, el burdel más grande del mundo’”. Más adelante asegura, “la anécdota que usted cuenta de la tarjeta se da, igualmente, en Cartagena, Bogotá, Cali, Santa Marta o Lima”. Cesar González, otro lector del artículo, escribió: “Le recomiendo hacer una visita a la Universidad de Antioquia, para que sea testigo de lo que se ha convertido ese centro de enseñanza: es un antro donde no solo se vende vicio sino también sexo”. El señor Enrique Cadavid Bedoya, aunque no está del todo de acuerdo con mi texto, anota: “Si su artículo pretende decir que en Medellín hay prostitución, no tengo nada que objetar porque es un fenómeno que ha azotado de forma concreta las sociedades de todos los continentes, desde Babilonia hasta Ámsterdam, pasando por Atenas y Tokio; pero, mucho me temo que su artículo va más allá, singularizando y magnificando el fenómeno de Medellín hasta convertirlo en el más destacado, lo cual, evidentemente, no es así”. Walter Bermúdez, un paisa que reside en los Estados Unidos desde hace muchos años, y que asegura ser un asiduo lector de la Revista Semana y de mis artículos, afirma: “Quiero decirle que me siento completamente identificado con lo que dice en su columna, ya que muestra la hipocresía y la ceguera colectiva, no solo de la gente del común, sino también de las autoridades de la ciudad. El hecho de que yo sea antioqueño no me hace ciego, sordo y mudo de la realidad que vive Medellín”. Pero no todos fueron flores. El señor Andrés Ocampo, que se define como paisa de pura cepa, asegura: “Nunca respondo por este medio, pero su artículo me revolvió la bilis. Medellín me la respeta, carajo. Es fácil decir lo que usted dice cuando no se vive en esta ciudad”. Como puede ver, señor Carlos Mario Uribe Mejía, esto no se trata de estar o no de acuerdo con la visión de un columnista sobre un hecho. El problema está ahí, visible como el sol. Particularmente, le creo cuando usted me asegura que su hotel no tiene como política  incentivar estas prácticas. Le creo porque, como me lo ha reiterado, su negocio es familiar y tiene como objetivo recibir familias: madres, padres, hijos y hombres respetables. Pero no perdamos de perspectiva que en la ciudad de la eterna primavera hay pobreza. Hay pandillas. Hay extorsiones que alimentan estas pandillas. Hay bacrim. Microfráfico de drogas. Armas y el recuerdo de una época que convirtió a la ciudad en un infierno. No voy a negar que Medellín es hoy una urbe más tranquila, más reposada. Una urbe conformada, como reza el adagio, por hombres pujantes y mujeres de pantalones que quieren dejar atrás la tragedia de haber creado a un monstruo como Pablo Escobar. Pero las secuelas de esa realidad continúan ahí, agazapadas en cada esquina. Y eso fue lo mostró el documental del canal inglés que ha levantado tantas ampollas entre los administradores de la ciudad. La realidad es dolorosa. Y negarla no ayuda a solucionar los problemas. En Twitter: @joarza E-mail: robleszabala@mail.com *Docente universitario.